El círculo virtuoso que transitan los All Blacks de Hansen llevó, durante el pasado Rugby Championship de 2017, a los archirrivales Bokke a despeñarse hacia uno de los pisos inferiores del escalonado infierno dantesco. Solamente una vez habían encajado 57 puntos ante los neozelandeses, pero en aquella ocasión, en Durban (8 de octubre de 2016) al menos anotaron algunos (15 a 57).

Marcador exceptuado, los números de los sudafricanos no fueron malos, mediada la primera parte. Posesión, sobre todo. Pero los All Blacks son precisos, expeditivos y brillantes. Sirva como muestra el ensayo logrado entre Barrett y Milner-Skudder: el paradigma de las habilidades propias de la mejor técnica personal y comprensión del juego, espacios y movimientos. Como probablemente lo vieron y el divulgador que firma no tiene especial interés en el detalle que preocupa al atento seguidor de la actualidad, no lo enfatizaré más. Ni quiero ahora hablar del dislate sudafricano que prima criterios extradeportivos para la formación de su escuadra. Acaso en aquel país el rugby sea tan importante y al tiempo tan marginal que no están los mejores.

El espectáculo de Albany no fue más que palmaria evidencia del efecto multiplicador de la aproximación neozelandesa al rugby profesional. No es que dos, tres o cuatro jugadores sean excepcionales. No. La norma es la excelencia y transitan cómodamente por ella. Comparación con aquel tiempo previo a 1995 no cabe. O sí, para ver que de deportes diferentes hablamos.

En 1994 estrenaban los Springboks flor de protea y apoyo casi unánime de la población de color. Mandela se había pronunciado y el reconcentrado Kitch Christie dirigía el equipo de verde y oro. Su bagaje era pobre, porque habían perdido comba con los demás grandes entre 1985 y 1991, los años de exclusión total. Los primeros test-matches con Inglaterra, Australia y la misma Nueva Zelanda se saldaron con previsibles derrotas, porque además el arbitraje no consentía las trapacerías luego legalizadas que habían desarrollado en aislamiento los africanos.

Se aproximaba la Copa del Mundo y los pupilos de Christie, Pienaar el primero, no mejoraban. En julio de 1994 nadie hubiera apostado por los Springboks. No tras la serie frente a los neozelandeses. 22 a 14 en La Casa del Dolor de Dunedin; 13 a 9 en Wellington y 18 a 18 en el recoleto Eden Park de la época. No parecen resultados abultados y sin embargo el dominio local fue abrumador. Incluso un push-over try recibió el poderoso paquete de delanteros africano, mediado el segundo test. Pero no los 57 puntos en contra, fruto de la inteligencia táctica y eficacia a que han llegado hoy sus sucesores.

Ninguna oportunidad ofrecida el sábado por los derrotados fue desaprovechada por los vencedores. Por contra, en 1994 de cada cinco oportunidades verdes, los negros solamente materializaban una. Grosso modo. Fue, además, aquella serie un compendio de curiosidades. No jugó Jonah Lomu, ya entre los All Blacks, porque no estaba maduro, decía su descubridor, John Hart. Había debutado un mes antes en la posición de ala cerrado y sufrido derrota a manos de los añorados franceses de juego alegre, expansivo y despreocupado (l’essai du bout du monde); las formaciones de los contendientes presentaban además detalles que llaman la atención: jugaron como medios los samoanos hermanos Bachop (de los que Stephen, el apertura, había de concluir su rugby vistiendo la zamarra de su país natal) y los maoríes hermanos Brooke (Zinzan ya se prodigaba con sus intentos de drop-goal). Deslucía el número 15 local Shane Howarth, zaguero que acabaría sus días con el País de Gales de 1999, protagonizando el escándalo de las inexistentes abuelas galesas. Con los Springboks formaba otro jugador que recibió caps de dos federaciones distintas: el capitán Tiaan Strauss, antes, claro, de unirse a la Australia de Eales en 1999. No era el único que había cambiado o iba a cambiar de fidelidad nacional: John Allan, suplente de Uli Schmidt y segundo talonador visitante, acumulaba a la fecha nueve entorchados escoceses.

Y la última, para no empachar: en días sin TMO ni grabaciones múltiples, el primera sudafricano Johann le Roux sorprendido y expulsado por morder uno de los apéndices cartilaginosos auriculares de Sean Fitzpatrick. No volvió a jugar. Eran, definitivamente, otros tiempos.