Para visitar el Cabbage Patch, la mejor excusa es sin duda el rugby. Campo de repollos es el nombre de un pintoresco pub-restaurante próximo a cierto estadio en las afueras de Londres… y también el de los terrenos comprados a principios del siglo XIX por William Williams, y en los que se levantaría eso que hoy conocemos como la Catedral del Rugby. Con el silbido de la tetera de fondo y los scones ya sobre la mesa, nuestro destino de hoy sólo puede ser uno: Twickenham. Aunque, como decimos, es el rugby el protagonista absoluto de este lugar, algunos actores secundarios también merecen una distinción. Se han dado allí grandísimos conciertos, por ejemplo. Uno de los más sonados en los últimos años fue el de U2 en 2017, cuyo repertorio iniciaron con su Sunday bloody Sunday. Toda una declaración de intenciones. Si leyó en su día En el nombre del rugby  ya sabe usted por dónde van los tiros. Twickenham también alberga en su interior el World Rugby Museum, donde el visitante encontrará tesoros de la historia del oval sin parangón. Pero, aunque este sea el motivo menos conocido de los mencionados, hoy vamos a visitar el estadio cual si de una pinacoteca se tratase. Sí, ha leído usted bien: vamos a Twickenham para ver un cuadro. No se vaya aún, sea paciente.

En una de las paredes de la tribuna oeste del estadio se encuentra colgado The Roses Match, la obra de arte que encabeza estas líneas. A primera vista puede parecer una escena sin más de un partido de rugby. Pero una vez le expliquemos -cual Alejandro Vergara, jefe de conservación del Museo del Prado, ante un cuadro de Clara Peeters- quiénes son todos y cada uno de los personajes que componen esta obra, entenderá que nos hallamos ante la representación pictórica de lo que se conoce como El gran cisma del rugby.

La escena muestra la final del County Championship que disputaron Lancashire y Yorkshire el 25 de noviembre de 1893 en Bradford. No es casual que los escudos de las equipaciones de ambos conjuntos sean dos rosas: una roja y otra blanca. De aquel juego de tronos que se produjo en Inglaterra entre las casas de York (rosa blanca) y Lancaster (rosa roja), surgió el escudo que actualmente porta en su pecho el XV de Inglaterra. Como tampoco es coincidencia que el autor de esta obra, otro William, de apellido Barnes Wollen, sea uno de los pintores de tema bélico más reputados de Inglaterra. De su paleta salieron un par de cuadros sobre rugby y bastantes más sobre conflictos bélicos, ya que fue enviado a Sudáfrica para ilustrar la batalla de los Boers, en la que el Imperio británico luchaba contra los colonos de origen neerlandés por los territorios (vaya novedad) y por su tesoro más valioso: el descubrimiento del oro de Transvaal.

En una de las paredes de la tribuna oeste del estadio se encuentra colgado ‘The Roses Match’: parece una escena más dedicada al juego oval, pero es en realidad la representación pictórica de ‘El gran cisma del rugby’

Entremos ya en profundidad a este misterioso cuadro como si se tratara de un caso para Sherlock Holmes (también relacionado con el pintor, ya lo explicaremos más adelante). La obra muestra un momento de trepidante acción entre los dos equipos, con el público al fondo y rostros conocidos del establishment oval en la grada y en el campo de juego. Pero no es tanto la pintura en sí lo que nos importa, si no el caso del jugador fantasma. En algún momento se empezó a rumorear que un jugador de Yorkshire había sido eliminado del cuadro, al estilo del damnatio memoriae u olvido de la memoria (la condena que sufrían los emperadores romanos al ver borrado su nombre de las esculturas). Su desaparición se debería a un motivo: haber aceptado dinero por jugar en aquellos tiempos en que el rugby se consideraba un deporte absolutamente amateur, para cuya práctica, en cualquier caso, se debía pagar por tener el honor de jugar y no al contrario.

Fue durante la expansión fuera de las tierras de la Reina cuando los jugadores, en su mayoría trabajadores de la creciente industria, necesitaban sus salarios íntegros para subsistir. Las jornadas de trabajo, de hasta seis días a la semana, en la mayoría de los casos no eran compatibles con la práctica de este deporte. A algunos de aquellos jugadores, fundamentalmente en razón de su calidad deportiva, se les obsequiaba cada encuentro con la cantidad correspondiente a la jornada laboral que se perdían en los campos de las dos haches: unos seis chelines. Pero la RFU tenía absolutamente prohibida esa práctica.

Barnes Wollen pintó su cuadro en el año 1895, y fue expuesto en la Royal Academy un año después. Tras pasar por sendas muestras en Leeds y Bradford, desapareció durante unos 60 años. Hasta que los miembros de un club de Otley lo localizaron en una tienda de segunda mano en Grey Street, Newcastle, allá por 1957, y lo adquirieron para exhibirlo en su club. En 1959 lo cedieron a la RFU, donde hubo que hacerle una restauración urgente debido a su estado, casi como a JPR Williams en aquel partido contra los All Blacks del año 78. Fue durante ese trabajo cuando se reveló lo que el autor había querido esconder durante casi 70 años: apareció un personaje que hasta ese momento había permanecido oculto. El jugador fantasma.

Y a partir de ahí nacieron las diversas teorías sobre la praxis de Burnes, quien se había permitido claras licencias artísticas en la obra, al retratar a personajes con cierto renombre entre los equipos y en la grada. Algunos de ellos ni siquiera habían disputado el encuentro: como T. H. Dobson, que aparece a la derecha de la escena, muy próximo a la línea; o el caso más claro: el caballero del silbato.

En el cuadro se ven hasta 15 jugadores, un juez de línea y al fondo, arbitrando el encuentro, contemplarán a Sir George Rowland Hill: administrador, colegiado, secretario y presidente de la RFU. Gran crítico del profesionalismo en el rugby, se negó aceptar las compensaciones por jugar. Incluso cuando los clubes del norte amenazaron con separarse de la RFU, Hill y su sindicato se negaron a capitular. Es muy probable que Barnes le incluyera representado como fiel salvaguarda de las normas establecidas en el Juego de la Rosa. Si observan la caricatura de la revista Vanity Fair más arriba, es notable su exacto parecido a la figura del cuadro. Aquella revista publicaba entonces contenido social, literario y político, y en ella encontraron gran éxito estos retratos de la flor y nata de la sociedad británica. El entonces editor y propietario de la revista, Thomas Gibson, las definió como «caras sombrías hechas más sombrías, figuras grotescas hechas más grotescas, y personas aburridas hechas más aburridas”. La de Rowland Hill fue publicada dos años antes de que Barnes Wollen pintara el cuadro. Aún es más singular que el colegiado de aquel partido no hubiera sido en realidad Sir George, si no el irlandés R. G. Warren.

Sigamos con el repaso de los personajes. En primer plano vemos a Alf Barraclough, en el momento de ser placado y pasar el oval a Jack Toothill. Es ciertamente curioso que Barraclough fuese el capitán del Manningham (actualmente el Bradford City), y que convirtiese a su club en el primer campeón de aquella novísima competición llamada Northern Rugby Football Union, nacida por escisión y en la que actuaban jugadores que defendían su derecho a jugar al rugby y a tener una vida laboral dentro del mismo.

 

Al respecto de Toothill hay mucha tela que cortar. Fue el primer jugador que jugó 50 veces para el condado de Yorkshire. Y el reverendo Marshall, del que les daremos cuenta más adelante, escribió de él en Football – the Rugby game que Toothill era “un delantero del tipo antiguo, que había jugado como centro en el Bradford, y como primera línea del Yorkshire. Un jugador decidido, sin asperezas indebidas y capacidad de trabajo duro, Toothill es un gran espécimen como delantero del Yorkshire y ha hecho un gran servicio a Inglaterra». Incluso habiendo recibido todos estos halagos, Toothill fue un firme defensor del profesionalismo en el rugby, aunque no a tiempo completo. Lo explicaba así en una entrevista que le hicieron para el diario Clarion en 1892: «No estoy de acuerdo con el profesionalismo al por mayor. Pero si un hombre trabajador pierde tiempo libre de su trabajo para jugar, ya sea en partidos internacionales, de condado o de clubes, creo que deberían pagarle. Los jugadores que trabajan seis días a la semana y tienen que perder tiempo de su jornada para disputar los partidos no obtienen ninguna compensación. Eso creo que es injusto».

Desde mediados del siglo XIX los caballeros de la clase media británica, en su mayoría alumnos de las public schools, defendían fervientemente que el rugby se concibió como deporte amateur, en el que aquellos lores fuera del campo de juego se convertían en auténticos truhanes dentro del mismo. Y por supuesto se tenía el honor de pagar elevadas cuotas de socio en los clubes por su práctica. Cualquier insinuación de cobrar por jugar al rugby les resultaba una idea muy cercana a la prostitución. Huelga decir que en los estatutos de estos clubes no figuraba ni remotamente la idea de extender la práctica del rugby football a las  clases trabajadoras, a las que se les había cedido el honor de aficionarse a las carreras de conejos, entre otras lides.

Tras desaparecer durante 60 años, el cuadro se recuperó por casualidad y fue con su restauración cuando se empezó a hablar de que Barnes Wollen había ‘eliminado’ a uno de los protagonistas

Decía Lope: “Quien lo probó lo sabe”. Y eso fue exactamente lo que les pasó a aquellos trabajadores que residían en las regiones de Lancashire y Yorkshire, al norte de Inglaterra: que probaron el rugby. Y tal fue el éxito de aquellos partidos que las parroquias anglicanas y católicas lo fomentaron, y de qué manera, defendiendo que su práctica favorecía las virtudes teologales. Aquellos trabajadores crearon clubes que representaban a las ciudades y que despertaron el sentido de orgullo local que ha llegado hasta nuestros días. Empezaron los viajes de las aficiones para acompañar a su club en los partidos y los jugadores, que ganaban poco a poco popularidad, empezaron a ser agasajados con regalos y, en algunas ocasiones, con dinero. Y más tarde contratados encubiertamente en las empresas de las ciudades de los clubes que se interesaban por ellos.

La persecución inquisitorial de la RFU no tardó en llegar. Su lema: “Combatir la muy temida y detestada figura del jugador de rugby profesional; el hombre juega por amor al juego y por honor, no por dinero”. Y al frente de ella el Torquemada inglés, el reverendo Frank Marshall. En una de las reuniones que tuvo con los representantes de los clubes del norte les preguntó: “¿Quieren realmente ser profesionales para que puedan ser comprados y vendidos cual ganado? Miren, ustedes son trabajadores que han sido creados por la Providencia para trabajar. El juego y el ocio está únicamente reservado para los caballeros”.

Incluso se publicó una caricatura con un diálogo entre el encantador reverendo y el jugador James Miller, fiel defensor del profesionalismo, con un intercambio entre ambos que no tiene desperdicio.

Marshall – “Anda y vete, chico travieso, que yo no juego con niños que no se pueden permitir tomarse unas vacaciones para jugar al rugby el día que quieran”.

Miller – “Claro que no juegas. Dedicas todo tu esfuerzo a que ningún muchacho cuyo padre no sea millonario pueda jugar en un equipo realmente bueno. Los hombres que trabajan tienen el mismo derecho a jugar que vosotros, sin que les cueste dinero”.

Así que ambos trenes, el del rugby amateur y el que abogaba por el profesionalismo, recorrían a toda máquina la misma vía en sentidos contrarios. El choque se produjo en Huddersfield, el jueves 29 de agosto de 1895. En el Hotel George, hasta 22 de los clubes del norte de Inglaterra se reunieron y fundaron la Northern Rugby Football Union, que 27 años más tarde sería renombrada como Rugby Football League. Ésta concedía a los jugadores el derecho a cobrar una retribución de seis chelines por día perdido de salario. A los quince años de esa primera reunión en Huddersfield, más de 200 clubes de la RFU se habían ido para unirse a la revolución del rugby. Esta escisión, que nació de una reivindicación salarial, provocó una serie de reformas de las encorsetadas normas de juego inglesas, un par de años después de su fundación, y posteriormente otras en 1906, para conseguir un juego más fluido y emocionante. Y finalmente se convirtió en un deporte por derecho propio, en lugar del apéndice purulento que la RFU hubiese deseado extirpar. Pero no fue fácil el camino.

El escándalo más sonado fue sin lugar a duda el de Arthur Gould. De padre inglés emigrado a Gales, Gould destacó en el rugby junto a dos de sus cinco hermanos. Considerado como el mejor jugador del siglo XIX por su valía como defensa, su rapidez y su habilidad ambidiestra a la hora del pateo, fue convocado con poco más de 20 años por el XV del Dragón. Es curioso cómo su carrera deportiva como internacional se inició y finalizó contra el XV de la Rosa, con dos resultados completamente diferentes. La historia tiene miga. Durante su juventud Gould trabajaba como contratista junto a uno de sus hermanos. Sus numerosos viajes de trabajo le impedían jugar en un único club. Así que llegó a alternar hasta cinco, además del club que le vio nacer deportivamente y que no era otro que el Newport. Pero sus escarceos con diferentes camisetas no le impedían mantener un sólido romance con su selección, con la que jugó 27 partidos como internacional, de ellos 18 a título de capitán. Su récord no fue igualado hasta cien años después.

Bajo su capitanía, Gales se hizo con el torneo de las Home Nations y la Triple Corona en 1893. Aquel apoteósico partido contra Inglaterra, con un campo encharcado que no llegó a congelarse gracias a los 500 braseros que se dispusieron la noche anterior en Arms Park, hicieron aún más épica la victoria. Los galeses ganaron con un golpe de castigo pateado con mucho acierto en los últimos instantes del encuentro, y Gould salió aclamado por el público y acompañado al hotel entre vítores de la afición. Tres años más tarde anunciaría su retirada, aunque todavía se le reclamó en el año 97 para disputar su último campeonato. La despedida no pudo ser más dulce, con un sólido 11-0 contra Inglaterra.

En reconocimiento a su espectacular carrera deportiva, el ingeniero naval galés W. J. Orders propuso realizar una colecta, con un único chelín de salida, para comprar una casa a Gould. La abrumadora respuesta del público, que adoraba a Monkey (así le apodaban), no se hizo esperar y en unas semanas se habían recaudado cientos de libras. Mientras, la RFU olfateaba cual sabueso buscando trufas el profesionalismo de la Welsh Football Union, que para mas inri aportó a la causa 1.000 chelines. Tal trifulca se montó que, ante las amenazas de la RFU, la federación galesa se vio contra la pared, obligada a retirar su aportación para la compra de la casa.

Hubo muchos Goulds, Barracloughs y Toothills en la historia del rugby y en el cuadro de Barnes. Si hubiese tenido que borrar a todos los que aceptaron dinero por jugar, el bello campo de rugby retratado habría quedado vacío

En el otro extremo se situó, claro, la afición galesa, que apretaba con la espada y que obligó a sus rectores a dar un puñetazo sobre la mesa, retirarse de la competición internacional y restituir el herido orgullo de su rugbier más querido celebrando un gran banquete en el que presidente de la WFU, Sir John Llewellyn, le entregó a Gould la escritura de propiedad de la casa. Finalmente, las aguas regresaron a su cauce y Gales volvió a participar en competiciones internacionales. ¿Y Gould? Bueno… no se le permitió volver a jugar al rugby, pero siguió ligado al deporte, primero como árbitro primero y posteriormente como seleccionador galés. Y desde luego quedó para siempre en el recuerdo de los galeses y de los aficionados al rugby. Thornbury, el nombre de la famosa casa de la discordia, luce con orgullo una placa en su fachada que recuerda que el inmueble fue un regalo que su afición le hizo por ser, como se puede leer literalmente en ella, «la primera superestrella del rugby».

Hubo muchos Goulds, Barracloughs y Toothills en la historia del rugby en general y en el cuadro de Barnes en particular. De hecho, si hubiese tenido que borrar a todos los que aceptaron dinero por jugar, como se dice que ocurrió con el jugador fantasma, el bello campo de rugby retratado habría quedado prácticamente vacío, con el ilustre señor Rowland Hill y la H como majestuoso telón de fondo. Por lo que el misterioso caso del jugador fantasma, alrededor del cual existen varias teorías y ninguna certeza, no ha sido más que una inocente excusa para contarles esta apasionante historia de luchas fratricidas, en las que se vieron inmersos fuera y dentro de los campos aquellos caballeros.

Tras este cuadro ya no saldrían mas escenas de rugby del pincel de Barnes Wollen. El artista partió hacia la guerra de los Boers, donde coincidió con un escritor con el que colaboró en algunas publicaciones, contando la historia de un brigadier de nombre Gerard. El escritor se llamaba Arthur… y años más tarde se hizo mundialmente conocido por relatar las aventuras de un detective inglés. Y con una de las frases del personaje de Conan Doyle concluiremos, a modo de reflexión: «Es un error teorizar antes de poseer datos; insensiblemente, uno comienza a deformar hechos para hacerlos encajar en las teorías, en lugar de encajar las teorías en los hechos».

Elemental, querido lector.