La preocupación me embarga. Supe que no hubo terceros tiempos durante la Copa del Mundo. Que muchos clubes profesionales los obvian en algunos momentos de su competición. Lo confesaba Sergio Parisse, con motivo de la última competición global,  y como no estuvimos presentes cuando lo dijo no sabemos si su cara adoptó el rubicundo tono que merecería tamaña afirmación. ¡No hay terceros tiempos en la Copa del Mundo! Tengo para mí que es una competición bastarda, pero de ahí a estotro va un universo.

Ya sé que algunos terceros tiempos italianos vieron a Castrito intentar poner firme al cavernícola de diseño Chabal, pero es que nadie dijo que todo hubieran de ser cortesías y reverencias. Además con éstas hay que tener cuidado, que tras la decimonovena (cerveza) puede dar uno con los huesos en el suelo.

En fin. Declaro mi consternación; manifiesto mi indignación y me rasgo las vestiduras. ¿Por qué privar a los Teros de una buena noche de confraternización con los Springboks? Las exigencias deportivas, se me dirá. Claro, claro, los nutricionistas,  fisios, entrenadores defensivos de la zona del ala cerrado que proponen sesión de vídeo mañanera. Esclavitud al servicio de intereses espurios: los del negocio. Que sí, que ya sé que el negocio me (nos) permite ver mucho más rugby que hace veinte años. Es verdad, pero, como decía el filósofo, «no es esto, no es esto».

No voy a descubrir a los adeptos las virtudes del tercer tiempo. Lejos de mí tal presunción. Todos hemos participado en un sin fin de ellos y hemos bebido, reído y disfrutado hasta el desfallecimiento (del barman y de la noche, incluso de ese estrambótico y bendito segundo centro que no bebe y va depositando a los que puede a salvo de percances). A los ajenos tampoco les voy a descubrir los arcanos de un cierto culto a Baco.

Si alguna vez asistieron a uno, sabrán de que hablo, siempre que hubieran tenido la precaución de informarse, que recuerdo uno memorable en que los bandejazos en la testa de cada jugador de los clubes contendientes (sana tradición, habida cuenta de que el azafate era de sólido metal) motivaron una estampida de los presentes extraños a la partida. En descargo de los que huían diré que no nos encontrábamos en nuestro medio natural, puesto que la madrugada se agotaba y habíamos ido a dar con toda la tropa en un garito donde se bailaba. Y en nuestro descargo diré que sin la sucesión de golpes no se grababa la bandeja con el resultado anual del tradicional partido de fin de temporada.

Sin embargo, incidentes, destilados y agentes de la autoridad incluidos, el tercer tiempo es tradición insoslayable. ¿Cómo si no podría contarse entre risotadas que Colin Smart, extraño al significado de su apellido, ingiriera medio litro de loción para el afeitado, ajeno a la confabulación de Maurice Colclough destinada a los delanteros franceses? ¿Cómo si no podría uno degustar doce platos bien abundantes en cierta localidad navarra, por no quedar descolgados de la pantagruélica voracidad de los locales, sin duda concertados con la mesonera que había afirmado que casi no disponía de viandas para la excesiva concurrencia? ¿Cómo si no explicar la camaradería y las amistades fraguadas alrededor de un caldero de carne estofada o de arroz con leche digno de un final de bande dessinné de Goscinny?  ¿Cómo casar la porcelana de un buen restaurante con la corbata reglamentaria del club  en ocasiones más formales con aires, tonadas y ritmos que fuera de tal ámbito podrían motivar diligencias de instrucción penal? ¿Cómo prescindir de un tercio del partido sin desmerecer de pasadas generaciones de jugadores, directivos, técnicos y familiares que mantuvieron viva la tradición, el momento de solaz subsiguiente a la batalla donde mejor se formulan las palabras que, repetidas mil veces, sujetas a los caprichos de la memoria, forjarán los mitos de cada club?

Al fin esos inflados relatos, detalles extravagantes aparte, son el destilado de valores viejos que, contra dolores, compromisos y acomodos, nos hacen  volver al Campo de Ellis y aledaños, para poder transmitirlos a los que vienen detrás. Si Parisse no mentía (¿por qué iba a hacerlo?) se pierde una parte del juego tan importante como la melé o la ortografía de los palos. Y aunque dicen que se recupera la ceremonia en semifinales y final, no basta. Si cundiera el ejemplo, como los equipos nacionales galvanizan emociones y modelan conductas, el mal sería infinito para el rugby común, privado del mejor instrumento para restañar las peores heridas, las del orgullo y la reputación, quizá maltrechos tras probar tacos de flanker psicópata en un ruck o codo de colosal segunda en aquella touche.