Nací en 1980, en la ribera del río Garona, hija de la diáspora gallega. A mis padres les gustaba ver deporte, pero nunca habían escuchado hablar de rugby hasta llegar al suroeste de Francia. En ese lugar, el Midi, una tierra fértil de arcilla cuarteada, bañada por el sol, es imposible escapar de ese pequeño balón oval sin sentir algo de curiosidad. Y resulta aún más imposible si vives en Toulouse.

No recuerdo exactamente cuándo pisé por primera vez el viejo campo des Sept Deniers, solo que, en aquella época, nadie solía llamarlo aún «Ernest Wallon». Correteaba por los anchos escalones de hormigón del estadio porque no existían aún tribunas por detrás de los palos. En aquellos tiempos de mi más tierna infancia, como suele ser habitual a esa edad, no me importaban mucho los partidos. Me gustaba el ritual de acudir al campo y lo que significaba un día de partido. Acercarse a los aledaños y sentir el aroma de los puestos de comida en los alrededores. Sacudía el brazo de mi padre para que me comprara un bocadillo de Merguez. Observaba el ambiente colorido y festivo, mientras devoraba aquel bocata, tras entrar en la grada, y escuchaba, como en un telón de fondo, las bandas y su música alegre que bien podrían recordar las de las fiestas de mi aldea en Ourense. No podía evitar pensar que resultaban más folclóricas y españolas incluso que las fiestas de mi pueblo porque, de vez en cuando, tras un toque de trompeta, la gente coreaba Olé. Una palabra de la que decían en Toulouse que era típicamente española (al igual que la paella, Rosas y los toros) pero que solo había escuchado en Francia.

Me distraía al poco de terminar el bocadillo y empezaba a correr de un lado a otro, jugando con otros niños a los que le interesaba el desarrollo del partido, más allá de su resultado final, lo mismo que a mí por entonces: poco o nada. Recuerdo, sin embargo, con particular ilusión, el día en el que me hice con una pelota que acababa de salir del campo. Era el auténtico oval con el que habían estado jugando, minutos antes, los jugadores del Stade Toulousain. Probablemente lo hubiera tocado el mismísimo Guy Novès que, por aquel entonces, aún corría la banda como ala de los Rouges et Noirs. Lo tomé entre mis manos y me quedé observándolo, anonadada por el nuevo tesoro que acababa de conseguir. Era una pelota de cuero marrón, con negro en los bordes, lisa, que tenía una simple S cruzada con una T escrita a mano con un indeleble, imagino que por el utilero. Aquello, pensé en aquel momento, era, valga la redundancia, una genuina marca de autenticidad. Y es que, en aquella época, el rugby francés aún era amateur.

En los alrededores del estadio sacudía el brazo de mi padre para que me comprara un bocadillo de ‘Merguez’. Observaba el ambiente colorido y festivo y escuchaba, como en un telón de fondo, las bandas y su música alegre, que bien podrían recordar las de las fiestas de mi aldea en Ourense

Me producía especial satisfacción ver como traían corriendo tierra al pateador de turno, que montaba una montañita con el mismo afecto con el que yo hacía castillos de arena en mis veranos gallegos. Las camisetas eran de tela gruesa y tenían cosidos los números por detrás. Los jugadores se quedaban en el descanso en el campo y los partidos solo paraban cinco minutos, no fuera a ser que se rompiera la perfecta comunión que existía entre jugadores y aficionados. Por mi parte, poseía una bandera hecha con un simple palo de madera y un trozo de tela rojo cosido a otro negro.

Fui creciendo y, poco a poco, dejé de correr por los fondos de los Sept Deniers. Iba al estadio todos los fines de semana con el marido de la mejor amiga de mi madre. David era socio y se sentaba en tribuna, en la línea de 50, con una visión perfecta del campo. Ahí estaba, cada domingo, hiciera sol o nevara, junto a otros abonados de vieja raigambre. «Este chico promete», decían varios de ellos cuando yo rondaba la década de vida, hablando de un joven Émile Ntamack. «Este va a llegar lejos» afirmaron, años más tarde, paseando por los campos de entrenamiento antes de un partido, mientras observaban a otro chico de las categorías inferiores llamado Xavier Garbajosa. No tenían mal ojo y debo de decir que, hoy en día, cada vez que escucho como alguien pita a un pateador rival en el ahora conocido como Ernest Wallon (una actitud, desgraciadamente, cada vez más en boga en el rugby francés), me imagino al pobre David, en paz descanse, y a sus correligionarios removiéndose en sus asientos y soltando algún improperio hacia al autor de tamaña afrenta.

Ntamack, Saint-André… y uno de aquellos balones marcados con la ST del club, en la final de 1994 entre Toulouse y Clermont.

Al lado de David fui desentrañando, poco a poco, ese deporte de mil y una reglas. Eran los 90 y, por aquel entonces, se entraba gratuitamente al estadio hasta cumplir los dieciséis. Esos años fueron una bendición para cualquier seguidor del Stade Toulousain. Los títulos se encadenaban y mis héroes se llamaban Ntamack, Ougier, Berty, Califano, Lacroix, Castaignède y, sobre todo, Christophe Deylaud.

A Deylaud le apodaban Monsieur Plus, el Señor Más, porque siempre sumaba y era ese famoso factor X, tal como dirían los franceses, que podía hacer caer la balanza del lado tolosano. Era un apertura muy menudo que se ponía de espaldas a los palos antes de patear. Se daba la vuelta con calma, golpeaba la pelota con suavidad y la llevaba, casi siempre, a dónde él quería. En la final contra Castres, en 1995, llegó a marcar 26 puntos, por entonces récord de puntuación en esta clase de partidos. En la siguiente final de liga, contra Brive, no estuvo atinado frente a los palos, a pesar de un magnífico drop en la primera parte. Sin embargo, el partido se metamorfoseó en un minuto único en mi recuerdo, el minuto 73. Toulouse perdía por dos puntos, el título parecía alejarse. La defensa brivista era férrea y Deylaud ya había fallado varios golpes de castigo. Tras un ruck, Cazalbou abrió hacia el lado cerrado, donde estaba su apertura. Deylaud levantó la cabeza, miró hacia la línea de ensayo, midió su golpe, acarició el balón con la punta de su bota y el oval se elevó, sereno, seguro de su destino, para caer en ese lugar exacto que creó dudas al zaguero brivista, Sebastien Paillat. Solo pudo ver llegar, como un cohete, a David Berty, el ala tolosano, que atraparía aquel balón perfecto y lo llevaría a la tierra prometida.

A 680 kms. del Parque de los Príncipes, recuerdo levantarme y gritar al igual que el resto del edificio en el que vivía. ¡Christophe Deylaud lo había vuelto a hacer! Al día siguiente en la plaza del Capitol, plaza céntrica de la ciudad rosa, invadida por la multitud rojinegra, mientras los héroes de aquel primer doblete copa de Europa/Liga de la historia presentaban el Escudo de Brennus a la afición, Deylaud, algo tímido, era el foco de gran parte de los cánticos de júbilo de la hinchada tolosana.

Los jugadores del Stade Toulousain celebran el triunfo ante Cardiff en la Copa de Europa de 1996.

Unos días después, sentada en el autobús, recuerdo una charla que me dejó de piedra. Era la típica situación trivial en la que te presentan a una persona. Fue una conversación anodina en la que surgió el tema de la final recién ganada y, de repente, aquella chica que acababa de conocer me contó, no sin disimular cierto orgullo, que Deylaud era su profesor de educación física en el colegio. Mi héroe de las finales, el prestidigitador del oval, era profesor en secundaria. O más bien debería decir aún lo era…

Y digo bien aún, con puntos suspensivos, porque en la temporada 1995-1996 todo iba a cambiar en el rugby francés. En 1995, en aquel año rugbístico que clausuraría el entonces profesor de educación física con su mágico up and under contra Brive, el rugby había cambiado para siempre. La palabra amateur había sido borrada de los estatutos de la International Board a principios de aquella misma temporada.

En Francia, el rugby se convierte en una profesión para 600 jugadores que firman contratos profesionales con sus clubes en 1996. Son 700 para la temporada 97-98. La liga francesa vive entonces un proceso de mutación y, poco a poco, verá reducido su número de participantes, con algunas fórmulas de lo más complejas, variopintas e inescrutables. Así, entre 1995 y 1998 la liga contará con 40 equipos repartidos en cuatro subgrupos de 10, que a su vez se repartían en dos grupos de 20. Este galimatías fue evidentemente discutido, así como toda la organización del rugby francés, y dio lugar a muchos debates de lo más encendidos. El rugby francés buscaba una fórmula para adaptarse a los gustos de la televisión, mientras se fracturaba entre tradición e intereses.

La temporada 96-97 transcurrió y finalizó con el cuarto título consecutivo para los stadistas. Fue una final totalmente deslucida, exenta de magia, en la que Toulouse se enfrentaba a Bourgouin-Jallieu, un equipo lleno de ilusiones por llegar a la primera final de su historia. Recuerdo a los rojinegros defendiendo a cinco metros de su línea de ensayo durante gran parte del encuentro, con un manejo del balón plano, muy lejos de aquel pregonado «juego de manos, juego de tolosanos». Recuerdo las lágrimas amargas de los derrotados con los que empaticé por los muchos méritos acumulados para la victoria. Sentí, por primera vez, esa vergüenza del hincha consciente de la injusticia del triunfo de su equipo, ese regocijo egoísta del que no quiere compartir la alegría de la victoria con otros, por muy odiosa que fuera esta. Aquel horrendo triunfo (12-6), sin ensayos, en el que Deylaud sumaría los 12 puntos al pie, fue el preludio de un final de ciclo. El propio desarrollo de la temporada había anunciado a gritos que aquellos jugadores que creía ya invencibles no lo eran y que, finalmente, como todos, resultaban ser humanos. Ese cambio de sino había sido preludiado con una humillación dolorosa y que, aún hoy, me es imposible de olvidar en el campo de los Wasps (77-17).

En 1996 el profesionalismo fue instaurado en el rugby francés: 600 jugadores firmaron contratos, la liga llegó a contar hasta con 40 equipos en aquella transición… y todo cambió, también para mí: la temporada 1997/98 fue la última que pasé en tierras tolosanas

Para mí también se estaba acercando mi cambio de ciclo particular: la siguiente temporada, la 1997-1998, sería la última que pasaría en tierras tolosanas. Mis padres se habían separado hacía años y mi madre deseaba volver a la tierra que la había visto nacer. Los veranos en la aldea en Galicia siempre habían sido maravillosos y sinónimo de libertad. La promesa de una vida de semi independencia en Compostela fue suficiente para convencerme de que el cambio no solo no era malo, sino atractivo, y no me equivoqué en ese aspecto, aunque esa sea otra historia. Aquel último curso en Toulouse, a pesar del estrés por tener que superar una doble selectividad, la española y el bachillerato francés, fue la última que viví el rugby en el campo, en vivo y en directo, con un relieve que jamás me podrá entregar el ordenador con el que sigo las retransmisiones desde que puedo volver a hacerlo. Fue la última en la que escuché las bandas de música y los comentarios en las gradas cargados de retranca tolosana, en un francés del que descubres, una vez has salido de esas tierras, que tiene giros y expresiones occitanas que creías francesas. Ô boudu! Fue la última vez en la que observé el colorido de la grada, sentí los ruidos, cánticos, gritos, quejas y los olores que acompañan un partido de rugby en los Sept Deniers.

Fue una temporada con un único título, tras dos derrotas en semifinales: una ajustadísima contra Brive en copa de Europa y otra, en liga, frente a ese otro Stade del que, sentíamos, pretendía usurparnos el apelativo de Le Stade; y más con ese adjetivo que suponía, por entonces, propio del carácter jacobino que le otorga a un equipo de la capital el gentilicio de francés. Se acercaba el final de curso y de la temporada. El único título al alcance del Stade era el Challenge Yves du Manoir-Copa de Francia. Dos años antes, ambas competiciones se habían fusionado, preludio de su próxima desaparición para reestructurar el calendario y entregar más tiempo al futuro torneo ampliado a Seis Naciones y a la Champions Cup. La competición cuya copa había levantado, por primera vez, ese chico del cual decían aquellos viejos expertos del rugby que «prometía mucho» y que alzaría también, años más tarde, su hijo Romain.

El Challenge Yves du Manoir era un torneo considerado secundario, pero bien podía salvar la temporada. Se jugaba la semifinal contra el SU Agen. David y yo planeamos subirnos a un autobús y recorrer los 115 km que separan ambas ciudades para ver el partido. Antes de subir al bus de aficionados tolosanos, empecé a hablar con un chico. Se llamaba Didier, tenía mi edad, alto, moreno, con espalda de rugbier, mejillas sonrosadas… guapo y más me lo parecía, teniendo en cuenta que contaba con 18 años recién cumplidos y las hormonas en un estado de efervescencia similar al de una pastilla de mentos caída en un bote de cocacola. Dejé plantada a David con un: «¿No te molesta si me siento con él?». David acompañó su asentimiento con una sonrisa entre comprensiva y pícara. Didier y yo nos pasamos todo el trayecto juntos, hablando de las gestas de nuestro Stade Toulousain. Nos abrazamos en la grada del Alfred Armendie cuando Christophe Deylaud, aquel mago salvador, marcó un drop en el último minuto del partido para dar el pase a la final a los rouges et noirs; y nos besamos a escondidas en el autobús, en el camino de vuelta, iluminado por las anaranjadas luces de la autopista.

Unos días después volví a quedar con él. Apareció con su camiseta del Stade Toulousain, una de esas que aún se llevaban por aquel entonces, de algodón con cuello a modo de polo y que realzaba la figura del que la traía puesta. Y yo… Yo estaba corroída por la culpabilidad. Me fumaba ya un cigarrillo, mientras lo había estado esperando, muy cerca del que -no había asimilado aún- ya no era mi instituto, a los pies de la solemne basílica Saint Sernin. Aunque hasta aquel momento no fuera más que un ligue de una tarde de principios de verano, simple y complejamente me gustaba. Él no sabía nada de mis orígenes, ni de la historia de mi familia. Me empezó a preguntar algo que solo se hace cuando eres aún muy joven y no te has llevado los palos que, pronto, te dará la vida, y de los que luego tratas de protegerte: «¿Quieres salir conmigo?», indagó. Hubo una pausa, un silencio incómodo en el que medité cómo podía expresar aquello con palabras y le contesté. Le contesté con una verdad que, mientras la pronunciaba, sonaba, hasta para mí, a mentira grosera, a un hecho que ni yo misma quería creer: «Me voy… Me voy de Toulouse a vivir a España y no voy a volver».

El viejo estadio ‘des Sept Deniers’ en Toulouse.

A Toulouse volví poco, ya no teníamos a prácticamente a nadie ahí y el rugby, durante años, había quedado en un pasado luminoso y lejano que solo las nuevas tecnologías permitieron volver a acercar. La última vez que vi a David fue en una de esas vueltas que uno desearía no tener que hacer, en el funeral de Merche, su mujer.

Por mi parte, tardé muchos años en volver a pisar el viejo estadio de los Sept Deniers, Cuando al fin regresé, compré entradas online para presenciar un partido en el «Ernest Wallon». Estábamos ya a principios de los años 2010. Habíamos organizado unas vacaciones con mi marido, pues quería que conociera la tierra que me vio nacer, ese Midi, esa tierra fértil de arcilla cuarteada, bañada por el sol. Desde el salón de mi casa, en Vigo, planifiqué todo con atención. Elegí las entradas sobre un plano digital en el que había gradas en ambos fondos. Acerté con la tribuna que quería, pero me equivoqué, recordando aquel sol luminoso, porque aquellos asientos no estaban bajo cubierta.

El viento de Autan había soplado en los días anteriores. Trajo consigo un sol perfecto para mecer nuestras visitas por los alrededores de Toulouse: castillos cátaros, Carcassonne, Saint Cirq la Popie, Rocamadour, Albi o Cordes sur Ciel. Una sucesión de paisajes conocidos y añorados, llanuras y montañas salpicadas por amapolas rojas y castillos medievales encantados; el paisaje de mi añorada Occitania, como si hubiera salido directamente del Se Canta, himno occitano trovadoresco de Gaston Phebus. Pero como afirma el refrán: “El autan de Castelnaudary hoy sopla, mañana llueve”. Normalmente, en Toulouse se encadenan cuatro o cinco días de Autan, del que dicen, cuando sopla, puede llevar al más cuerdo a la locura, pero cuando se detiene el viento siempre llueve y aquello, a pesar del innegable cambio climático, se mantenía inmutable.

El día de mi vuelta al Ernest Wallon fue una tarde de abril, lluviosa. En los alrededores, como en los viejos tiempos, nada más llegar, se me inundaron las fosas nasales con un olor singular: había un puesto de merguez, aquella salchicha roja que suele tomarse en una baguette untada con abundante mostaza de «la de verdad», como le digo yo, la de Dijon. Evidentemente, aunque no tuviera hambre, sacié una de esas muchas morriñas culinarias que cuando te vas, nunca ves venir. ¿Quién va a echar de menos un bocata de salchichas, un refresco de naranja o el cacao del desayuno?

El día de mi vuelta al Ernest Wallon fue una tarde de abril, lluviosa. No nos dejaron entrar con paraguas porque, según afirmaron en el acceso al estadio, «no es seguro, alguien podría tirarlo al campo». Las banderas, bufandas o gorros eran todos perfectos y uniformes: ya no había artesanía, todo era ‘merchandising’

Nos acercamos a la grada, a la tribuna de siempre, la que ocupaba con David. Guardamos cola y no nos dejaron entrar con paraguas porque, según afirmaron en el acceso al estadio, «no es seguro, alguien podría tirarlo al campo». ¿A quién podría ocurrírsele semejante barbaridad en un campo de rugby?, pensé, mientras esperábamos en otra larguísima cola para poder dejar nuestro pernicioso y sospechoso paraguas en consigna. Subimos las escaleras y ahí estaba delante de mí, aquel viejo estadio mojado, pero totalmente renovado. Mientras buscamos huecos vacíos de gente en la zona seca, la música de las bandas seguía llenando las gradas que mantenían un colorido semejante pero exento de artesanía. Las banderas, bufandas o gorros eran todos perfectos y uniformes. No había ya trozos de tela cosidos entre sí. Era el mismo merchandising que había estado viendo en la boutique de la céntrica calle Alsace Lorraine. Un toque de trompeta y la gente coreó: Olé. Sonreí. Me giré, sin embargo, y miré con nostalgia hacia los asientos ocupados por los socios en la parte central. Sabía que David tampoco estaría ahí, sentado en su sitio en la línea de los 50. Se había ido a ese gran viaje del que no se puede volver.

Christophe Deylaud, ‘monsieur Plus’, uno de los héroes tolosanos de los 90.

El Stade Toulousain se enfrentaba a Bourgouin – Jallieu, como en aquella final ganada de mi púdica vergüenza. La competición, ahora, se llamaba Top 14, pues atrás había quedado aquel galimatías de organización en la transición entre amateurismo y profesionalidad. Cuando saltaron los jugadores al campo, de forma inconsciente, busqué a aquella figura pequeña, con rizos cuasi angelicales y algo enclenque. El Stade Toulousain ya no tenía a Christophe Deylaud entre sus filas desde hacía muchos años. El antiguo profesor de secundaria ahora era entrenador profesional. Sabía de sobra que ahí no estaría Monsieur Plus, pero no lo había visto hasta entonces con mis propios ojos, en vivo y en directo, fuera de esas conexiones deficientes de internet que me habían permitido reanudar con el rugby en aquella lejana tierra, en la que mis padres nunca habían oído hablar de ese deporte que se jugaba con un balón oval.

Un golpe de silbato seco, por parte de un árbitro que, sin ser (casi) nunca pitado, sería igual de discutido que siempre en una grada de un estadio galo, y el partido empezó. Tras cada ensayo, resonaba entre las graderías de un Ernest Wallon ahora cerrado aquellas notas que expresan saudade por esa ciudad de ladrillos rosas, la misma que siento yo al escribir estas líneas, y que compuso en su día Claude Nougaro. Su Ô Toulouse, que aún hoy acompaña cada uno de los ensayos del Stade Toulousain, otorga un aire más heroico, casi épico, al acto de traspasar la línea de marca y aquello, pensé, era un espectáculo. El ambiente se asemejaba mucho más a lo que podía vivir en un estadio como el de Balaídos, en Vigo, al ver ese otro deporte, ese de pelota redonda que todo lo había invadido al llegar a Galicia. Los jugadores, ahora, volvían a los vestuarios. Rompían su comunión con el público para entregar más tiempo a la televisiva publicidad.

Aquella tarde lluviosa, al menos, la victoria contra Bourgouin-Jallieu no fue impostada, sino justa. El oval se paseaba por el campo con virtuosismo, cumpliendo esta vez con el dicho de «juego de manos, juego de tolosanos». Los campeones de Europa vigentes dedicaron a su rival una Fanny, dejando su anotación en cero. Acumularon hasta un 33-0 en un vídeo marcador que había suplantado al antiguo luminoso. Aquel día ganamos con bonus ofensivo, esa norma que se había establecido, entre medias, para fomentar el espectáculo y venderlo mejor a las televisiones. Los Heymans, Clerc, Dusautoir, Jauzion o Medard, que lograrían aquel mismo año el decimoctavo escudo de Brennus, se pasaban la pelota con la misma velocidad que sus mayores, pero ésta ya no era de cuero, ni estaba marcada con un indeleble, a mano. Ahora era de poliester revestido de poliuretano, personalizada, pues llevaba impresos los colores del Stade Toulousain. David Skrela no hizo ningún montoncito de tierra, apelotonándola con mimo, sino que un cochecito teledirigido y obviamente patrocinado le llevaba un tee de plástico. En cuanto a las camisetas, los números ya no estaban cosidos, sino serigrafiados. Habían mudado de textura y ya nada tenían que ver con la que llevaba Didier, el día en el que tomé conciencia de que me iba para siempre de Toulouse.

Qu’il est loin mon pays, qu’il est loin
Parfois au fond de moi se ranime
L’eau verte du canal du Midi
Et la brique rouge des Minimes
Ô mon paîs, ô Toulouse, ô Toulouse…

Ô Toulouse.
Letra de Claude Nougaro.