La carretera es estrecha y serpenteante, así que viajamos despacio. Puedo dedicarme a admirar tranquilamente el paisaje. Ovejas de raza Lacaune, aburridas, me devuelven la mirada al pasar el coche. Ya estarán acostumbradas al ajetreo en días de partido. Su leche cruda, recogida a diario, se dejará reposar en las vecinas cuevas de Roquefort-sur-Soulzon para que el penicillium roqueforti y el ambiente húmedo y calizo hagan su magia. En poco más de tres meses se habrá transformado en uno de los mejores quesos del mundo.
Pero divago. Me encontraba en Albi para el festival Rugb’images y comenté mi interés en fotografiar rugby terroir francés, el rugby telúrico, apegado al terruño. Cuanto más pequeño el pueblo, mejor, les pedí. Esa misma noche Bernard, presidente del USC Alban y ahora al volante, me llamó al hotel para invitarme a conocer su club y ver un partido. Alban está en el departamento del Tarn, en Occitania, a una media hora de Albi en coche. Población: 985 personas.
Todo el equipo, directivos, jugadores y técnicos, me reciben como si nos conociéramos desde hace años. Rugby social. Hemos llegado con mucha antelación así que doy un paseo alrededor del campo, que está rodeado por lomas, pastos y un pequeño bosque. Pájaros trinando, ecos metálicos de cencerros a lo lejos, cielo azul y un solecito primaveral templado, del que calienta el alma. En el momento en que salto para esquivar una boñiga de vaca un gallo cacarea en la distancia, como para recordarme dónde estoy. Como si lo necesitara. Cada cliché sobre el rugby terroir francés está aquí, y es maravilloso.
Para cuando vuelvo al club social ya están tomando el apéro. Vino rosado y blanco o pastis, con friton y boudin para picar. El friton es una especie de paté de cerdo, con tripas y oreja que se han cocido lentamente en la grasa a la que también se le ha ido añadiendo poco a poco la carne. El boudin es más parecido a nuestra morcilla, aunque con la sangre se mezclan trozos de cabeza, lengua, e incluso corazón (que no nos falte nunca corazón). Se suele tomar fría. Cuando ven que los devoro con indisimulada satisfacción y glotonería insisten en envolverme una tripa de regalo. ¿Friton o boudin?, preguntan, a lo que respondo oui, oui, con la boca llena y haciendo gestos afirmativos con la cabeza. Desafortunadamente no viajan bien y no aguantarían mi viaje de regreso a España, así que finalmente lo tengo que rechazar con lágrimas en los ojos.
Nos sentamos a la mesa para la comida de confraternización. Los directivos del equipo rival deben de pesar 120 kilos cada uno, mínimo. Primero tomamos una ensalada con salmón ahumado, como para disimular, y luego empiezan a llegar inmensos perolos humeantes llenos de ‘boeuf bourgignon’, acompañados de bandejas de ‘Aligot’, un puré de patatas que también lleva mantequilla, crema y mucho queso fundido. Algo ligerito antes del partido
Nos sentamos a la mesa para la comida de confraternización las directivas de los dos equipos, los árbitros, el representante de la federación y este fotógrafo. Los directivos del equipo rival deben de pesar 120 kilos cada uno, mínimo. O eran todos delanteros o todos han seguido el proceso metabólico de Serge Blanco. Primero tomamos una ensalada con salmón ahumado, como para disimular, y luego empiezan a llegar inmensos perolos humeantes llenos de boeuf bourgignon, acompañados de bandejas de Aligot, un puré de patatas que también lleva mantequilla, crema y mucho queso fundido. Algo ligerito antes del partido.
Pasamos al vino tinto de la tierra, Gaillac, y nos lanzamos, aquí sí, como una manada de lobos famélicos. Dar de comer a los gordos es esto. El nivel de los dados de carne de ternera va bajando en los perolos al tiempo que sube el volumen de las carcajadas. Risas y viejas historias de rugby donde no faltan las pullas sobre un partido entre los mismos equipos jugado hace 25 años o las oscuras referencias al mote de un jugador que llegó a jugar en Toulouse. De postre tarta de chocolate y después el queso de nuestras amigas Lacaune, a petición del árbitro. Uno de los directivos le comenta muy serio que al arbitrar vaya con cuidado cuando se dirija a los jugadores, ya que este roquefort es especialmente picón.
Terminamos la comida entre risas y abrazos, con la sensación de que el día ya ha sido perfecto aunque todavía falte el plato principal, el partido de rugby. Estoy llenísimo y medio borracho y no sé cómo voy a correr la banda así. Las fotos quedarán desenfocadas, seguro. “Slightly out of focus”, Robert Capa dixit. Habrá que decir que es un recurso artístico, una vez más. Le pregunto a Bernard si los jugadores, en otra sala, han comido tanto como nosotros, y me contesta con una sonrisa que confía en que no.
Justo antes de que comience el partido me invitan a entrar en el vestuario, el Sancta Sanctorum, mientras el equipo se va concentrando. Huele a reflex, a lejía y a los terrones de hierba y tierra atrapados entre los tacos de las botas tras el calentamiento en el campo. Huele a la tensión pre-partido que se respira en todos los vestuarios de rugby del mundo. Chavales de la zona que se conocen y han jugado juntos, no solo al rugby, desde que eran unos críos, se abrazan, se gritan, se dan ánimos unos a otros, como si al abrirse de golpe los portones se fueran a encontrar con la playa de Omaha batida por las MG42 alemanas, y no con un soleado campo de rugby en la campiña del Tarn. Una banda de hermanos. Rugby tribal.
Hay bastante público. Gente viendo el partido desde una loma de hierba me recuerda a los picnics de los Renoir y Monet. El partido acaba con derrota local y pasamos a la merienda.
Con los amigos del festival Rugb’images visito también Mazamet, otro pueblo del Tarn con resonancias rugbísticas. Aquí jugó como segunda línea y capitán el gran (en más de un sentido) Lucien Mias [foto de cabecera], quien capitaneó el XV de Francia que ganó por primera vez en solitario el Cinco Naciones, en 1959. Con Francia también ganó a los All Blacks en Colombes. En la gira francesa por Sudáfrica de 1958 (la primera de un XV de Francia en el hemisferio Sur), la prensa local lo calificó como “the best international forward ever to be seen in South Africa”. En el segundo de los test matches, ganado por Francia, completó, según cuentan, el partido perfecto. Uno de sus compañeros de selección, Robert Vigier, confesó haber parado de jugar en ocasiones para poder admirar mejor el destrozo que estaba haciendo su capitán.
La noche antes le habían visto en el hall del hotel un poco borracho porque se había bebido media botella de ron para “cuidar su problema de sinusitis”. Mias fue un innovador del rugby y, al parecer, también un gran animador de sus terceros tiempos. A sus 88 años Docteur Pack, con una carrera tan exitosa como médico como la que tuvo en los campos de rugby, todavía tiene fuerzas para mandarnos, a todos los que llenamos el salón de actos de Mazamet, un cariñoso video-saludo desde su casa. Todos los presentes le dedicamos una ovación cerrada, en pie.
Visito también Mazamet: aquí jugó Lucien Mias, capitán de la Francia que ganó su primer Cinco Naciones, en 1959. En la gira por Sudáfrica el año anterior, cuentan que jugó el partido perfecto: la noche antes le habían visto un poco borracho porque se había bebido media botella de ron para “cuidar su problema de sinusitis”
A continuación asistimos a un debate en el que viejas glorias discuten sobre la gran cuestión filosófica de nuestros tiempos: “Rugby francés: ¿deporte de contacto o de evasión?”. Me interesa mucho más una exposición de fotografías antiguas de rugby que hay en otra parte del pueblo y me dirijo hacia allá. Por la calle viene hacia mí un hombretón enorme, uno que ya no cumple los setenta, con aspecto de campesino y de haber trabajado la tierra toda su vida. Un roble. Al cruzarme con él veo que tiene las orejas deformes, en característica forma de coliflor, lo que me hace sospechar que también ha pasado mucho tiempo en otro tipo de campos. Luego en la exposición veo a algún gigantón más con la misma marca, exhibida casi con orgullo. O es un rasgo genético local o en este pueblo se ha jugado mucho al rugby.
En la exposición hay fotos antiguas de muchos de los equipos del Tarn: Mazamet, Albi, Castres… Imágenes sepia desgastadas en las paredes y viejos jugadores en el salón. Algunos de ellos, encorvados y con bastones, reconocen y señalan a algún amigo o a ellos mismos en las fotos, recordando quizás la hora del esplendor en la hierba. Uno de ellos me señala una foto con su dedo huesudo y tembloroso y pregunta si reconozco a la persona que sale en ella. Le confieso que no. En la imagen, un cura sonriente y con pinta bonachona pero gamberra, un poco como el don Camilo interpretado por Fernandel (también él occitano, aunque en su caso de los valles del Piamonte), se abre la sotana y, como superman corriendo a cambiarse en la cabina de teléfono, muestra la camiseta que lleva debajo, la de los superpoderes. En el caso del cura se trata de la camiseta a rayas negras y amarillas (aunque nosotros las vemos en blanco y negro) del Sporting Club Albigeois. Uno de esos personajes que solo se encuentran en el rugby.
Henri Pistre, el abbé Pistre, el “Papa del rugby”, icono del viejo rugby tarnés y occitano, jugó sobre todo de tercera con el gran Albi de los años veinte del siglo pasado. Enseñaba rugby a los niños para que se acercaran a la iglesia, pero también llegó a ser entrenador del primer equipo de Castres Olympique. Encontraba muchas similitudes entre las sagradas escrituras y el rugby y afirmaba que “en el corazón de la melé también, siempre es mejor dar que recibir”. Al comienzo de su corta carrera como jugador algunos rivales se sorprendían al enfrentarse a un cura (o seminarista entonces) pero luego admitían que, como delantero, “repartía hostias como panes”, lo que parece muy adecuado a su vocación.
El día en que lo ordenaron sacerdote todos sus compañeros de Albi estaban con él y, al acabar la ceremonia, le regalaron una cubertería de plata maciza. Emocionado, no supo qué decir pero, con ese gesto que se convertiría en su firma, se abrió la sotana para que todos vieran que debajo llevaba su camiseta desgastada de Albi. Ya de párroco en Castres llegó a adelantar los horarios de las misas que oficiaba para poder salir con urgencia, en bici o en coche, y llegar a tiempo a los partidos del Castres Olympique, en ocasiones con ayuda de los gendarmes que cortaban el tráfico para facilitar su paso mientras él sacaba el bonete por la ventana del coche, como quien saca un pañuelo blanco en señal de urgencia.
Henri Pistre, el abbé Pistre, el “Papa del rugby”, icono del viejo rugby tarnés y occitano: encontraba muchas similitudes entre las sagradas escrituras y el rugby y afirmaba que “en el corazón de la melé también, siempre es mejor dar que recibir”. Algunos rivales recuerdan que «repartía hostias como panes»
Cuenta Henri García en su “les contes de rugby” una historia que dice mucho del personaje y del rugby de la zona o de la época. Cuando dejó el rugby activo como jugador o entrenador el abbé Pistre continuó muy ligado a nuestro deporte. Entre otras cosas, se convirtió en cronista de rugby para el periódico Courrier Sportif del Tarn, primero anónimamente firmando como Gruñón y después ya como abbé Pistre. Como en todo, era en ocasiones excesivo. En una de sus crónicas le sacudió a un conocido árbitro de la época, Georges Rives, por su actuación durante un Narbonne-Castres, en 1952. Entre otras perlas escribió que “su cerebro estaba tan vacío como la bolsa de un fraile Capuchino”. El árbitro no se lo tomó bien y le denunció por infamias. Tras un largo y agrio proceso de juicios, sentencias, apelaciones y más sentencias, Pistre fue condenado a pagar 20.000 francos de la época, muchísimo dinero, al árbitro Georges Rives. Una asociación de amigos del abbé Pistre hizo una colecta que cubrió la multa y todos los costes e intereses (además de un copioso banquete) y, en realidad, su popularidad creció con este suceso.
Muchos años después, a un Pistre ya maduro se le planteó un problema en su parroquia de Noailhac, a unos kilómetros de Castres. El viejo campanero, de 70 años y con las rodillas maltrechas, no podía seguir subiendo al campanario a tocar y se jubilaba. Era hijo y nieto de los anteriores campaneros, pero él mismo no tenía descendencia y Pistre era incapaz de encontrar un sustituto. Entonces se le ocurrió cambiar el sistema tradicional del campanario por uno eléctrico más moderno y cómodo. El problema: costaba mucho más dinero del que su parroquia disponía. Pistre decidió buscar ayuda en el mundo del rugby y envió una carta solicitando una donación a todos los amigos que había hecho a lo largo de los años. En unas semanas empezaron a llegar cheques a la parroquia, provenientes de todas las esquinas de Francia. Mucho más dinero del que se necesitaba. Finalmente, un día llegó un sobre desde Marsella. Dentro, un cheque por 20.000 francos y una breve nota: “Sin rencor, Georges Rives”.
Pistre pudo no solo cambiar el sistema de campanas, sino renovar todo el techo y las escaleras, e instalar calefacción en su vieja iglesia. Dicen que a partir de ese momento y hasta sus últimos días, cada vez que oía doblar las campanas de su parroquia se le podía oír murmurar para sus adentros: “Virgen Santa, ¡qué hermoso es el rugby!”.