
Cada poco tiempo y movida por un instinto irracional que escapa a toda explicación lógica acabo pasando mi poco tiempo libre revisando el clasicazo de David Fincher, El club de la lucha. Lo normal, según dictan las convenciones sociales, sería que aprovechase esos pocos momentos de los que dispongo tomando cervezas con mis amigos o metida en Zara clamando por las nuevas tendencias super trendis de este invierno 2018, pero no. Parece ser que ver hombres sangrando es algo que a mi subconsciente le gusta mucho más que todo eso.
Tengo un problema, lo admito. Una especie de virus, de parásito, una enfermedad que se ha instalado dentro de mi y para la que no hay cura. Allá a donde miro, veo rugby. Y por mucho que David Fincher pensase en todo menos en el oval cuando allá por 1999 filmaba a Pitt y Norton escupiendo dientes, para mi El club de la lucha es puro rugby.
Piénsalo. ¿Qué hacías antes de jugar a esto, de dedicar toda tu vida a entrenar, jugar y pensar en rugby? Yo ni siquiera me acuerdo. Supongo que mi vida serían porciones individuales de paseos, compras, tele y fiestas. Cuando entras en este, nuestro particular club de la lucha, de repente todo se pone en perspectiva. Todo se reduce a las pequeñas batallas, a los grandes enfrentamientos, a las carreras agónicas, a las luchas encarnizadas, a ese momento de gloria en el que posas el oval en la línea de marca y todo lo demás se difumina, y no oyes a nadie, y no ves a nadie, sólo sientes un calor indescriptible subiéndote desde el pecho y palpitándote en las sienes, una y otra vez, cada vez que el oxígeno entra en tus pulmones. Y entonces, sabes que estás vivo.
En esta, tu nueva vida dentro del club, el trabajo deja de ser definitoria para pasar a ser un mero accesorio necesario del tú. Porque tú eres un pilier arrollador, no camarero, o un flanker sádico, no abogado, o un zaguero intraspasable, no publicista. Tu trabajo no te define ni por asomo tanto como lo hace tu profesión, jugador de rugby. Porque en el campo de batalla eres tu mismo, sin uniformes, chapitas identificativos, sin medio kilo de maquillaje y esa sonrisa falsa que dedicas al cliente. En el césped eres tu número, tus compañeros, eres toda tu inteligencia, toda tu fuerza concentrada en ese instante precioso y mágico en el que suena el silbato y el balón vuela. Justo en ese momento eres sólo tú, formando parte de algo mucho más grande, de una familia que va a partirse la cara, que va a sudar y va a sangrar por ti. Y más tarde, cuando rememoras ese momento, sólo querrás reír fuerte, con esa risa que consume todo el aire de los pulmones y te deja seco, esa risa que cuando alguien la oye le da miedo, esa risa que demuestra que estás vivo, que tú eres de esos pocos elegidos que han caído en el mundo para vivir mucho, profundo, rápido y de verdad.
Al día siguiente cuando entres por la puerta del trabajo con el ojo morado y la sonrisa torcida todo será mucho más pequeño. Porque tu mundo se ha concentrado en un campo de césped y la oficina es una mera circunstancia por la que tienes que pasar hasta que la siguiente batalla llegue. Y cuando tu jefe entre por la puerta con ínfulas de dios, gritándote por ese detalle tan importante, quizás lo único que se te ocurra sea ponerle tu preciosa sonrisa de loco y, citando al club de la lucha, preguntarle si sabe que puedes tragar medio litro de sangre antes de vomitar. Porque el rugby no va a llenarte la cuenta corriente, pero te llena el espíritu, que a mi humilde juicio, es algo mucho más importante.