Todo jugador de rugby se ha visto alguna vez en alguna situación parecida a las que les voy a contar. En la primera de ellas, estás comprando junto a tu bella prometida unos soconuscos en La Duquesita, se abre la puerta y entran 90 kilos de músculos empaquetados en la forma del apuesto apertura del equipo en el que llevas jugando 15 años. Te saluda efusivamente y no te queda más remedio que presentárselo a la que pronto será tu ex novia y su futura señora; te vuelves y dices: «Cari, éste es…», y te das cuenta de que aunque te maten no tienes ni puñetera idea de cómo se llama el fulano en la vida civil. Así que, alimentando la curiosidad de la dama y sellando tu destino y el de ellos, terminas la frase y dices… «Trípode».

Del mismo modo, cuando algún extraño se entera de tu noble pasión por el oval, asumiendo que los practicantes somos menos aún de los que somos, recuerda que un primo suyo jugó en el Colegio Mayor cuando era joven y te pregunta: «¿Juegas al rugby? ¿Conoces a mi primo José Luis Gónzalez de la Farfolla y Benavente? También juega». Naturalmente, tú ignoras de quien coño te están hablando, aunque has estado abrazado a él en la segunda línea más veces que con tu mujer, te has duchado con él en infinitos vestuarios, le has salvado la vida en quince ocasiones por su propensión a largar el brazo en los rucks, y le has llamado toda la vida Zurraspas.

A estas alturas ya habrán adivinado que la pieza de hoy versa sobre la costumbre general de renombrar a los jugadores de rugby, olvidando los nombres que sus progenitores soñaran para ellos. No es un uso únicamente rugbístico, y ha dado lugar a sesudos estudios que nos ilustran sobre las características de los apodos, elogian su función y nos proporcionan sus parámetros de uso (por lo menos en La Rioja). Los hay de orígenes varios, de diversas intenciones y con distintos caracteres.

Los periodistas acostumbran a poner sobrenombres bienintencionados… pero carecen de originalidad y picante: los mejores son los que surgen del corazón de esos ‘hijuesputa’ que son tus compañeros

Naturalmente, y como buenos vástagos de Victoria Regina que somos, los mejores son los que surgen del corazón de esos hijuesputa que son tus compañeros de equipo. Los sectarios de Ellis graciosos están esperando a que te equivoques una vez, para inmortalizar el error y/o para que el defecto físico que más te tortura sea público y notorio. Cabezones, tartamudos, catalanes en Madrid, pelirrojos, gordos, delgados, madrileños en Cataluña, leperos en todos lados, guapos, calvos, listos, sobrios o bebedores, tontos, morenos, rubios… Nadie está a salvo.

Me dirán Uds. que no todos somos así, que hay sobrenombres bienintencionados, que celebran las cualidades de los jugadores y reconocen sus habilidades. Pero esos son cosas de periodistas y por ello carecen de originalidad y picante. Por eso, al señor del vídeo le llaman el Príncipe de los Centros, que la verdad mola, pero lo cierto es que se lo llaman a todo el mundo: al galés, al australiano del league, y si sigo investigando seguro que a mí también me lo han llamado en alguna hoja parroquial. Es una cosa como lo del calvo enamorado de Antena 3 queriendo que a Fernando Alonso le llamaran Magic. Y así no funciona: por ejemplo el gran John Eales ha confesado que ningún compañero de equipo le ha llamado nunca Nadie, y eso que es un apodo brutal, casi homérico. (El que no sepa por qué y sienta curiosidad, que pinche en los enlaces).

Lo cierto es que si en un equipo te llaman Máquina, con total seguridad detrás hay una historia de humillación pública que nunca se olvidará: ningún rugbier en su cabales va a alabar las cualidades de un compañero. Probablemente Chabal y Mtwarira les encargaron los suyos a su publicista, y en el caso de la Bestia no dejo de percibir un cierto tonito de cachondeo en el estadio, cada vez que la toca.

La universal práctica no tiene siempre el origen vil del afecto de tus compañeros de equipo; otras veces basta que un macho alfa del club tenga dificultades lingüísticas para que seas renombrado. Por ejemplo, un conocido fotógrafo y gran zaguero vive una parte de su vida como el compositor de la Tetralogía de los Nibelungos, porque su entrenador no podía ni recordar su nombre ni pronunciar correctamente el inglés.

En otras ocasiones, te lo traes puesto de casa sin saberlo. Apareces un día cualquiera de la década de los ochenta con tu bolsa de deportes en una cancha y te presentas a los bárbaros que allí se encuentran. Tu familia es de origen valenciano y, con una falta de previsión manifiesta, te cristianaron como Joaquín, y cometes la imprudencia de presentarte con el hipocorístico por el que te conocen tus allegados y amigos. La manada centralista, primero incrédula y luego regocijada, te adopta sobre la marcha intuyendo que la inconsciencia que demuestras promete cualidades a primera vista ocultas, y que quizá algún día puedas convertirte en un ejemplar aprovechable de la raza humana.

A Mtwararira su apodo The Beast se lo debió poner su publicista…

Y así tu mundo se llena de Chupaos, Yoguis, Jesuitas, Ufos, Repipis, Mods, Montados de Lomo, Osos, Killers, Búfalos, Rapaces y Cabreros. Juegas con Jotas, Pipis, Placajes, Claveles, Psychokillers, Zipis, Zapes y Motivaos. Bebes con Monitores, Polacos, Frigoríficos, Lupas, Wistroles, Negros y Gordos (¡incomprensible éste último!). No te salva ni la edad, juegan en un equipo de veteranos y se pueden convertir en Hienas, Schiattinos, Tortugos o Naranjitos cuando en casa ya les llaman abuelo.

Sepan que nadie olvidará nunca el día que saliste del campo, con tu número dos a la espalda, contando el contrapié que le habías hecho al tercera contrario o el día en que creíste que una camisa de lunares te convertiría en un icono de la moda. ¡Y ay de ti si te quejas! No tienes más que demostrar la más mínima incomodidad para que el bautizo se oficialice y nunca más oigas el nombre que tus padres te dieron. Tampoco es que importe, si lo toleras también te quedas el nombrecito. Aún peor es que el cariño los degrada, y lo que terminaba en una rotunda -o termina en un -ito demoledor. No es lo mismo ser Muslos que ser Muslitos.

En este deporte de sádicos que aceptan el dolor propio para poder infligir legalmente daños a los demás, el apodo no es más que otra forma de probar el carácter del recién llegado, como el placaje inmolatorio al pilier contrario

Como el kiosco presume de erudición rugbística internacional, y para que vean que aunque no corremos tanto, pasamos peor y no entendemos el juego, somos iguales que los buenos, les dejo aquí unos cuantos motes de jugadores internacionales (maravilloso el de Christian Cullen), algunos más con fotografías incluidas (y la alegría de saber que a ÉL le llaman Guille Caraculo), los de los escoceses… Y, por último, los del Río de la Plata. Olvídense de la espantosa manía por la finalización vocálica que nos ha dado Wilko y Jonno, y disfruten del craic, que bautizó a 36.

En este deporte de sádicos que aceptan el dolor propio para poder infligir legalmente daños a los demás, el apodo no es más que otra forma de probar el carácter del recién llegado. Es el equivalente psicológico del placaje inmolatorio al pilier contrario, el agua que templa la hoja o la rompe. Y esto en más de un sentido. Si miran Uds. la foto convendrán conmigo que hay que ser Alan Quinlan, y tener mucho valor, para llamar a este señor otra cosa distinta de Mr. O’ Connell.

POC, un hombre temible desde cualquier punto de vista.

También les recomiendo que sólo utilicen los apodos de aquellos con quien hayan jugado: no caigan en la tentación de tirarse el pisto en rugby dejando caer al azar los apodos que hayan oído. Sepan que para los «renacidos» nuestro nombre es un motivo de orgullo, un recordatorio de horas y horas de risas, de golpes, de victorias alegres y de amargas derrotas, un micro-relato de nuestras vidas en la hierba y, por eso, hay que ganarse el derecho a usarlo.

Y les juro que olvidar esa regla les puede costar la vida, como descubrí en las escaleras de Va Bene, hace más años de los que me gusta recordar, al llamar a un delantero de la fabulosa generación masónica de Ramón Blanco por su apodo, que estaba reservado únicamente a quienes habían jugado con él. Se volvió con el brazo armado y la mirada asesina, dispuesto a arrancarme la cabeza. Sólo me salvó que habíamos compartido media temporada en el equipo de nuestra mutua universidad y el breve claro que se levantó en la bruma alcohólica que rodeaba su cerebro le permitió reconocerme.

Así que no tomen los motes en vano, nunca llamen a Wilkinson, Wilko, recíbanlos con orgullo, o por lo menos con paciencia, y ¡por Dios, no se dirijan nunca a un juez español como Montadito de Lomo!