Querida tía H.:

Con las presentes líneas cumplo con el deber que me impuso antes de partir, con el fin de demostrar mi devoción y casi filial afecto por su vieja osamenta. Sé que a Ud. también le interesa el tradicional enfrentamiento anual entre Escocia e Inglaterra y espero que mis fruslerías le proporcionen aunque sea unos breves momentos de solaz y esparcimiento. No me crea tan petulante como para sobrestimar mi talento como corresponsal, pero dada la benevolencia con que siempre ha juzgado mis esfuerzos literarios, considérese en libertad de compartir su contenido con los parroquianos de la acogedora posada del pueblo, en el caso de que pase por allí a tomar un reconstituyente.

Empezar por el principio es lo que recomienda la premática literaria, así que le diré que el vuelo hasta Londres fue todo lo cómodo que puede ser un viaje con un pilier de considerable tamaño en el asiento de al lado. El aterrizaje fue un tanto accidentado por el viento que soplaba desde mar -que besaba la pista del aeropuerto- hasta el punto que casi me uno a los hoi polloi que aplaudieron al comandante. Las vistas del Canal me reconfortaron aunque no tanto como el refrigerio que nos sirvieron en el vagón restaurante, antes de pasar a la litera de Wagons-Lit, en el tren que llegaría a la capital casi a la mañana siguiente. Durante el trayecto, me dio por pensar que la denominación Aeropuerto de Londres se utiliza con una liberalidad que quizá desconcierte al viajero neófito, por mucho que se disfrute al atravesar los condados de Suffolk, Essex (Este y Oeste), Wessex, Kent, Oxfordshire, Shropshire y otros diez shires más, camino de Liverpool Street Station.

Una vez arribados al hotel en el encantador distrito de Chiswick, descubrimos con sorpresa que estábamos alojados junto a la selección inglesa de rugby, a la que íbamos a ver al día siguiente. No fue fácil averiguarlo pero ya sabe, querida tía, de mis innegables poderes de deducción. Cosa del fósforo en el excelente salmón ahumado de su casa (de Ud., claro), supongo. Perdón por la digresión, vuelvo al meollo del asunto: lo cierto es que en el exterior del hotel había un notable número de individuos con la rosa bordada en la ropa, a los que en un principio tomé por aficionados ingleses, pobres descarriados a los que compadecí como procede.

Sin embargo, al contemplar ante el mostrador de recepción a una joven damisela completamente ataviada por la RFU, desde el gorro de lana hasta las medias, empecé a sospechar. Puede que ayudara que la muchacha midiera sobradamente más de seis pies y que a su lado estuviera Ben Te’o. Todos los pequeños detalles cuentan para el investigador avisado. La confirmación la proporcionó la sonrisa de la recepcionista cuando, hábilmente interrogada, contestó que no estaba en libertad de confirmar o denegar la información.

Farrell, Ben Youngs, Cole, George y Wilson, con un grupo de aficionados.

He de confesar que en ese momento perdí la templanza que me caracteriza y empecé a batir las manos con energía juvenil y cierto estilo aviar, mientras profería las siglas OMG (entre signos de exclamación); adecuada demostración contemporánea de entusiasmo, según tengo entendido. Esa breve expansión emocional me permitió afrontar con serenidad los encuentros posteriores con Mr. Borthwick y Mr. Jones, que bajaron a planificar el partido en un reservado.

Cómo me había Ud. prevenido de que aprovechara la ocasión para cultivarme, sin perder el tiempo en los tentadores establecimientos de la metrópoli, esa tarde peregrinamos al lugar en el que James Thompson escribió la inmortal Rule, Britannia!, junto al puente de Hammersmith. Me abruma reconocer que tan noble lugar resultó ser una taberna llamada The Dove, aunque para su tranquilidad le diré que es un encantador edificio dieciochesco y que desde sus terrazas las vistas sobre el Támesis y el islote de Chiswick invitan a la contemplación y no al desenfreno: la elegancia de los cisnes sobre el agua no tiene comparación. Y, además, los publicanos londinenses han caído en su gran mayoría presa de la extraña manía de servir Peroni, de entre todas las pilsen/lager del mundo. ¡Misterios insondables de la psique humana, estimada pariente!

Al salir de allí, nos llamó la atención un cartel que señalaba el Camino del Támesis y decidimos seguirlo, por mor de la contemplación de la naturaleza. Me complace informarle, estimada antepasada, que nuestro anhelo no se vio defraudado. El dicho sendero fluvial se encuentra adornado de florecidas jacarandas que anunciaban la primavera con sus flores. Una de ellas es particularmente merecedora de atención, tanto por su tamaño como por su elegante ramaje. Casualmente nos encontramos durante el edificante paseo con The Old Ship, establecimiento de la máxima respetabilidad, y muy relacionado con la Regata. Afectados ligeramente por el síndrome de Stendhal, corregimos errores anteriores y no incurrimos en la trampa italiana, y procedí a estibar -con fines estrictamente restaurativos- dos curiosas ales relacionadas con el rugger: una Brian Moore’s Pitbull y una Twickenham’s Naked Ladies. Sé que censurará Ud. la frivolidad casi continental del segundo nombre; pero yo le encontré cierta gracia.

El Old Ship, uno de los pubs ribereños a orillas del Támesis, en el área de Hammersmith.

Como todo no va a ser naturaleza, el paseo terminó en una atractiva instalación industrial decimonónica, la Griffin Brewery, que ha sido restaurada como atracción turística. Por mera cortesía con sus amables empleados, degustamos su producto estrella. No sabría explicarle porque los nativos se sienten orgullosos de semejante brebaje, por mucho que lo proclame el nombre de la cerveza en cuestión (De nuevo los misterios de la psique y todo eso).

El sábado empezó magníficamente con esa gran creación del genio nacional inglés: el full breakfast. Huevos revueltos, bacon, salchicha, morcilla y alubias horneadas, equilibrado y nutritivo donde los haya. Rellené el pequeño hueco con una pequeña dosis de café y un par de croissants para celebrar la Vieja Alianza y protestar contra el Brexit, pero no supe que hacer con una barra adicional en el bufet, que contenía frutas tropicales y derivados de la leche en mal estado. Nada más terminar, mientras fumábamos el laxante cigarrillo matinal, nos encontramos con los Srs. Farrell, Youngs y otros de sus compañeros y no pude resistir la tentación de inmortalizar el momento (le adjunto la instantánea). Tras despedirnos con un educado, pero insincero, buena suerte, nos dirigimos hacia el Huerto de Coles.

El sábado empezó magníficamente con esa gran creación del genio nacional inglés: el ‘full breakfast’. Huevos revueltos, bacon, salchicha, morcilla y alubias horneadas, equilibrado y nutritivo donde los haya

Le recomiendo encarecidamente, querida antecesora, el itinerario que realizamos para llegar al estadio. Cruzamos el río hacia el sur por el puente de Kew, en dirección a Richmond, con el paseo por el Real Jardín Botánico del mismo nombre en la mente. Sabe Ud. de la relevancia que esta institución tuvo en la obra del Sr. Darwin y allí conservan algunas cartas del venturoso viaje del Beagle que deseaba contemplar.

Sin embargo, ha de planificarse cuidadosamente la expedición ya que, durante más o menos una hora, el safari no encontrará abrevaderos convenientes. Algunos como Over the Ait se encuentran demasiado cercanos al inicio del viaje y otros como The Shaftesbury están prácticamente en la meta. Para evitar ese inconveniente, y afrontar el viaje con seguridad, los acogedores salones de The Botanist proporcionan el imprescindible impulso a los pies cansados. Sólo cabe reprocharle que sirva cerveza aromatizada con mango y fruta de la pasión, una idea que sólo puede haber salido de la cabeza del Dr. Moreau o del Dr. Hugo Strange.

Un partido en Old Deer Park, la vieja casa de London Welsh en Richmond.

Al concluir los jardines de Kew, nada más cruzar la cerca, está otra de las propiedades de la Corona a las que se debe peregrinar respetuosamente: el viejo parque de los ciervos del palacio de Richmond. No está mal que formara parte de la residencia favorita de Gloriana, pero es que ese campo de rugby debería ser tierra sagrada para todas las personas de bien. Desgraciadamente, London Welsh ya no transita por las cumbres de la Premiership pero las sombras de los Intocables viven allí, a la sombra de la Pagoda de Kew. JPR Williams, Gerald Davies, John Taylor, Mervyn Davies, Mike Roberts, Geoff Evans y John Dawes siguen teniendo el récord de más jugadores de un equipo seleccionados simultáneamente para los British Lions.

La por otra parte desafortunada desaparición de London Welsh como equipo profesional, ha permitido preservar Old Deer Park como era en los 70. Sólo con pisar el césped ya siente uno ganas de dejarse crecer las patillas y jugar con las medias caídas, respetada ascendiente. Y para los que teman los arduos esfuerzos del footy siempre se puede jugar a los bolos, el lawn tennis, el cricket o inscribirse en el Richmond Archery Club.

La desafortunada desaparición de London Welsh como equipo profesional ha permitido preservar Old Deer Park como era en los 70. Sólo con pisar el césped ya siente uno ganas de dejarse crecer las patillas y jugar con las medias caídas

Imbuidos de sólida britanidad, no quedaba ya sino cruzar el centro de la muy victoriana Richmond para ver por primera vez los ansiados carteles de Twickenham. A esas alturas de la de la mañana, los pubs ya estaban llenos de parroquianos, que se disponían a ver el Francia-Italia y las aceras abarrotadas de señores de mediana edad que caminaban hacia el puente. Al espectador atento no le resultaba demasiado difícil distinguir a los hinchas de Escocia, con su característico look de las Mercedarias. Por el contrario, la gran mayoría de los ingleses se puede clasificar en dos tipos: propietario rural o profesor de Lenguas Semíticas en Oxbridge. Barbours y Hunters, coderas de ante y zapatos Derby son la norma. En el ambiente flotaba la moderada alegría que siente un feligrés cuando termina un servicio particularmente largo y consigue abandonar la iglesia y se dirige hacia su Range Rover Evoque.

La escultura de bronce de Gerald Laing dedicada a la touche preside Twickenham.

Como ya eran cerca de las dos de la tarde, decidimos entregarnos a los amorosos cuidados de los hosteleros locales con el doble objetivo de escapar de la doble maldición de la Peroni y las cervezas artesanas y absorber algo de color local. La ruta debe empezar en la pintoresca posada The White Swan, frente a la Isla del Pastel de Anguilas, que organiza una festiva barbacoa campestre los días de partido, continúa por The Barmy Arms, atraviesa The Eel Pie, The William Web Ellis y concluye en The Cabbage Patch. No crea que ninguno de ellos resulta particularmente confortable a estas horas, el pedir una ronda se parece mucho a un maul de 15 minutos contra los Springboks. Eso sí, no hay que preocuparse por los efectos del alcohol, es rápidamente excretado por los poros a pesar de la temperatura exterior, consistente con lo que en las Islas llaman primavera.

Con este entretenimiento tardamos sus buenas dos horas en recorrer los dos últimos kilómetros hasta llegar a la zona peatonal cerrada para el acceso al HQ (la catedral es San Mamés, ¡Por Dios Santo!), habiendo efectuado un riguroso calentamiento para lo que se nos venía encima. La televisión nos había puesto al tanto de la Copa de Calcuta no sería relevante para el Torneo, ya que el Principado había conquistado el Grand Slam; aun así el lúgubre presentimiento que tenía sobre la suerte de Russell&Co. no me abandonó. Con medio equipo en la enfermería, sólo cabía esperar que se llevaran la del pulpo; si me permite la colorida expresión.

Como ya eran cerca de las dos de la tarde, decidimos entregarnos a los amorosos cuidados de los hosteleros locales con el doble objetivo de escapar de la doble maldición de la Peroni y las cervezas artesanas y absorber algo de color local

El último tramo del trayecto comparte con Dublín, Cardiff y Edimburgo el agradable olor del aceite de freír un millón y medio de donoughts, la presencia de suplicantes de las más diversas causas y los encargados de dirigir el flujo de personas. Lo que brilla por su ausencia es el lamento de las gaitas y una notable escasez de disfraces y/o artículos de broma. Algún triste Cruzado pretende emular a los centenares de crisantemos, leprechauns o falsos pelirrojos que afligen a las demás Home Nations. Sin duda, lo que se pierde en colorido se gana en dignidad. La misma de las estatuas que adornan la antigua entrada al estadio, a la altura del Museo del Rugby.

May se dirige al ensayo en el pasaje más exuberante de Inglaterra.

Las localidades eran bastante buenas: en el graderío bajo del fondo norte tras los palos en que atacaría Inglaterra y cerca del vomitorio, lo que posibilitaba un fácil acceso a las instalaciones sanitarias y los dispensadores móviles de cerveza. Una vez ocupadas las mismas y procedido a efectuar el ritual de levantarse y sentarse para los tardones, la RFU procedió a torturarnos con la sucesión de mezzosopranos, llamaradas y confetti que son propias de los minutos previos a los partidos. El mismo genio malvado obligó a la banda de los Welsh Guards a oficiar a la hora de los himnos; la cual probablemente para vengarse, como dice el primo Mario convirtió Flower of Scotland en un amable vals vienés. No obstante, me uní a las Mercedarias presentes para que el malvado ejército de Plantagenet se lo pensara de nuevo, antes de que Dios enviara a la feliz y gloriosa Isabel II para dispersar a los enemigos de Inglaterra.

Ese fue el único momento de abierta emoción de los seguidores de la Rosa, un muro sonoro de Dios Salve a la Reina que francamente me impresionó. Por lo demás, y como dice Eddie Jones, Twickenham es un lugar amable, en el que predominan las coderas y los zapatos de piel; en el que el nivel de ruido está entre el que hay un salón de té inglés (con una jacaranda florecida en el jardín) y un bar de tapas español de los discretos.

Pese a la falta de pasión, los ensayos ingleses empezaron a caer uno tras otro, desde el minuto 1 y seis segundos. Los tres de atrás de Escocia seguían siendo Kinghorn, Hogg y Seymour, aunque estuvieran en Edimburgo. En el minuto catorce, los caballeros de la fila superior habían dejado de subrayar acertadamente los problemas de la defensa escocesa, y se pusieron a hablar de los problemas podiátricos (sic) de la suegra de uno de ellos; y de la situación sentimental de Stinker con su prometida, la problemática pelirroja Stiffy. Francamente, me hubiera unido a la conversación encantado, pero estaba ocupado mirando con interés los cordones de mis zapatos, con la cabeza entre las manos, abrumado por la incomparecencia de los del Cardo.

A los 15 minutos de la segunda parte, Escocia estaba a tiro de siete y el orgulloso ejército de Eduardo se lo estaba empezando a pensar de nuevo. El estadio se debatía entre la incomprensión y la alegría por no haber pagado la entrada para ver una avalancha…

No le aburriré con los números del partido, que ya se los habrá mandado el primo Rutger, que lo hace mucho mejor que yo. En el minuto 30, el partido estaba tan terminado que a los lancastrianos les daba vergüenza hasta llamar al carruaje de marras. Quince o dieciséis jóvenes entusiastas del gallinero entonaban el salmo sin mucha convicción, mientras el resto del HQ comentaba el trailer de Juego de Tronos; en voz baja, eso sí. Dos minutos después, mi acompañante femenina se reveló necesitada de hidratación, y como buen preux chevalier que soy, aproveché la ocasión para alejarme del hórrido (si esa es la palabra que busco) campo, obtener los líquidos refuerzos y visitar los lavatorios. Naturalmente, Mr. McInally aprovechó ese momento para bloquear la patada, y galopar gallardamente hasta la línea. Le juro que al volver al asiento, en el dintel del vomitorio leí “Lasciate ogni speranza, voi chi entrate” en letras ígneas.

Como no es propio de la familia permanecer en estado de estupor más de lo preciso, afronté la segunda parte con una disposición de ánimo resignada a lo inevitable, me había reconciliado con los crueles caprichos del Destino. No podía pretender que ganaran un partido que llevan perdiendo desde 1983 sólo porque yo hubiera ido a verlos. Lo mejor que podía pasar era que no viéramos ningún ensayo de cerca. Dicho y hecho, cuando los chicos de Townsend se vieron lejos de mí, empezaron a llover sus ensayos. A los 15 minutos de la segunda parte, Escocia estaba a tiro de siete y el orgulloso ejército de Eduardo se lo estaba empezando a pensar de nuevo. El estadio se debatía entre la incomprensión y la alegría por no haber pagado la entrada para ver una avalancha. Después de todo, los de azul no dominaban el partido, habían sido cuatro destellos de genio -¡Díos mío, Ali Price!- mientras que los locales no habían salido aún del vestuario. El pensamiento general era que la apisonadora del primer tiempo no podía haber desaparecido, que era problema de que se pusiera en marcha otra vez.

Los jugadores de Escocia celebran el ensayo de Sam Johnson a Inglaterra [Foto: Inpho].

Y de repente, Russell. Como no le parecieron suficiente los dos pases magistrales de las primeras marcas, interceptó al antipático de Farrell (ver foto) y lo hizo como en el Circo del Sol, con tres toques para ponerme al borde de la parada cardíaca. Me alegra escribirle que sólo perdí los papeles ligeramente. Siete segundos de saltos y puños al cielo que duró la carrera (créame, los he cronometrado) y unos diez minutos más o menos de risa maníaca después. El rodillo blanco del primer tiempo se convirtió en una bandeja de blancmange, y le juro que los 82.000 espectadores de Twickenham en ese mismo instante cambiaron de bando. Ni la madre de Eddie Jones quería que ganara Inglaterra el partido.

En ese estado, no me importó lo más mínimo que Laidlaw fallara el golpe; después de todo, acababa de entrar un Hastings como zaguero de Escocia y yo estaba muy ocupado rejuveneciendo treinta años. La lúgubre pesadumbre que me atenazó durante la primera parte se había convertido en una alegre confianza en el futuro que se vió recompensada con prontitud. Es cierto que el pase de Finn Russell fue una obra de arte; pero no es menos cierto que cinco jugadores ingleses decidieron devolver la cortesía de la primera parte para que Sam Johnson anotara entre los palos. En particular, Mr. Nowell dejó muy claro que lo suyo no es defender.

Si quiere que la diga la verdad, ni siquiera me importó lo que pasó en los últimos tres minutos. Después de todo, uno ya no está para tantas emociones. Los escoceses dejan botar un saque de centro, ganan la touche y Laidlaw se la deja robar en un ruck, Russell se la arranca de los brazos a un pilier inglés y ya sólo quedan 90 segundos…. Los nativos de las dos filas contiguas a la mía gritan ¡Arriba, Escocia! …. en español. A pesar de mi robusta constitución sentimental, ya no podía más. Finn (para mí ya es como de la familia) falla la patada pero la pone en la 22, contraataque inglés y el árbitro a mover los brazos como un guardia de tráfico… Al final, jugando con la ley de la ventaja, aparece Ford y consigue el que probablemente sea el suspiro de alivio más grande de la Historia de Inglaterra desde que Blücher llegó a Plancenoit.

El rodillo blanco del primer tiempo se convirtió en una bandeja de ‘blancmange’, y le juro que los 82.000 espectadores de Twickenham en ese mismo instante cambiaron de bando. Ni la madre de Eddie Jones quería que ganara Inglaterra el partido.

Es cierto que sólo fue un empate y que que puede la alegría dure poco en la casa del pobre (metafóricamente hablando, no se preocupe por mi situación financiera) pero en la vieja casa solariega siempre se recordará la enérgica jiga bailada con otros doscientos fanáticos en el Chariots of Fire en el sector L de la grada baja. Podría aplicarse lo que dijo el poeta sobre el Día de Crispín y todo eso; pero yo prefiero quedarme con las hermosas palabras del himno que entonamos. Dicen algo así como DA RA DA, DA RA DA, DA RA DA, DA RA DA, DARAM DARAM DA DA, no sé si le sonara. Estoy casi decidido a convertirlo en el lema de la familia.

Poco más queda que contarle, querida tía, salvo prevenirla contra los que le recomienden el trayecto desde el HQ hasta Waterloo Station en Southern Railway. La vuelta de las 82.000 y pico almas por Rugby Road es más que suficiente para apreciar la camaradería entre las aficiones. La densidad de la muchedumbre más que permitirla, la exige; a la par que sirve de estabilizador a algunos caballeros de curioso paso vacilante. Prolongar esa intimidad en el trayecto a Londres resulta completamente inadecuada. Bájese en la primera estación y coja la District Line lo antes posible, para cenar como un pukka sahib y alcanzar el blando lecho, para recuperar cuerpo y mente.

Esperando haber satisfecho su curiosidad sobre mis andanzas, queda atentamente suyo, su sobrino.

N.