
El primer grito en el cielo del torneo, que arranca este viernes, lo ha provocado la titularidad de Romain Ntamack en Francia, mandando a Bastareaud a la grada. Esto sería como abrir juego con el alfil en una Francia que lleva años cambiando peones. Ahora bien… este alarido de damisela decimonónica que ha dado todo el mundo con la titularidad de Ntamack parece algo exagerado. Como de capitán Renault en Casablanca. Quien más quien menos podía sospechar el papel principal del hijo de Milou, Emile, al que se le acumulan los avales: campeón del mundo sub20 con un papel principal, titular toda la temporada en Stade Toulousain, líder ya del Top14, competidor mayor en Europa… En fin. Otra cosa es que Brunel no tenga aspecto de entregarse a las veleidades… y por eso debe ser que junta a Parra y Camille Lopez en la bisagra, no se le vaya a acelerar el coche más de la cuenta. Pero hasta el hombre más compuesto se prueba alguna vez un abrigo de pieles frente al espejo. Como Dennis Rodman. Veamos a Ntamack y otros jóvenes jugadores que buscan su espacio, o su permanencia, entre los mejores en el ya inminente 6 Naciones.
Romain Ntamack
Anunciar la eclosión de un prodigio en Toulouse se ha convertido en un lugar común del rugby francés. De hecho, Stade Toulousain viene a ser una suerte de Notre Dame del rugby francés: el lugar común más reconocible y visitado. Lo mismo lo invocan fieles que felones. El rugby de los días prodigiosos ha hecho religión y las construcciones de la fe precisan la proclamación de un mesías. El caso es que, más allá del relato achampanado y las burbujas rosas de la ciudad, Ugo Mola ha puesto a su equipo a la cabeza del Top14, después de sucumbir en Europa sólo bajo la hégira de Leinster. Y todo parece dado ahora para que Romain Ntamack, el hijo de Émile, prolongue ese estado de efervescencia del equipo más campeón de todos con su titularidad en Francia, completando así la conquista de la élite que tan complicada resulta para los jóvenes bleuets que el verano pasado levantaron el trofeo de campeones del mundo sub20. Demba Bamba, el pilar de Brive, ya abrió esa vía, pero Ntamack parece, con ese tono descarado con el que habla, mira y juega, dispuesto a darle otra dimensión a la conquista. El chico aún tiene 19 años y sigue adelantando los plazos. Por calidad y porque ya desde el año pasado se saltó la timidez del que acaba de llegar para reclamar más protagonismo en Toulouse. “Es muy competitivo y quiere llegar ya”, decía Sébastien Piqueronies, el seleccionador francés sub20, antes de advertir: “El que tiene que llegar, llega”. Ntamack ha llegado. Jean Marc Doussain salió de Toulouse y ahí avistó el hueco el muchacho, como si mirase al intervalo de una defensa escalonada. Se coló y ya no ha salido. Mola lo ha usado como 10 y aún más como 12, dando carrete a la opción que Piqueronies activó en el Mundial junior, cuando usó al ouvreur toulousain como primer centro, con el fin de redoblar el área de influencia al encadenar la profundidad de su mirada con el talento para el orden de Louis Carbonel. En Toulouse, Mola lo sitúa casi siempre de centro, al exterior de Zack Holmes o Thomas Ramos. La decisión de Brunel de prescindir de Bastareaud frente a Gales obliga a pensar que está dejando sitio para que el hijo de aquel al que llamaron La pantera negra le proporcione vuelo a una Francia de mirada a menudo miope. La invocación del rugby sinuoso, que por lo que parece también es genético.
Darcy Graham
El ala de Edinburgh Rugby es uno de esos velocistas de chasis liviano que tanta gente considera proscritos en el rugby de hoy y que, sin embargo, cada vez parecen tener más predicamento. Lo hacía en Hawick, su high school en Escocia; también en las inferiores de la selección nacional y desde luego la sub20; y, por supuesto, en la versión siete, en cuyo circuito causaba sensación. Las compilaciones de Graham rajando defensas de la garganta a los tobillos muestran a un jugador con un impacto proporcional a su velocidad y a esa condición de danzarín de pasos laterales que ha adornado siempre a los chicos de biotipo ligero. La estirpe no murió con Shane Williams, no. Por más que la posición de ala pareció tender hacia la adopción del ariete mastodóntico como arquetipo, los bailarines aún encuentran su sitio en el rugby hipertrofiado de hoy. Por cada Christian Wade -emigrado al fútbol americano- siempre habrá un Cheslin Kolbe, un Nehe Milner-Skudder, un Gabriel Ngandebe o, claro, un Darcy Graham (1,76, 75 kgs). Lo notable de Graham no es su tamaño, sino su impacto tan sólido en el entorno de élite. Richard Cockerill, el entrenador de Edinburgh, lo ha alabado y promocionado a partes iguales, un ejercicio de coherencia que desoye los prejuicios de las tallas y atiende a las razones del juego: “Se deja la piel trabajando, rompe con toda la dureza de la que es capaz cuando tiene la pelota, placa y es muy fiable bajo las patadas altas”, dijo Cockers después de un partido de Champions Cup. Son términos que ha repetido en varias ocasiones, porque el ala le ha dado motivos para ello. En Escocia, Gregor Townsend ya lo introdujo en noviembre y la excelente forma mostrada en su club -en consonancia con el resto del equipo- le va a permitir pelear el puesto a compañeros con mucho más recorrido y otra configuración física: Maitland, Tommy Seymour y, seguramente, el efervescente Blair Kinghorn, número 15 en Edinburgh pero obligado a moverse al ala en la selección ante la jerárquica presencia de Hogg.
Joey Carbery
Irlanda ha acumulado tantos nombres jóvenes a su línea de tres cuartos en los últimos tiempos que subrayar uno significa de inmediato incurrir en olvidos. Si el criterio fuera la edad, sería imposible pasar por alto a la legión de estrellas patrocinadas por Joe Schmidt y el sistema dual del rugby irlandés en los últimos años: Larmour (21), Stockdale (22), James Ryan (22), Carbery (23), Ringrose (24). La realidad es que ninguno de estos viaja ya por debajo del radar. O no del todo. Larmour ya se mostró, Stockdale habría sido un candidato a cualquier premio el año pasado, Ryan es un segunda de tamaño mayúsculo que reventó en 2018 y Ringrose conforma hace días ese medio campo interminable de los verdes. Si nos fijamos en Carbery es porque ninguno de los otros ha tenido que vivir bajo la sombra más alargada de todas, la de Jonathan Sexton, y porque su paso esta temporada a Munster ha completado un capítulo más en la estrategia de relevos generacionales a medio plazo del rugby irlandés. Y le ha dado a Carbery la posibilidad de crecer en paralelo al mito y, quién sabe, mirarlo por fin a los ojos. Todo esto viene largamente anunciado. Quizás en exceso, lo que suele ocurrir. Carbery vino al mundo del estrellato el día que, recién cumplidos 21 años, salió unos minutos para debutar con Irlanda en la famosa victoria en Chicago contra los All Blacks. Aquel episodio, que parecía un augurio construido por un deus ex machina, se completa con otra perspectiva que se suele ignorar: Carbery nació en Nueva Zelanda y hasta los 11 años vivió y jugó al rugby en Northland, donde se habían establecido sus padres. “De niño siempre fui de los All Blacks y cuando nos movimos a Irlanda seguía siendo de los All Blacks. Obviamente ahora soy de Irlanda, pero siempre he tenido debilidad por los All Blacks”, ha admitido. Carbery está ahora mismo en esa transición gozosa que señala el paso de hype mediático y jugador joven que será el próximo elegido a medio de apertura con peso en el destino de los partidos. Su fin de 2018 y el arranque de este año, a los mandos de la casaca de Limerick, ha sido rutilante. El gran desafío, el futuro relevo de Sexton, será la revisión de un episodio ya conocido: la guerra de sucesión de Jack Kyle. La interminable dialéctica provincial. Dublín y Limerick. Sexton y O’Gara.
Tom Curry
Si por algo han suspirado los ingleses en los últimos tiempos ha sido por una tercera digna de competir en la liga de los grandes flankers del hemisferio norte (o sea, el canon irlandés) y del sur (elija usted el nombre que prefiera). Asimilados Brad Shields o Nathan Hughes, asentado el modelo Vunipola, amortizadas las probatinas con Itoje o Lawes como backrowers, Tom Curry es la enésima propuesta devuelta por el infatigable motor de búsqueda para el puesto de tercera abierto, un talón de Aquiles recurrente en la composición de la Rosa estos años. La buena noticia, o peor según se mire, es que la insurgencia de Curry ha coincidido con la de otro avanzado en el mismo puesto, el fragoroso Sam Underhill. Y en la sub20 anda su hermano gemelo y compañero en Sale, Ben Curry: “Son dos tipos de 25 años metidos en un cuerpo de un chico de 20”, dice de ellos Steve Diamond, el locuaz entrenador de los Sharks. “Nunca he visto nada igual”. Puede que un día se reúnan ambos en la tercera inglesa, pero de momento estos nombres no son mala pesca en un equipo sometido durante años al juego unidimensional de Robshaw o el tardío apogeo de Haskell. Underhill y Curry son muy jóvenes (22 años el de Bath, 20 el tercera de Sale Sharks), pero los dos han alcanzado ya la mayoría de edad bajo el escrutinio de Eddie Jones. A Underhill, un jugador de potencia descomunal, con un volumen defensivo formidable, lo parecen frenar cada tanto las lesiones. Mientras, Tom Curry avanza terreno. A los 18 años debutó con Inglaterra y rompió la marca de procacidad en jugar un test match que hasta entonces estaba en posesión del señor Jonny Wilkinson. Tal vez este 6 Naciones sea su rite of passage y Curry ratifique a quienes sostienen que ha de ser el 7 de Inglaterra en Japón. Para lograrlo cuenta con una ventaja competitiva muy apreciable en el rugby de hoy: la excelencia en el breakdown. Ahora bien, si miramos a Tom Curry como fontanero especialista en pesca submarina, pasaremos por alto a la mitad del jugador. Por su fisonomía y sus características no va a ser un primer receptor que lleve la pelota contra el muro, pero cuidado con su capacidad para ofrecerse al portador y acelerar hacia los intervalos: no es raro verlo partir defensas por los canales interiores. Ha reconocido su tendencia a la obsesión antes de los partidos y parece canalizar esa tendencia familiar en la avidez de sus placajes. Tom Curry siempre contacta con agresividad y cuando va al choque se desplaza con esa velocidad impensada que permite a los lobos cazar presas incautas: o sea, aperturas morosos y tres cuartos confiados. Todo resumido en este par de imperdibles frases: “Si te cruzas con el 7 contrario hay que ir a por todo: o lo planchas o lo abrasas. No se puede entrenar como Tarzán y luego jugar como Jane”. ¡Uh!
Aaron Wainwright
La llegada de Wainwright al universo Gatland parecía tan improbable que, cuando el pasado mes de mayo el joven le contó a su padre que lo habían llamado a la concentración para la gira veraniega de los Dragones, éste pensó que le estaba tomando el pelo. Poco más de tres años antes, el hoy flanker de Gales y los Newport Dragons estaba jugando todavía al fútbol, el deporte en el que pensaba labrarse una carrera y en el que soñaba con llegar al Arsenal. O eso se cuenta. Lo dejó, sus amigos lo convencieron para probar el rugby y Wainwright tomó la salida de una carrera meteórica que en poco tiempo lo ha llevado a alcanzar las inferiores de Newport, jugar rugby universitario en Cardiff Met y debutar con los profesionales después. Las lesiones le abrieron la puerta y desde entonces Wainwright ha atravesado los pasillos a toda velocidad, como el adolescente que llega tarde a clase. Hasta quedarse, por ahora, entre los elegidos de Gatland. No es fácil entrar en ese circle of trust del técnico neozelandés, y menos por el lado de la tercera línea. Pero Gatland lleva ya algún tiempo de deshielo de sus propias ideas y preferencias y su formación clásica de tantos años (Lydiate, Warburton, Faletau) ha ido filtrando otras variaciones, propiciadas por lesiones, la traumática retirada del otrora capitán y, desde luego, la insurgencia de jugadores en un puesto que suele ser prolífico en Gales: Tipuric, Navidi, Moriarty, Turnbull, Shingler, Thomas Young… Este último, una locomotora desde hace tiempo en Wasps, desatendido con frecuencia singular por Gatland, también aparece entre los experimentados competidores del joven Wainwright. La línea de elección todavía lo tiene a la cola. Que vaya a jugar no se lo creería ni su padre, ya lo sabemos. Pero sólo con mirar su fulgurante trayectoria (y el modo en que se insiste allá con su nombre) uno puede sospechar que en algún momento Wainwright se colará por alguna puerta entreabierta. Que para eso juega de tercera.
Maxime Mbanda
Durante estos años, jugar de 8 en Italia ha tenido una desventaja crucial: ese puesto lo tiene bien ganado en propiedad desde hace años Sergio Parisse. Y de momento la guerra de sucesión no parece abierta. O sí, tal vez, para el entrenador azzurro, el irlandés Conor O’Shea, que está obligado como cualquier técnico a promover la regeneración desde mucho antes de que ésta sea obligada. Mbanda es nominalmente un octavo, pero su carrocería lo ha llevado a moverse con mayor asiduidad en las tareas de un flanker, versatilidad necesaria. Éste va a ser su tercer 6 Naciones y en los dos anteriores se ha repartido la titularidad de igual a igual con el resto de terceras, includos Steyn, Barbieri, Minto, Negri, Favaro, etc… y por delante del (pen)último agregado, Jake Polledri, ausente ahora. O’Shea volvió a contar con Mbanda en junio y otoño, siempre como número 7 con Steyn/Barbieri de octavos. En el 6 Naciones del año pasado, otra vez dejó constancia de su adaptabilidad en cualquiera de las dos alas de la melé, como hace en Zebre, con un ratio de placajes muy alto. Lo que le falta de peso para ser un ball carrier internacional desde el 8 le sobra para las demás tareas (110 kgs declara su ficha). Aunque ahora los italianos del Pro14 se comportan como equipos competitivamente respetables -bueno, Benetton…- parece complicado que Italia salga del estado de frustrado meritorio en el que vive instalada. Pero, mientras, O’Shea pelea por ampliar la base y levantar el nivel. Un esfuerzo de doble dirección y exigencia, para el que nunca sobrarán manos ni hombres. Mbanda es uno de ellos. Veremos si no es uno de tantos.