Nos dijeron que iban a venir 100.000 y nos lo creímos a pies juntillas. Bilbao iba a ser invadida por hordas de forasteros bebedores y aficionados al rugby, educados adoradores del balón oval que hablarían con acentos terribles. Y sí, vinieron.

Pero la verdadera fiesta de Bilbao la vivimos nosotros, los veteranos, los aficionados a ese rugby amateur y romántico de campos de barro y duchas de agua fría, de rectángulos de juego con postes de pacotilla y sinuosas líneas de cal que aprendimos las reglas con las voces de Celso Vázquez o Ramón Trecet. Supervivientes marcados por una pasión rara que, por una vez, no tuvimos que peregrinar a Saint Dennis o a Twickenham para ver el mejor rugby.

Nos reconocíamos de inmediato. Allí, en el Metro, asoman  los bienhumorados tiarrones del Club de Rugby La Vila con sus camisetas azules. Como nosotros, con sus canas, sus panzas,  sus ganas de pasarlo bien y la evidencia de estar formando parte de un momento irrepetible. «¿Este Metro va a San Mamés, no? Un tío con una camiseta de los Chiefs no va a engañarnos», lanzó uno. Nos examinamos de arriba abajo: esa forma de caminar, los cuellos gruesos como morrillos, las orejas de coliflor del más alto… Son como nosotros. Somos nosotros. Surge la complicidad espontánea de quienes comparten el mismo credo, las mismas fotos gastadas con los cuellos de las camisetas vueltos hacia arriba, los brazos cruzados sobre el pecho y las peludas patillas con forma de hacha cruzándoles la cara.

Tres aficionados posan para un montaje como primeras líneas de Racing 92.

Se ven hordas con camisetas grises de El Salvador de Valladolid, en perfecta formación de combate. Basurdes del Gernika RT, ordenados veteranos gualdinegros del Getxo, tipos emocionados con las camisetas negras del Ampo Ordizia y blanquiazules del Atlético San Sebastián, barbados y jaraneros chavales del Axarquía malagueño («¡Anarquía, anarquía!»), añejas camisetas del Cisneros y del Universitario, resaltando como amapolas en mitad de un campo de colza.

Fotos con los balones oficiales en los bares de García Rivero, cánticos junto a aficionados británicos y franceses («allons, enfants de la Patrieeee…!!!»). Y en la comida, una mesa completa de británicos comiendo txuleta y cantando, a los postres, el Swing Low Sweet Chariot acompañado de gestos, de una coreografía pueril y divertida para regocijo de un equipo entero de jóvenes de Zaragoza, Ellos atacaron, claro, con jotas y los nuestros con el Boga, boga…

Desde Vitoria, rivales ‘irreconciliables’ completan un autobús a Bilbao. Amarillo. Negro. Rojo. Nanín Babazgoitia, Andoni y Xabi Íñigo, Martín, Asteasu, Pedro, Sito… Todos tenemos un apodo. Entre la multitud, nos distinguimos por el olfato, como los tercios viejos. Los del Kirrinka RT llegan con pegatinas de su escudo, que reparten en las gradas de San Mamés.

Allí vemos más zamarras. Por lo general son portadas como corazas por aguerridos veteranos que parecen salidos del Batallón Sagrado de Aníbal, tipos maduros que cruzaron los Alpes a pie y se batieron con el cuchillo entre los dientes en Landare Toki, en el Pepe Rojo, en Fadura, en el Central de la Ciudad Universitaria… Todos alumbran una mirada fascinada, infantil, de regreso a aquellas otras tardes de sábado en que sintieron el veneno del oval.

Ya podrán contar (y lo harán, seguro, docenas de veces) que vieron el quiebro en que se rompió Pat Lambie, un gesto que cambió el devenir de la final de la Champions Cup; que asistieron a la insolente superioridad física de Nakarawa y al resbalón de Johnny Sexton en el pateo; que escucharon el chocar de los cuerpos musculados y ese juego de bolos en que parece haberse convertido el rugby del XXI.

Rugby adaptado en una de las atracciones de la Fan Zone en Bilbao.

Al salir con mi equipo, pude ver la cara alborozada del muchacho a quien el australiano Scott Fardy había regalado su casqueta azul. Tendría doce años y la llevaba puesta, empapada de sudor y agua. No puedo negar que le miré con envidia. Bienvenido a la secta, chaval…

Desde ese lunes siguiente a las finales, todos esos afortunados medio afónicos serán los encargados de expandir la afición entre los suyos. Intuyo que hoy nuestro deporte sigue siendo para una minoría, una afición de pago (no como en los democráticos tiempos de la 2). Si no perteneces a la banda, si tu padre, tu madre, tu tío o tu hermano no juegan o no han jugado, llegar a correr con un balón en las manos o patear a touche, seguirá siendo algo tan quijotesco como lo fue en nuestra época. Tal vez por eso, disfrutamos tanto aquel sábado en Bilbao. Esa tarde lluviosa tuvimos la evidencia de que no estamos solos. De que nunca estuvimos solos.

[Fotos: Manu Cecilio / Borja Agudo / El Correo].