Los entrañables sujetos que visten el 11 y el 14 son dados a la meditación y al ensimismamiento, porque disfrutan de tiempo para la elaboración de complejas teorías y abstracciones, allí lejos, en el extremo del rectángulo primordial.

Son también capaces de transitar el camino entre la quietud monacal y la descarga tormentosa en centésimas de segundo. Cómo se desarrolle su devenir, entre palos y palos, tras el contacto con el balón, tiene que ver tanto con aquellas cavilaciones como con su dispar fisionomía.

Mike Slemen, Terry Wright, Patrice Lagisquet, los hermanos Lanza, Mike Harris, JJ Williams, Jim Pollock o Shane Williams pertenecían al grupo taxonómico de los elegantes, escurridizos, veloces y exquisitos dominadores de la técnica de la evasión. Hay quien tiende a pensar que ellos conforman el paradigma, o que, antes del Gran Salto de 1995, lo conformaban. Están equivocados. Siempre convivieron con otros, acaso de técnica menos depurada pero complementada con potencia y tamaño: el longevo Tony O’Reilly,  el contundente David Duckham, el equívoco Adrian Hadley, el severo Carel du Plessis o el tozudo Matt Duncan componen ejemplos del otro grupo. Indistintamente de uno y otro hemisferio, ya que tanto nos gusta asomarnos al otro lado del mundo.

La pasada semana perdimos a dos alas de esta última categoría. Dos portentos de talento y de exuberancia física: Inga Tuigamala y Joeli Vidiri. Ambos All Blacks, aunque originarios del feraz hinterland del Pacífico Sur, de Samoa Occidental y de las Islas Fiyi.

En tal categoría, sin duda, han sido Jonah Lomu y otros mastodontes como Tana Umaga (quien no en vano debutó en posición de enlace con los espectadores de las gradas más bajas) los que hicieron olvidar al aficionado medio a los pioneros, a los predecesores, si es que entre samoanos, fiyianos o tonganos cabe hablar de envergadura en tal posición como de inopinado descubrimiento.

Excepción hecha de algunos colosos originarios de la metrópoli (el zaguero neozelandés Don Clarke, conocido como la bota, que exhibía en los años 50 unos inhabituales 110 kg de disuasión como último defensor; el también zaguero Wallaby Roger Gould, 1.95 m. y 110 kg, Grand Slam de 1984), los que abrieron camino para que los nativos de las islas de los mares del Sur se adueñaran de los números de dos dígitos allí abajo fueron Bryan Williams, Va’aiga Tuigamala y Joeli Vidiri.

Después del granjero Clarke y el carnicero John Kirwan, que ese era su oficio, Tuigamala, Vidiri y Williams fueron transición con aquellos otros que luego han alcanzado renombre en el mundo del rugby profesional, porque parece imprescindible disponer, en clubes y selecciones, de envergaduras como las de Nemani Nadolo o Alesana Tuilagi.

Aquellos fueron novedoso martillo  para perforar defensas desde el lado cerrado y concentrar atención en tales portentos, para abrir espacios por allí donde pasaban. El empaque de jugadores como estos tres (más de 100 kg de potencia con un tiempo de respuesta esencialmente menor que el de irlandés O’Reilly o el galés Hadley) inauguró la lista de alas hercúleos tan frecuente hoy día, refutación, por lo demás, de uno de los principios esenciales del rugby amateur sobre los tamaños. Heterodoxia que en ocasiones lleva a errores ontológicos que podemos denominar Cuthbert o Banahan.

Va’aiga Tuigamala y Joeli Vidiri han muerto jóvenes, 52 y 48 años respectivamente. Los que disfrutamos con su juego los recordaremos siempre, porque pusieron un punto de novedad y bastante sal a un rugby en acelerada ebullición entre dos épocas.

Va’aiga pronto destacó por su habilidad y potencia y, aunque su aspecto sobre el campo era más bien el de una fuerza de la naturaleza sin pulir, sus oponente salían fatalmente de su error en cuanto jugaba su primer balón

La historia de ambos es frecuente. Llegaron a Nueva Zelanda desde sus islas y aprovecharon lo más destacado que se les ofreció: el rugby, deporte y amalgama social.

La  familia de Inga emigró a Nueva Zelanda cuando la criatura tenía cuatro años, así que fue de principio a fin un producto del rugby neozelandés. El joven Tuigamala, uno entre sus catorce hermanos, se defendía en el proceloso mundo de la emigración polinésica -entienda quien quiera la metáfora, que allí también hay barrios complicados-  asido a las arraigadas creencias religiosas de los suyos (recuerden a Michael Jones, el que no jugaba los domingos, aun se tratara de la final de la Copa del Mundo).  Apegado a este nuestro deporte se desenvolvió bien y lejos de los ambientes marginales. Puede decirse que, como el mismo Lomu reconoció más de una vez, el rugby redime al que se ayuda.

Va’aiga pronto destacó por su habilidad y potencia y fue un notable jugador de la Kelston Boys’ High School de Ponsonby, y aunque su aspecto sobre el campo era más bien el de una fuerza de la naturaleza sin pulir, sus oponentes salían fatalmente de su error en cuanto jugaba su primer balón. Pronto llegó la llamada de Auckland, aunque no lograba asentarse en su primer XV pues permanecía a la sombra de Craig Innes. Sin embargo, descollaba en cualquier partido que jugaba y llegaron los trials de los All Blacks. Entre 1989 y 1992 disfrutamos de sus mejores años, convertido en el All Black #900. Y eso que desde 1991, incluyendo la Copa del Mundo que los neozelandeses dilapidaron en Lansdowne Road, su rendimiento había empeorado, sin duda merced al uso romo que Graham Henry en Auckland y John Hart en los All Blacks decidieron hacer del jugador.

Sorprende advertir que en lo único que coincidían ambos entrenadores, de acerba rivalidad, fuera en limitar a un jugador como Inga, convirtiéndolo en un bulldozer constreñido a jugar cerca de los delanteros, carreras repetitivas entre apertura, Grant Fox, y centros, Walter Little y Craig Innes, para romper la primera cortina defensiva o concentrar la defensa sobre él. El acondicionamiento para ese tipo de juego le llevó a ganar peso (hasta los 110 kg. para poco más de 175 cm.) y a perder la titularidad entre los All Blacks, que no recuperaría hasta la gira de 1993 por el Reino Unido, en la que sufrió un severo control por técnicos y compañeros para recuperar su mejor versión y quitarle millones de calorías de encima.

Tuigamala en partido frente a Canadá, Lille, 1991, II Copa del Mundo.

Justamente después de un brillante partido con los Barbarians y 19 caps de luto anunció su defección del código Unión y el fichaje por Wigan, la enésima pérdida de un destacado jugador a XV hacia el Norte (el mismo año que el último gran éxodo galés). Allí desarrolló una notable carrera, en la posición de centro, y ayudó a ese club a consolidar su abrumador dominio de la última década del siglo XX. Que, además, sirviera de faro y guía para convertir a su sucursal de la fe protestante a su compañero Jason Robinson, el hombre del contrapié sincopado, es otra historia.

Como tantos, hizo el camino de ida y vuelta y desde desde 1996 lo tuvimos de nuevo en el código XV, con la admisión del profesionalismo, no antes de haber recuperado los entorchados internacionales con su natal Samoa en la modalidad secesionista. Pero ya no volvió a Nueva Zelanda. En Inglaterra se reintegró a la disciplina unionista en London Wasps y después en Northampton Saints y en Newcastle Falcons, donde (lo mantendré ante quien sea menester) cierta futura estrella del rugby inglés asimiló fiereza y alguna que otra técnica de placaje del rocoso samoano.

Inga Tuigamala y Joeli Vidiri han muerto jóvenes, 52 y 48 años respectivamente. Fueron precursores de los alas hercúleos y pusieron un punto de novedad y bastante sal a un rugby en acelerada ebullición entre dos épocas

Decía que en 1996 fue llamado por Samoa para formar con sus hermanos isleños en su camino hacia la Copa del Mundo de 1999, que culminaron con todo el éxito habitual de un Tier 2 y con destacado concurso de Va’aiga. Los irlandeses, que se las prometían felices, no dejarán de recordar la tarde de noviembre de 1996 en que Tuigamala volvió a encarnarse en Manu Samoa y doblegó a Lansdowne Road por 25 a 40. En aquella cuarta Copa del Mundo los samoanos ganaron a Japón por 43 a 9, perdieron con Argentina 32 a 16 y amargaron a los anfitriones galeses en el terreno suplente del querido Arms Park por 31 a 38. Es verdad que también perdieron con Escocia, 35 a 20, pero pasaron muy dignamente por el torneo.

Inga, después de otras 23 caps, dejó el rugby activo para instalarse en Nueva Zelanda, donde primero fue manager de un familiar boxeador profesional, peso pesado, naturalmente, para regentar después una empresa de pompas fúnebres, Tuigamala & Sons of Glendene, con la que llegó a organizar el funeral del rey de Tonga, Taufa’ahau Tupou IV.

Además, por su dedicación al rugby y servicios a la comunidad fue distinguido con una de esas condecoraciones que tanto gustan a anglosajones y habitantes varios de los antiguos Dominions de Su Graciosa Majestad.

Un adelantado, Tuigamala. Eclipsado por la vorágine pro que habría de llegar, pero digno de ser recordado. Nos abruma la noticia de su muerte, tan temprana, días después del fallecimiento de uno de los de su larga lista de hermanos. Qué fatalidad.

Auckland v Canterbury, con Viridi en acción, 2000.

El melanesio Joeli Vidiri fue uno de los sucesores de Tuigamala en Eden Park.  Fiyiano, internacional a 7 y a XV con la zamarra de su nativa palmera,  recaló en Nueva Zelanda para jugar en Counties Manukau y Auckland, donde coincidió doblemente con Jonah Lomu (posición de juego y afección y tratamiento renal también). All Black #973, aunque solamente vistiera la enlutada 2 veces en 1996, año excepcionalmente mediocre de Nueva Zelanda que llevó a John Hart, en su segundo periodo como seleccionador, a dejar de contar con él.

Así las cosas fueron los Auckland Blues, y los aficionados que ya disponíamos de emisiones del Super 12, los que gozamos de su juego explosivo y creativo, contundente y divertido, nada nuevo para un internacional de su procedencia, pero elevado a la máxima potencia, como prueban 43 marcas en 61 partidos en aquella competición hasta 2001, año en que su enfermedad le retira definitivamente, lejos ya el destello final de una llamada de Hart para acomodarlo en la escuadra de la Copa del Mundo de 1999 (cinco partidos con Nueva Zelanda A) que no fructificó.

Brilló intensamente, aunque poco tiempo, pero merece también recuerdo, como precursor de otros que siguieron sus pasos, Joe Rokocoko o Sevu Reece.

Descansen en paz.