Inglaterra v Francia, o viceversa, tanto da. En París ganaron los franceses a sus principales rivales del otro lado del Canal de la Mancha por vez primera, en 1927 (3-0), con un equipo bajo la sospecha del profesionalismo, capitaneado por Jauréguy y al que había de llegar bien pronto Yves du Manoir, quien con el tiempo iba a dar nombre al estadio donde disputaron ese partido. Eso dicen las crónicas, porque no debe quedar nadie entre nosotros que lo recuerde. Por mi parte la primera memoria que tengo de uno de esos partidos, casi el de máxima rivalidad del Torneo, es muy posterior: difusamente de 1970 o 1971, por pura deducción, y nítidamente de 1981, precisamente cuando alguien comenzó a llamar Le Crunch al acontecimiento.

Eso cuentan. Hemerotecas con fondos digitalizados lo podrán aclarar. Imagino, empero, a algún redactor aburrido, preparando una crónica en el Quai du Point-du-Joury de Boulogne Billancourt. L´Équipe no era un periódico sensacionalista y acaba de lanzar su semanario Le Magazine. Pero un apelativo sonoro nunca viene mal, híbrido franco inglés. Además, con una delantera roqueña como la francesa la onomatopeya (¡si los verbos ingleses de origen sajón lo son casi todos!) venía al caso. Ensimismado ante su Olivetti, rodeado del humo denso de la segunda cajetilla de Gauloises, el redactor da con el título, casi una interjección. Perfecta para Paco, Paparemborde, Cholley y el sonido que produce el restallante y seco impacto que sigue a cada entrada en melé del terrorífico trío.

O quizás fue un becario inglés, el último en la redacción mientras los más veteranos dejaban sin existencias de porter y bitter los pubs de Fleet Street, un viernes previo al partido en el Head Quarter de gradas de madera verde. Es igual. Desde entonces damos ese nombre al partido entre ingleses y franceses. Le Crunch.

Un partido que solía eclipsar a los demás: el enfrentamiento entre los inventores isleños y los advenedizos continentales. Ya sabemos que los franceses tardaron tiempo en adaptarse y que sufrieron, con razón, las iras de los puristas ingleses y escoceses que en los años 30 del pasado siglo consiguieron su expulsión del Torneo (entre 1932 y 1939). Llamaban a las cosas por su nombre, como suelen, y el trato benévolo de los patronos laborales de los jugadores franceses, casi siempre afables y orondos alcaldes tan aficionados a la cassoulet, al burdeos y al Pernod como ellos y a buen seguro ex-jugadores, era indicio más que sospechoso del quebrantamiento de las reglas para los severos británicos.

Después de la 2ª Guerra Mundial hubo perdón general –deportivo- y con el tiempo, tras la Era Dorada Galesa sobre todo, Francia se convirtió en el rival a batir por la nación isleña que mejor equipo presentara cada año. Así su primera Grand Chelem de 1968, o la de 1977 en la que emplearon solamente 15 jugadores en todo el Torneo; o la de 1981, que anunciaba su imperio en esa década, con permiso de los escoceses de 1984.

Francia v Inglaterra, o viceversa, era el partido que solía eclipsar a los demás: el enfrentamiento entre los inventores isleños y los advenedizos continentales

Con sus más y sus menos, naturalmente, porque el dominio continuado, es ley de vida, lleva a la complacencia y ésta a la molicie que acaba en derrota y en excusas, como la de la conspiración anglosajona que acusaba a directivos y árbitros del otro lado del Canal de cada derrota francesa allá por los 90, con el feo episodio de un gran primera francés, Daniel Dubroca, entrenador bleu a la sazón, zarandeando a un referee al término del partido de cuartos de final de la Copa del Mundo de 1991 en París. Dubroca sintió de forma subrogada el impacto tremebundo que Mickey Skinner propinó al hoy convicto Cécillon cuando este levantaba el balón desde la base de la melé y que cambió las tornas del partido. Dubroca fue severamente recriminado y eso no se ha vuelto a repetir. Nobleza obliga. La presunta de nuestro deporte.

Episodio sin embargo que no empaña la hazaña de Didier Camberabero meses antes, en Twickenham, con aquel prodigioso ensayo que no sirvió para ganar, principiado en la zona de marca francesa y que, tras sendas patadas, una por la banda para él mismo y otra centrada y lejos para Philippe Saint-André, nos levantó de las sillas del garito donde lo contemplábamos, e incluso llamó la atención de los parroquianos que no veían aquel raro deporte más que porque estaban allí. Eran los tiempos previos a las franquicias de Guinness y no había tantas facilidades como ahora. Ni siquiera televisión por satélite.

Recuerdo perfectamente el vendaval de aquel partido de 1981 y a Rives, Paparemborde o al gran Blakeway, a Cotton y al hoy ennoblecido Sir Clive Woodward, en blanco y negro, que en aquellos años cualquier pretensión de precedencia del rugby era recibida con chanzas y había que conformarse con la retransmisión de UHF en una vieja tele destinada a los que no querían ver la película de la sobremesa. Luego lo he repasado y no desmereció nada el recuerdo que mantenía. O el de 1985, un empate que privó a Francia de otro triunfo en su época ascendente, en el último año de comentarios del entrañable Celso Vázquez. Es ese otro crunch que me place especialmente. Inglaterra se encontraba entonces totalmente desnortada, en transición desde la generación que en 1980 ganó su Grand Slam. Francia, sin embargo, era la potencia dominante en el V Naciones. Serge Blanco, Didier Codorniu, Patrick Estève y Patrick Lagisquet dominaban el juego de atrás y Rodríguez, Joinel, Garuet o Lorieux definían a la delantera más poderosa del lustro siguiente, forjadora de los triunfos de 1986 a 1989.

Para los ingleses, la derrota más amarga es la que se sufre frente al Gallo, y por eso en 1988 se decidieron a dejar de lado el ‘fair play’ y juntaron alrededor de Will Carling a un equipo capaz de acabar con el dominio francés en los 80 por una vía alternativa

Para los ingleses la derrota más amarga es la que se sufre ante el Gallo, así que a veces no hay más remedio que cambiar de perspectiva. En 1988 los ingleses estaban hartos de fair play, caballerosidad y caballeros de la Tabla Redonda. Así que la petición de los old farts (disculpen, es cita literal y argot común en determinados ámbitos ingleses) a quienes luego tanto criticó el untoso Carling, fue adecuada, pues eligieron para esa campaña a un tipo con madera de líder (que luego se desbocara y sacara los pies del tiesto, o los metiera en un principesco tiesto, es otra cosa).

La RFU abonó al ejército inglés los gastos de formación del segundo teniente del Royal Regiment of Wales, destacado jugador de Harlequins, y encargaron a Geoff Cooke, Dick Best y Jack Rowell construir un equipo ganador. Las herramientas estaban claras: hacían falta contramedidas para esa generación de delanteros del Midi que tanto daño les hacían. Así que incorporaron a algunos duros con una idea poco romántica del credo oval: Mike Teague o Mickey Skinner (Deano llegó en 1987) para la tercera línea. Los policías Dooley y Ackford para la segunda; Probyn, Rendall (luego Leonard) y el lenguaraz Moore para la primera. Tardaron un año en ir ajustándose, pero en 1988 Francia solo ganó por un punto (10 a 9) y gracias a ensayo de último minuto de Laurent Rodríguez en el estadio del Bois de Boulogne.

Rendall, Moore y Probyn, la primera inglesa de finales de los 80.

En 1989 ya cambiaron las tornas, por unos cuantos años, además: en Twickenham Andy Robinson (The Mouse) y Will Carling anotaron sendos ensayos en un partido con victoria local, contundente, por 11 a 0. Muy felices se las prometían para 1990, cuando pudieron ganar el Grand Slam, porque vapulearon a Francia 7 a 26 en París esta vez, sin intuir que más tarde, Escocia, en su día más grande, los enviaría inapelablemente al otro lado del Muro de Adriano. Había comenzado, sin embargo, una época de dominio inglés en Le Crunch.

No crean que por principio se encontrarán en un Inglaterra v Francia un buen partido. Hallarán, sin duda, pasión y emoción, por poca empatía que sientan por cualquiera de los contendientes

Tengo para mí que fue idea de Best y de Moore adoptar aquella táctica de provocación que desquició tanto a los franceses en el invierno y otoño de 1991 (V Naciones –a pesar de aquel ensayo de Saint André- y Copa del Mundo, respectivamente) y 1992 (V Naciones) y que culminó con el antepenúltimo y penúltimo Grand Slam que ganaron los de la Rosa el siglo pasado. El episodio de la Copa del Mundo de 1991 no fue más que otro eslabón de esa cadena, que terminó en París, un año después, con las expulsiones de Lascubé y Moscato, pilier izquierdo y talonador. El suceso llevó a Jean-François Tordo, tercera línea tolonés y años después capitán, a la primera línea, por mucho tiempo, y al tercera centro Marc Cécillon por aquella vez.

Los torneos de 1993, 1994 y 1995 vieron igual resultado, victoria inglesa, con Grand Slam, de nuevo, en 1995, amparados en el dominio de su delantera paquidérmica, elección táctica que se agotaba y nos impidió disfrutar de los mejores años del genial Guscott, atrapado entre las toneladas, la patada de Rob Andrew y las rigideces de Will Carling.  Aún nos dejó otro le Crunch la Copa del Mundo de Mandela pues, eliminados ambos equipos en semifinales, se enfrentaron por el tercer puesto: allí ganó Francia 19 a 9 en el Loftus Versfeld de Pretoria, con ensayos de Roumat y N’tamack, que jugó de zaguero intercambiando su puesto con Jean-Luc Sadourny; por los ingleses tres golpes, cómo no, de Rob Andrew.

 

Brown y Maestri dirimen sus diferencias a la manera tradicional en ‘Le Crunch’.

No crean que por principio encontrarán en un Inglaterra v Francia un buen partido. Hallarán, sin duda, pasión y emoción, por poca empatía que sientan por cualquiera de los contendientes, así que hay sobrada ocasión para disfrutar. Recuerden el 34 a 10 de 2009 en Twickers, cuando los ingleses habían desarbolado a Francia por 29 puntos ya en el medio tiempo, o la semifinal de la Copa del Mundo de 2003, 14 a 9 para los blancos y con un Chabal sin adobo mercadotécnico en el banquillo.

Ambiente, emoción, tensión, entrega, el lenguaje corporal de los jugadores, o verbal como el del impetuoso Harinordoquy que se preciaba de pagar con la ley del Talión el presunto desprecio inglés por los demás, y 80 minutos anuales que subliman Agincourt, Crécy, Waterloo y Formigny, Castillon, Fontenoy o el fuerte canadiense de William-Henry y dinastías, batallas y alianzas en las que, sin quererlo, elegimos campo (nosotros también, Enrique o Pedro, Eduardo Woodstock o Bertrand du Guesclin, Nájera o Montiel) y trazamos estrategias ante el dorado y espumoso zumo de cebada, antes de volver a casa exhaustos por la intensidad de la ocasión. Disfrútenlo.