No sé si caben las comparaciones, pero en este caso han de hacerse. Y ya que por estas latitudes solamente las lecturas y las viejas grabaciones, a veces con realización tan defectuosa, nos han permitido conocer al personaje en su faceta deportiva, hemos de recurrir a la memoria, que nos lleva a su coetáneo irlandés Willie-John McBride. Eso nos debería bastar pues, siendo bien distinta su formación humana y deportiva (granjero el neozelandés, empleado de banca el irlandés), su complexión y juego era semejante. Ocasiones tuvieron para enfrentarse, además, para ventura de los que gustamos del juego feroz y oscuro de los agrupamientos a la antigua usanza. Lances subterráneos que se subliman, luego, en el gesto que cumple Pinetree cuando le entrega una caja de cervezas a Willie-John, su par, y a Dawes, el capitán, en el vestuario visitante tras victoria de los Lions triunfantes de 1971.
Si encarna las virtudes prístinas del neozelandés medio, como dice el primer ministro, no me toca dilucidarlo, pero sé que representaba las del rugbista que a mí me enseñaron, las que se graban a fuego en el ánimo del que pisa el espacio entre palos y palos y a las que debíamos adhesión incondicional. Incluso cerca del límite, cuando era necesario llegar a la frontera en una época sin TMO ni cámaras en dispositivos móviles. Tropelías -tomen el término como hipérbole- que no eran más que la justicia media consentida que dirimía desafueros entre rivales y que permanecía, para siempre, en el campo del honor. Como confesaría sin rubor el escocés que porta la marca indeleble de los tacos de Meads y que motivó en 1967 su expulsión de Murrayfield.
Las postales navideñas de felicitación entre ambos no dejan lugar a dudas acerca de la vigencia de un código más allá del de la entonces IRFB, hoy World Rugby. Código severo que, en su reverso, podía llevar al sacrificio físico como a la fecha ya no se conoce. Meads, sin alharacas, como el hombre cabal que era, podía dar testimonio de aquel test-match con los Springboks que terminó sin protesta alguna a pesar del antebrazo fracturado que no diagnosticó el médico local adscrito al partido. Dicen que su rápida recuperación se debió a un ungüento para reses que le proporcionó amigo propietario de granja colindante a la suya, pero convengamos en que si se ausentó solamente nueve semanas del terreno de juego debió de ser, más bien, por su amor al juego y probada voluntad de dar de sí mismo.
No quiero abundar en los detalles de su carrera, porque Sir Colin estaba ya más allá de la anécdota de uno u otro partido, de esta o aquella gira o de su labor como entrenador y miembro de la NZRU durante tanto tiempo. Había entrado, en vida, en la categoría que inauguraron los Originales, a la que tan pocos son llamados.