Willie John McBride es un tipo notable. Ya en sus setenta largos. Norirlandés. Del condado de Antrim. Curtido en la granja familiar en su juventud. Llegó tarde al rugby, con 17 años, porque aquellas labores no le permitían la frivolidad del ocio. Nunca imaginó, al ejecutar el primer pase con el raro balón, en Ballymena, que llegaría a ser el capitán de Irlanda. Nunca vislumbró que los Invencibles, los Lions de 1974, iban a ser su responsabilidad allí donde más duele y que los convertiría, junto con su paisano Syd Millar, el entrenador de la gira, en uno de los mitos de la secta oval.

Hacía falta un personaje como McBride para lo que se avecinaba. Tenía experiencia. Había sido ya seleccionado con Irlanda para el V Naciones de 1962 y ese mismo año con los Lions, tan solo cuatro después de su debut con Ballymena. Había sufrido ocho derrotas en otros tantos test-matches en Nueva Zelanda y Sudáfrica y en 1971 se excluyó de la gira, pensando en su carrera profesional en un banco. Estaba cansado de sufrir derrotas, decía. No sabía que Carwyn James, el pensador galés, le iba a convencer: «yo no pienso perder». Eso bastó, y tal frase, cuando adquirió certeza, hizo al irlandés líder del pack de 1971 y capitán en 1974. James, de nuevo, en la génesis de 1974, pues Millar asumía ya pautas de entrenamiento que James predicó.

 

Por más que la aproximación a una y otra gira fuera tan diferente: adaptación y flexibilidad en 1971, agresión en 1974. Orquesta de cámara galesa (con algún concertino invitado como Mike Gibson) en 1971 y ejército acorazado en 1974. Lo que procedía para cada lugar. No era posible afrontar de otra manera la gira de ese año si pretendían los expedicionarios mantener la vitola de campeones que ganaron en Nueva Zelanda. Tan simple como dejar sin armas a los feroces Springboks. Si contenían los furiosos embates de la tropa de Hannes Marais podrían servirse de Edwards, Gibson, McGeechan, Milliken, Bennett, JPR o JJ Williams. Especulaciones, sin embargo, porque la premisa del viaje a Sudáfrica pendía sobre la gira. En el frente británico los laboristas se opusieron tenazmente, igual que parte de la prensa y aficionados. Manifestaciones numerosas, protestas y descartes de jugadores, como el galés John Taylor, no auguraban nada bueno, cuando la tropa que va al frente precisa de unidad en retaguardia. Inestabilidad política en alguno de los destinos: en la futura Zimbabwe, Rhodesia entonces, Ian Smith proclamaba la independencia, sin saber que el guerrillero Mugabe, aún en el poder como decrépito tirano, iba a barrer del mapa a la sociedad postcolonial que a imagen y semejanza de la metrópoli quería el incauto.

Rhodesia dejó de ser destino de los Lions desde entonces. Sucesos, en fin, que hicieron a McBride tomar las riendas de la expedición bien pronto, tras el juramento de vasallaje que le hicieran conjuntamente todos los convocados cuando fueron requeridos para retirarse si mostraban un solo ápice de duda. Nadie lo hizo y acaso, sobre la británica moqueta que seguro cubría el suelo del hotel, forjaron una hermandad casi digna de los happy few shakespearianos.

No habré sido el primero en usar metáfora bélica, va de suyo. Pero nunca tan justificada como aquí. Los bóers, y los Springboks de 1974 eran esencialmente un equipo del interior, de descendientes de trekkers que se planteaban su rugby como cuestión de supervivencia nacional, con esa seriedad y ceño propio de los adeptos de Calvino que llevado al terreno de juego y con toneladas de bueyes convertidas en fibra y julios no podía conducir más que a un juego, digamos, unívoco: intimidar, embestir y ya se verá. Que los visitantes, esos tipos presumidos venidos de una metrópoli decadente, ganaran a Transvaal Occidental entraba dentro de lo probable, pero el 59 a 13 fue preocupante. Que despacharan al África Sudoccidental en Windhoek (la actual Namibia), era el habitual regalo para conformar a los turistas; pero que cayera también sin ambages Eastern Province, capitaneada por Hannes Marais (28 a 14) era ya alarmante. Y eso que allí se habían empleado a fondo los bulldozers del veldt.

Tanto que fue ese día, en Port Elizabeth, cuando Willie John conjuró a todo felino bajo su mando para impedir que los locales superaran de nuevo los límites de lo tolerable que, convendrán conmigo, en aquellos días superaban con creces la contención a que hoy nos obligan útiles de grabación ubicuos. Allí se presume que nació el toque de zafarrancho que fue el «call 99», incluso para Bennett, el más escéptico. Rasgo de su carácter cultivado en paralelo a su contrapié, que le alejaba simultáneamente del contacto y de sus incomodidades. Nadie era tan elusivo entre los demás, ni tan siquiera JJ Williams o el compatriota al que hizo perder el apellido, JPR, significado desde entonces por aquella carrera fulgurante, apenas unos segundos, para hacer honor a su parte del pacto. Como su posición le mantenía lejos de la refriega su concurrencia fue más vistosa.

 

Eligió, además, al gigantón Moaner van Heerden como víctima de su castigo, en buena medida ejecutor de las fechorías que motivaron la planeada represalia. Fue, eso sí, el que cumplió de manera más heterodoxa: no pudo elegir al Springbok más cercano, sino probablemente al que quedaba sin vengador. Sin que prejuzguemos si fue algo premeditado, improvisado o qué parte es leyenda decantada con los años y la reiteración del mito. Los hechos, por contra, constan grabados durante el tercer test, aquel en que los pupilos del Dr. Craven se habían prometido enderezar las derrotas de Ciudad del Cabo (12 a 3) y de Pretoria (28 a 9). Sin éxito, pues ya no tenían armas, y situar a un tercera centro (Gerrie Sonnenkus) como medio de melé no era más que reconocer que les habían ganado en su propio terreno. Tal fue el dominio visitante en delantera que los tres cuartos de las cuatro naciones jugaron a placer: JJ se lució con dos ensayos elaborados exquisitamente por Bennett y compañía.

Todo ello, además, en Port Elizabeth, y con saludo especial para los entregados espectadores negros, indios y mulatos, segregados en una grada de fondo, que jalearon sin descanso a los vencedores. Mandela penaba en Robben Island y el aborrecimiento por los Springboks era común entre los discriminados. Solamente en dos partidos de la gira contaron los europeos con esa facción local en su contra: el día 4 de junio se enfrentaron a los Proteas de un jovencísimo Errol Tobias. Sin mala fe esta vez, por exceso de celo, también fue un partido durísimo. Conscientes de su inferioridad pero exultantes por la oportunidad, sometieron a duro castigo físico a los Lions, vencedores al fin (37 a 6), empleándose sin contemplaciones contra el planteamiento suicida de los coloured. Memorables los uppercuts del primera de Coventry Fran Cotton en los laterales, plausiblemente única forma de hacer hueco a sus saltadores. Luego, satisfacción compartida, fotos y abrazos con los visitantes en el vestuario local. La otra ocasión, de menor repercusión por ser apadrinados por la SARU, el 9 de julio ante los Leopards, conjunto solamente «bantú» conforme a la terminología racista del régimen de Pretoria.

Johannesburgo, dos semanas después, debía ser un aquelarre bóer para vindicar esencias primigenias supuestamente mancilladas. Y no. No pudieron. Debieron perder incluso, pero a Fergus Slattery le negó la marca final Max Basie, el ref local que ofició, pusilánime y temeroso de extrañamiento en enclave zulú, que evitó decretando el final (13 a 13) tras esa jugada y como compensación de la marca que regaló a Utley en la primera mitad.

Invictos, undefeated en su lengua, que no es sinónimo exacto del sustantivo español, matiz que elude la contundencia del nuestro y revela alivio, conjeturo. Recibimiento multitudinario, en Londres, olvidadas por el común las reticencias políticas, las objeciones de conciencia, al son de los ditirambos del esperpéntico ministro de Deportes, Mr. Howell, contrario a la gira en mayo y maestro de ceremonias en la recepción de bienvenida en agosto. Algo coherente con el laborismo de Wilson y Lord Callaghan, que le convirtieron sucesivamente en comisionado especial de la Sequía, de la Lluvia, de las Inundaciones en 1976 y de la Nieve en 1979. Especies que a los continentales no versados en Woodehouse probablemente se les escapan. Algo, por demás, que no tiene cabida aquí.