El público dublinés es reconocido por su impecable comportamiento en las gradas. Tengan presente que empleo el gentilicio capitalino de ese país como figura retórica para incluir al aficionado de Cork, Antrim o Belfast. Así que silencios tan solemnes como los de Croke Park al compás del God save the Queen, durante esos años en que se remozada el estadio de Lansdowne, tuvieron tanto de respeto al rival como al compatriota oval que llega desde el norte de la isla y cuya lealtad política pertenece a otro Estado. A pesar de la memoria de los manejos de Ormonde Winter y las víctimas del Royal Irish Constabulary en 1921 durante un partido del deporte nativo entre Tipperary y Dublín, de jornadas luctuosas como el Bloody Sunday (30 de enero de 1972), o la campaña de salvajes atentados que los “provos” desataron ese mismo año.

Por eso nos conviene recordar las muchas ocasiones en que las relaciones deportivas entre rugbistas abundaron en su bonhomía por encima de las sevicias de la política. Desde 1969 se vivía una situación de conflicto encarnizado en Irlanda del Norte (conocido por la historiografía como The Troubles), recrudecido desde mediados de 1971, por lo que ni escoceses ni galeses viajaron a Dublín a jugar sus correspondientes partidos del Torneo de las V Naciones de 1972. Hay quien dice que privando a Irlanda de un triunfo absoluto, pues el equipo de Willie John McBride venció a Francia en el viejo estadio de Colombes (14 a 9) y en Twickenham a Inglaterra (16 a 6) y nuevamente a Francia, en abril y esta vez en Dublín, cortesía de los galos que aceptaron una invitación a partido amistoso que perdieron por 24 a 14. La política, la guerra más bien (hablamos de más de 500 muertos en ese año), eclipsó el primer torneo en que los ensayos elevaron su valor a cuatro puntos.

1973 no anunciaba nada mejor. Inglaterra debía rendir visita a Dublín el 10 de febrero. No hay que decir qué significaba un equipo inglés para cualquier facción del IRA, ni que la amenaza no era simplemente presumida, sino realidad manifiesta. Valor de símbolo, que a estas alturas no es menester explicar al lector avisado, cuando el verano previo y en riguroso directo el espectador occidental contempló lo de los Juegos Olímpicos de Munich, eslabón de una cadena que fatalmente se prolonga hasta hoy por todo el mundo.

«Soy un granjero de Gloucestershire y sé poco de la historia angloirlandesa: sólo quería dirigir a mi equipo y encontrarme con viejos amigos y rivales. Si hubiera sabido algo más de la cuestión, quizás lo habría pensado» – John Pullin

La amenaza terrorista y el silencio de la RFU, según se aproximaba la fecha del partido, mantenían en inusitado desasosiego a la federación irlandesa. Por el desdoro de ver por tercera vez consecutiva cancelada una ocasión como esa y por el quebranto económico para sus saldos bancarios: son los primeros 70 y época amateur y las federaciones dependen en gran medida de la recaudación de los partidos en que reciben al rival. En Richmond, en el cuartel general inglés, nadie dice nada: la RFU entiende que su equipo debe viajar y que el partido se jugará, pero comunica que cada jugador puede hacer uso de su albedrío para acudir o no a Irlanda.

John Pullin, talonador y capitán inglés, Barbarian apenas un mes antes frente a los All Blacks y Peter Dixon, flanker y «león» de la cosecha del 71, manifiestan sin ambages su disponibilidad. Otros se niegan: los dos segundas, Peter Larter, oficial de la RAF, y Nigel Horton, policía. Se unen a sus fundados temores el medio de melé Jack Webster y el zaguero Sam Doble. Otros dudan: David Duckham, ala, Fran Cotton, primera, Tony Neary, tercera.

El capitán irlandés lo sabe, y lo entiende. Él mismo es norirlandés y conoce el percal. Pero también conoce a sus pares ingleses. Ha convivido con ellos en las jornadas que les dieron la victoria ante los neozelandeses vistiendo la zamarra roja de las cuatro naciones en 1971. Toma la iniciativa y telefonea a su amigo Duckham. Le invita a pasar el fin de semana en Dublín. Insiste en que le siga su mujer, pues sabe que es la más reticente. La de McBride oficiará de anfitriona y él garantiza su seguridad, lo que nos parece mucho decir. Y un atrevimiento, pues el coste de tal hospitalidad acaso recayó en la IRFU, en época de intransigente amateurismo. Pero nadie pone objeciones una vez Duckham confirma su asistencia (“I am available”) y con él los demás, los que esperan a que el veterano tome la iniciativa.

Todo en orden. Habrá partido y notables ingresos de taquilla. McBride y Duckham, tiempo después, contaron el tono de sus conversaciones previas al viaje. El inglés aseguró a su anfitrión que pensaba implicarse con intensidad inhabitual en el juego cerrado, para evitar convertirse en un fácil blanco, valga la redundancia, allí solo, en el destierro lateral que sufría en un equipo que jugaba aún rugby «a diez». McBride le prometió un rato de diversión bajo cada ruck irlandés, en ese tiempo en que ese lance existía como fase de conquista y no como la farsa cosmética que hoy prolifera. Otros, como Pullin, fueron igualmente francos: “Soy un granjero de Gloucestershire y sé poco de la historia angloirlandesa; sólo quería dirigir a mi equipo y encontrarme con viejos amigos y rivales. Si hubiera sabido algo más de la cuestión quizás lo habría pensado”.

Llegado el sábado del partido acordaron los capitanes que ambos equipos comparecerían juntos, en demostración de apoyo y unidad. No pudo ser. McBride quiso que los ingleses recibieran en exclusiva el homenaje que el público de Lansdowne Road les estaba dedicando. Cinco minutos completos de aplausos continuados y reconocimiento para los 15 ingleses que iban a formar sobre el campo: Tony Jorden, Alan Mortley, Peter Warfield, Peter Preece, David Duckham, Dick Cowman, Steve Smith, Stacks Stevens, John Pullin, Fran Cotton, Roger Utley, Christopher Ralston, Peter Dixon, Tony Neary y Andy Reaply.

Transcurridos los 80 minutos de juego el marcador se inclinó por Irlanda. No fue lo más importante de la jornada. Así lo refirió un capitoste de la propia IRFU: «Durante un siglo los hechos acontecidos en el campo de juego del rugby internacional han enardecido los ánimos de los aficionados, pero ponemos en duda que jamás haya habido un momento más emocionante que ese en el que el equipo inglés ha saltado al terreno de juego en Lansdowne Road. Todos al unísono ovacionaron a los ingleses. Apenas resulta relevante que el resultado fuera un ajustado 18 a 9, en el que Inglaterra desaprovechó demasiadas ocasiones”. Nobleza obliga. Pullin, menos retórico, añadió, a la hora de los discursos, tras la cena de rigor: “Al menos nosotros hemos venido”.

El torneo del 73 resultó irrelevante, por lo demás. Quizás haya que recordar dos detalles menores, prosaicos ya: todos los contendientes ganaron sus partidos como equipo local (y hubo quíntuple empate, conforme a los patrones de medición de la época) y Francia trasladó su sede al estadio del Bois de Boulogne, el Parque de los Príncipes.