De repente, el rugby mundial había encontrado al jugador global, a la figura que llevaría al oval a los salones de todo el planeta. El aspecto prehistórico de Chabal, barbudo antes de los que los hípster devolvieran el esplendor al vello en el rostro, su percha musculada, propia de un tercera línea, y la aportación decisiva en aquel encuentro frente a la siempre favorita -y a la postre ganadora del partido- Nueva Zelanda serían los puntales sobre los que sustentar a la majestad emergente. La estrella refulgía por una secuencia de placajes que los informativos de televisión, las páginas web y las plataformas de vídeo en internet como YouTube no dejaban de reproducir. Allez Sébastien!

¿Quién podía negarse a semejante concatenación de furia? ¿Quién, de entre los que gustan de leyendas y fábulas, escaparía al influjo de la última revisión del mito del galo bravo que resiste primero y somete después a la eterna primera potencia oval? Chabal era el hombre óptimo para el tiempo global en el que la disciplina había decidido adentrarse una década antes. Pasada la efervescencia de Jonny Wilkinson, para entonces tan bueno como cuatro años atrás, pero lesionado con demasiada frecuencia, surgía un icono transversal para el que no se necesitaba análisis científico-técnico alguno. Si al inglés había que escudriñarlo, porque era mucho más que su pierna izquierda, al occitano tocaba disfrutarlo, jalear aquella visión primitiva mostrada en esa tarde otoñal en Auckland, 2 de junio de 2007, un ‘one-hit wonder’ que se convertiría en su única versión posible.

Jugó aquel Mundial de octubre, el septentrional Mundial de Francia, el que su equipo comenzó mal y del que Inglaterra les apeó en semifinales. Para entonces, el nuevo héroe de la brutalidad, el autor del placaje del siglo, también había seducido a la hinchada gala. Obsérvese el hito: la Francia que reclamaba como el mejor ensayo de todos los tiempos el rubricado en 1994 por Jean-Luc Sadourny (también) en Auckland, la Francia del flair que tomaba aquella sucesión infinita de pases como la cumbre del modelo, la Francia de l’esprit du jeu que situaba su ensayo coral por encima del anotado por el barbarian Gareth Edwards en 1973, estaba celebrando el mejor placaje de la historia no tanto por útil sino por su barniz salvaje.

Pasada la efervescencia de Wilkinson, con Chabal surgía un icono transversal para el que no se necesitaba análisis científico-técnico alguno: había que jalear aquella visión primitiva, su ‘one-hit wonder’ a Masoe en Auckland

Desde la Francia champán, entonces aún una referencia próxima en el tiempo, se había llegado sin saber muy bien cómo a la Francia del cavernícola Chabal. Eran los años de Bernard Laporte, cuyo legado mantuvo Marc Lièvremont. Aquella Francia de los primeros 2000 ensanchó espaldas, endureció brazos, se hizo aún mejor en las suertes del juego cerrado. El vértice se había desplazado, porque lo que brotaba ya no lo hacía inequívocamente a partir de la bisagra o de un patrón y un legado reconocibles, pero sobre todo había cambiado el concepto. De la vie en rose a la barricada.

Sin embargo, en aquellos días de chabalismo, de furia y fuerza, de desbordar su molde clásico, el combinado francés ganó como pocas veces en el continente.  Les bleus se adentraron en un camino desconocido, exitoso entonces y doloroso después. Ya entonces, con selección y clubes en la cima europea, retornó el debate nacional. La sociedad francesa tiende a interrogarse sobre qué tipo de potencia es su nación y sobre su lugar en el mundo, una cuestión que también se extrapola al rugby; ambas introspecciones colectivas suelen partir del mito de la décadence. Conforme el despliegue de su nuevo coloso menguaba, las voces que lo entendían disonante arreciaban. Creo que en España lo advirtió educadamente Manuel Moriche en una retransmisión televisiva: pese a todo, Chabal desentonaba.

En aquellos días de ‘chabalismo’, Francia pasó de ‘la vie en rose’ a la barricada… Y sin embargo, ganó como pocas veces en el continente

Los ortodoxos guardianes de las esencias, convertidos en custodios de aquel relato entre lo real y la epopeya literaria, mostraban su descontento con una tercera línea que en nada se parecía a lo que cabía entender como virtuoso y que tampoco alcanzaba el nivel de algunos de sus mejores contemporáneos. Chabal jugó en Inglaterra buena parte de su carrera. En la selección francesa fue coetáneo de Imanol Harinordoquy y de Thierry Dusautoir, también terceras, pero dos gigantes que enseñaron mucho más que su descomunal físico.

Chabal fue hijo de aquel tiempo en el que el rugby subió otro escalón. El juego se hizo más físico, se movió más dinero que en los años precedentes y se trató de expandir desde la Commonwealth al resto del planeta. El Mundial 2007 que se celebró en Francia y repartió algunas sedes en las islas británicas, un acontecimiento con audiencias crecientes -incluso en el improbable mercado de España-, evidenció la necesidad de apuntalar ídolos. Duró poco y pronto supimos que había mucho de artificio, de esa nostalgia que nunca jamás sucedió (Sabina dixit), pero cuánto nos llegó a gustar aquel grandote del sur francés que tumbaba neozelandeses sin piedad.