Son las ocho de la mañana de un grisáceo domingo (casi) veraniego en Donostia. Mientras los últimos mohicanos de la noche se retiran hacia sus guaridas dando tumbos, un grupo de hombres entrado en años –todos– y en kilos –unos cuantos– se cita en el punto conocido como Los Relojes de La Concha.

Son los integrantes del Opla, un peculiar equipo de rugby cuyo único requisito de admisión es haber superado los 35 años de edad. El Opla nació en 1975, cuando por estos lares el rugby aún andaba en pañales. Sobrevive desde entonces, a pesar de que hoy en día la mayor parte de los clubes tiene su propia sección de viejas glorias. De hecho, hay bastantes casos de doble militancia.

El grupo reunido junto a la playa viste llamativa camiseta deportiva estampada con motivos vegetales: es el hibiscus, la flor nacional de Hawaii. A la espalda, las dos últimas cifras del año de nacimiento de su portador. Un nativo de Honolulu no tendría valor para ponérsela. «Así se nos distinguirá fácil», argumentó alguno.

Hace un lustro, el Opla decidió hacerse cargo de la organización de un torneo infantil que crece cada año para «tratar de devolver al rugby una pequeña parte de lo mucho que nos ha dado». El final de la temporada multiplica la celebración de este tipo de eventos, pero el escenario convierte al de Donostia en algo especial. La arena que durante todo el curso acoge a los y las aspirantes a ser el futuro Xabi Prieto o la próxima Aintzane Encinas da cobijo por un día a los sucesores de Pablo Feijóo, Igor Genua o Amaia Erbina.

Los veteranos se dividen en grupos. Unos bajan a la arena para marcar los doce campos. Otros se quedan en el voladizo para preparar las vituallas del tercer tiempo y acondicionar el espacio en el que cada equipo dejará sus mochilas.

Son las nueve y comienzan a llegar los equipos de las categorías sub 10, sub 12 y sub 14. Más de 600 niños y niñas, pertenecientes a 16 clubes. La mayoría, diez, procede de Guipúzcoa, pero además los hay de Álava, Navarra, La Rioja, Zaragoza, Madrid y Landas.

Desde hace cinco años organizan este torneo «para devolverle al rugby algo de lo que nos ha dado». Juegan más de 600 chavales, se apuntan los marcadores, pero no hay puntos ni clasificaciones… Y el cierre, inmejorable: el ritual baño en la bahía

Los delegados y entrenadores reciben las explicaciones pertinentes y cada equipo se dirige a su campo para calentar. A las diez, minuto arriba minuto abajo, comienzan los partidos, de entre 8 y 10 minutos de duración cada uno, dependiendo de las edades.

La mañana transcurre con muy buen ambiente. Ensayos, placajes, enfados que duran un suspiro, sonrisas, algún susto que otro en forma de golpe… Se apuntan los marcadores, pero no hay puntos ni clasificaciones. Familiares y paseantes animan y disfrutan del espectáculo.

Pasado el mediodía suena por el último silbato. Los chavales y chavalas cumplen con el ritual baño en la bahía. Quizás el mejor momento de la jornada, el más esperado, sobre todo para quienes no viven cerca del mar. Zambullidas, gritos, empujones, aguadillas… y correr hacia los vestuarios para una ducha templada y ropa seca.

Queda el sagrado tercer tiempo, unos bocadillos, patatas fritas, refrescos. Tortilla de patatas y las inexcusables cervezas en las mesas de los mayores. Entre trago y mordisco, saludos a viejos conocidos, esos ‘qué es de tu vida’ y ‘la familia qué tal’. Va llegando la hora de recoger, algunos tienen unas horitas de viaje en autobús hasta regresar a casa. Y que no falten las promesas de que dentro de doce meses volveremos a vernos.