Leo que en febrero, si el virus lo permite -ojalá-, se celebrará en Madrid un gran torneo internacional de rugby a siete. El Central (o Estadio Nacional Complutense), se convertirá durante una semana en el centro del universo rugbístico. Todos los ojos estarán puestos en el que fue mi patio de recreo durante muchos años.

Se me amontonan los recuerdos y me ataca la nostalgia. En este coqueto campo de rugby rodeado de chopos y abetos, en plena ciudad universitaria, empecé a entrenar, vi mis primeros partidos y también jugué alguno. Aquí me hice rugbier. Aquí también vi, en febrero del año pasado, el último partido con público en las gradas al que he asistido, poco antes de que nos encerraran a todos. Esta crónica, escrita durante el confinamiento posterior, es un canto del cisne en más de un sentido.

Foto: Nacho Hernández

Quizás nada me haya marcado tanto como el rugby y los amigos que con el rugby hice en el Central. Otros campos también tuvieron su influencia, claro. El vecino Cantarranas, junto a la facultad de periodismo, imprimía en el alma un cierto estoicismo para enfrentarse a la vida. A veces estaba duro, reseco y pelado sin rastro de hierba, como papel de lija, otras totalmente encharcado, y otras congelado, con aristas de barro que cortaban como cuchillos. La ducha al final del partido era un cara o cruz: helada o hirviendo.

Un campo que me gustaba mucho era el del Paraninfo, más mullido y a menudo con público de universitarios tomando el sol en las gradas mientras jugábamos al mediodía, lo que hacía que uno se esforzara un poco más. Sobre todo si bajaba aquella chica de derecho, la de los ojos azules como el cielo de Madrid en invierno, que me había sonreído al cruzar la mirada durante el descanso de un partido, mientras yo boqueaba como un pez fuera del agua intentando recuperar el aliento. Los terceros tiempos en la terraza del bar de la facultad de geológicas se convertían en divertidísimas bacanales, con cajas de cerveza Mahou apiladas formando altas torres gemelas, inmensas bandejas de patatas fritas cubiertas de una misteriosa salsa rosa a la que estábamos enganchados, y cánticos corales desde encima de las mesas, a veces con la ropa puesta, a veces no, mientras las camareras nos miraban entre horrorizadas y partidas de risa. Éramos felices con poco.

Foto: Nacho Hernández

Para mí siempre será el Central, sin embargo, el campo que reúne todo lo mejor que el rugby puede ofrecer. Hoy he quedado aquí con Phil para ver el partido España – Georgia. Phil ha sido, a lo largo de muchos años, mi compañero de equipo (en tres equipos distintos), entrenador, confidente, abogado, editor, mecenas y, sobre todo, amigo. Quizás nadie en España sepa más de rugby que él. Ahora se lo rifan los medios para que analice los partidos para ellos y se tiene que ir a la grada de prensa, pero antes nos tomaremos una cerveza rápida en el bar del estadio, una vieja caseta que no ha cambiado nada en casi cuarenta años. Hasta el camarero sigue exactamente igual, sin una cana en su bigote de morsa, como si fuera el vampiro Lestat de la hostelería.

En realidad estas instalaciones son mucho más antiguas. Ya en la película Muerte de un ciclista, de 1955, un travelling de la cámara nos muestra el campo mientras sigue a un joven Alberto Closas que intenta arreglar sus embrollos (que no son menores). El primer partido internacional que se jugó aquí fue un España – Portugal, en 1954 (España ganó 23 – 0). Veo llegar a Phil, su figura oronda, bamboleante y sonriente aproximándose en la distancia como un barco entrando en puerto, y empiezo a recordar los días de gloria compartidos aquí con él y con el resto del equipo. Días de gloria que, como cantaba Springsteen, duran lo que el guiño de una chica. Pienso en Muslitos de Pollo, en Zipi y su hermano Zape, en la Madrina, en Hulk, en Killer, Rapaz, Clavel, Coñete, Búfalo, Fraguel, Zar, Cyborg, Lenin, Lobo, Navajas, Litros y los demás, todos con personalidades tan floridas como sus motes, que son poesía para mis oídos. Me acuerdo con cariño de Servando, siempre el primero en irse de todas las fiestas, también de este mundo. Decía Oscar Wilde que el rugby es una buena forma de mantener a treinta gamberros lejos del centro de la ciudad. En nuestro caso esto era sin duda cierto y lo de gamberros quizás se quede un poco corto, pero con estos gamberros, mis gamberros, yo habría ido a la guerra, al fin del mundo o al infierno (creo recordar que alguna noche loca la acabamos allí). Mi banda de hermanos.

Las salidas con los del rugby eran (y son) como las guerras: se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban. Las nuestras comenzaban con «una copa tranquila» pero yo a veces acababa ocho horas más tarde, arrastrándome al alba hacia casa mientras escuchaba a los mirlos

Este bar fue mi segunda casa durante la carrera y en él, feliz al sol como un gato, pasé más tiempo (y probablemente aprendí más) que en las cercanas aulas de la universidad. Su montadito de lomo con queso y pimientos verdes es mi magdalena de Proust. Me pido uno y con el olor de la grasilla del lomo, que llega flotando desde la ennegrecida placa de la cocina, van viniendo más recuerdos. Aquí, cuando el tiempo acompañaba -casi siempre en Madrid-, comíamos fuera después de entrenar y las sobremesas se iban alargando, pacharán tras pacharán, hasta bien entrada la tarde. Bajo los chopos que rodean el campo, marrones en otoño, pelados en invierno o verdes en primavera, dejábamos pasar las horas, los días y las estaciones con una languidez y un abandono que, no lo sospechábamos entonces, no volveríamos a encontrar en nuestras vidas. Algunos días, los que no teníamos clase por la tarde (o no muchas ganas de ir) nos íbamos a jugar a las cartas al Trujal, un bar en un esquinazo junto a la universidad, donde siempre se volvía a enganchar al grupo alguno que sí había tenido que ir a clase. Después del mus, ya de noche, nos íbamos a tomar una copa.

Foto: Nacho Hernández

Las salidas con los del rugby eran (y son) como las guerras: se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban. Las nuestras empezaban con “una copa tranquila” pero yo a veces las acababa ocho horas más tarde, arrastrándome al alba hacia casa mientras escuchaba a los mirlos que a esas horas cantan en Madrid, acusadores, como diciéndote: “bravo chaval, lo has vuelto a hacer, otra noche en blanco. Y vaya castaña llevas”. Una de esas salidas nocturnas la acabamos unos cuantos en Sevilla (la ciudad junto al Guadalquivir, no la parada de metro), viendo a la selección española jugar contra Escocia, porque alguien, a las seis de la mañana y mientras con un dedo hacía girar el hielo del penúltimo gin-tonic, había soltado un desafiante “no hay huevos para irse a Sevilla”. En las gradas del estadio de la Cartuja, tiritando y muertos de frío (era Navidad), nos quedamos dormidos todos, después de los diez primeros minutos de partido, acurrucados los unos contra los otros como una camada de cachorritos.

No todo era fiesta. Aunque siempre sospeché que para algún delantero los dos primeros tiempos eran solo una excusa para disfrutar del tercero, lo cierto es que nos tomábamos los partidos muy en serio, especialmente aquellos que tocaba jugar aquí, el campo donde habitualmente lo hace la selección española. Mis primeros entrenamientos de rugby también fueron en estas instalaciones: en el espacio central de la pista de atletismo cuando no nos echaba a gritos el jardinero, o en el campo de tierra junto al bar cuando sí éramos expulsados de la hierba, como si fuera el jardín del Edén, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas. Todavía recuerdo con horror las gradas en las que trabajábamos las piernas durante la pretemporada de septiembre, o las series corriendo al sprint cuesta arriba en la calle, junto al colegio mayor Cisneros. Un año casi llegué a ponerme en forma.

El nuestro era un rugby del pasado, de otro siglo y otro milenio. Vintage, desde luego. Jugado, creo, con otros códigos y con una mentalidad más lúdica que hoy. Jugábamos con otra ropa también. Los jugadores que solo han conocido la ropa de rugby moderna, de lycra, ligera, ajustada al cuerpo como una segunda piel de color fosforito, “técnica”, no saben lo que se han perdido al no haber jugado vistiendo la ropa de rugby clásica, tan cómoda y elegante. Aquellas zamarras de algodón grueso, que pesaban kilos cuando se empapaban de agua y barro, pero que nos permitían lucirnos como si fuéramos dandis tanto en un campo embarrado como en un pub irlandés, con un codo en la barra de madera y una pinta de Guinness en la mano. Zamarras con cuello. Cuando el guapo oficial del equipo (todo equipo de rugby tiene uno), Tony, se lo subía al saltar al campo, en un gesto seco que parecía improvisado pero que probablemente había ensayado decenas de veces sacando morritos frente al espejo, se podían oír en la grada los suspiros de las amigas que habían bajado a verle jugar. Y qué bonito era que viniera una amiga o novia a verte jugar.

Ana empezó a bajar como amiga, y luego continuó como novia. El problema surgió cuando durante uno de los partidos recibí un rodillazo en la cabeza que me provocó una amnesia bastante severa. Al verla, después de la ducha, sabía perfectamente quién era, pero no recordaba en qué punto de nuestra relación estábamos, si éramos solo amigos o ya algo más. La conversación que tuvimos en su coche mientras me recuperaba, llena de malentendidos, fue digna de la peor comedia romántica americana. Después de otro partido y otro rodillazo en la cabeza, fue también ella, ya novia, quien me llevó en su coche, cubierto de barro y sangrando como un cerdo, a la consulta de mi padre. Mientras el doctor Hernández daba puntadas tarareando una canción, y su ayudante (mi madre) iba secando la sangre, les presenté a Ana, que miraba aterrorizada la escena. Después de un educado “encantada”, dicho con una sonrisa y aparentando toda la normalidad que se puede aparentar cuando conoces a los padres de tu novio mientras aquellos le están cosiendo la cabeza a éste, se puso lívida y se desmayó. No volvió a bajar a verme jugar. En ese partido conseguí veinte puntos, más que en ningún otro de mi carrera como jugador de rugby. Tengo una bonita cicatriz en la frente, firmada por mi padre, para demostrarlo.

El nuestro era un rugby del pasado, de otro siglo y otro milenio. Vintage, desde luego. Jugado, creo, con otros códigos y con una mentalidad más lúdica

Pero hablaba de la ropa de rugby clásica y me dejaba los pantalones. También gruesos y de algodón, blancos, cortitos y con bolsillos de verdad, no de decoración, eran otra maravilla. Yo durante los partidos, jugando de zaguero, atrás, solía pasar mucho tiempo solo (uno ha sido misántropo hasta jugando al rugby). Cuando la acción estaba lejos me encantaba andar con las manos en los bolsillos, sobre todo si era invierno, como si fuera un lord inglés inspeccionando sus tierras en el Yorkshire, un flâneur paseando por las calles de París, o Gene Kelly cantando bajo la lluvia. Esto sacaba de quicio a mi entrenador, Phil, pero a mí me relajaba y, sobre todo, me permitía mantener las manos calientes hasta que el juego se acercara a mi zona de influencia o algún balón me cayera como llovido del cielo. Algún año vestimos equipación inglesa de la marca Umbro. Aunque luego se convirtieron en ropa sobre todo de fútbol, en aquellos años hacían una ropa de rugby preciosa y de muchísima calidad. Tanta era mi devoción por esta marca que unos años más tarde, de estudiante en Inglaterra y teniendo que encontrar prácticas de trabajo, les escribí. Me contestaron citándome para una entrevista en sus oficinas centrales de Manchester, con esa forma de contestar que tienen las empresas inglesas, que te hacen creer que eres absolutamente indispensable para su futuro. Convencido de que durante los próximos años iba a diseñar y vender por todo el mundo las camisetas más bonitas de la historia del rugby, me subí en tren desde Oxford una noche lluviosa y más negra que el cuervo de Poe.

El día siguiente, al acabar la entrevista en sus oficinas, en un polígono industrial desolador en las afueras de la ciudad, ya de noche, el entrevistador me preguntó si quería que me llamaran un taxi para volver al hotel. Al yo decirle que no hacía falta, que me iba a dar un paseo y que ya pararía uno por la calle, hizo una mueca que no entendí hasta minutos más tarde, mientras corría todo lo rápido que mis zapatos nuevos y mi ridícula gabardina inglesa me permitían. La mueca quería decir: “allá tú”. El grupo de matones desdentados que me perseguía a la carrera me gritaban algo que tampoco llegué a comprender, pues no me paré a preguntarles qué querían (su acento cerrado del norte de Inglaterra, todavía más cerrado por el efecto de la cerveza y quién sabe qué más, tampoco ayudaba. Probablemente fueran jugadores de rugby league). No me dieron las prácticas pero por lo menos tampoco me llegaron a atracar. Aquellos sprints en el Central sirvieron de algo, al fin y al cabo.

Los pantalones eran gruesos y de color blanco. Y tenían bolsillos de verdad. A mí, jugando de zaguero, cuando la acción estaba lejos me encantaba andar con las manos en los bolsillos, como si fuera un lord inglés inspeccionando sus tierras o Gene Kelly cantando bajo la lluvia

Foto: Nacho Hernández

No solo como jugador, también como fotógrafo detesto la ropa de rugby del siglo XXI, con diseños que parecen cuadros de Pollock y combinaciones imposibles de colores verde chillón, azul eléctrico, rosa histérico o fucsia desatado, capaces de arruinar la mejor foto. Las botas no han escapado a esta moda. Los colores de mi rugby eran sobrios y básicos: el negro de Nueva Zelanda, el blanco de Inglaterra, el azul de Francia o el navy de Escocia, el celeste de Argentina, el esmeralda de Irlanda o el mirto de Sudáfrica, el rojo de Gales y el oro de Australia, o combinaciones de los mismos, preferiblemente en sencillas franjas horizontales o en arlequinado. Colores mate, como los de la tierra y la hierba de los campos en que jugamos. Goethe dejó escrito que los colores son las hazañas y el sufrimiento de la luz. Se merecen un respeto que con las equipaciones de rugby de última generación se les ha negado con demasiada frecuencia.

Los balones de rugby también eran más bonitos antes. El Wallaby de Adidas, de cuero, era la belleza hecha balón. Sí, cuando se mojaba pesaba unos seis kilos y se escurría entre las manos como una pastilla de jabón, pero en el rugby tan importante o más que la ética es la estética, y no ha habido ni habrá balón más bello que éste. Solo quien ha jugado con un Wallaby un día hosco, frío y lluvioso, en un campo embarrado, sabe de verdad lo que es el rugby clásico. Uno de los que usábamos entonces me mira ahora desde su rincón en la librería, donde ejerce de sujetalibros, tristón, deshinchado y con el cuero cuarteado. Parece que, también él, rememorara con nostalgia sus días de gloria en los campos de Madrid.

Mis primeros partidos de la selección española los vi en este campo, uno de los más bonitos del mundo sobre todo en otoño, cuando se viste de ocres, marrones y amarillos, y la luz mágica de Madrid se derrama y lo inunda todo, pintándolo de oro, al atardecer. Décadas más tarde la liturgia en días de partido sigue siendo la misma. Si el partido es por la tarde, antes de ir al estadio quedamos a comer en el Atómico, un bar rugbístico-taurino en la castiza frontera entre Argüelles y Chamberí, y luego bajamos paseando bajo los plátanos de la avenida Complutense, satisfechos, haciendo la digestión de las cervezas, la ensaladilla, los callos y los solomillos, y con el regusto de los atómicos -pepinillos picantes con anchoa que resucitan a un muerto- todavía quemando en la boca. Ese paseo es, salvando las distancias, lo más parecido que tenemos en Madrid a la caminata por Princes street hasta Murrayfield, en Edimburgo, o al trayecto desde la estación de tren de Twickenham hasta el estadio del mismo nombre, en días de partido.

Foto: Nacho Hernández

Hay quien habla de reformar el Central. Quien sugiere incluso derruirlo y construir un estadio nuevo encima. Aparte de que esta bombonera está reconocida como bien de interés cultural y como tal el estadio diseñado por los arquitectos Lacasa, Torroja y Barroso no se puede tocar, yo me pregunto: ¿para qué necesita España un estadio de rugby más grande o más funcional? ¿Alguna vez se ha quedado alguien fuera de un partido en el Central, o en otro sitio? Y además, ¿de verdad queremos que el rugby se convierta en un deporte de masas? (hay que tener cuidado con los deseos, pues a veces se cumplen). En 2018, después de una racha de victorias sonadas, parecía que España se iba a clasificar de nuevo para un mundial de rugby, y empezó a bajar mucha más gente a ver los partidos de la selección en el Central. Gente que no bajaba habitualmente. Incluso el rey vino al Central. El rugby salía en las portadas de Marca y As, y hasta en los periódicos generalistas se hablaba de rugby, y no solo de los temas habituales (un equipo de rugby en una prisión, un jugador de rugby gay, un jugador de rugby fallecido o gravemente lesionado por un accidente del juego, o la haka neozelandesa). Periodistas que nunca habían escrito sobre rugby empezaron a hacerlo. Una muy famosa presentadora de televisión que probablemente no había visto un partido de rugby en su vida afirmaba, guerrera y sin entender nada de nuestro deporte, que “íbamos a machacar a Alemania”. El capitán de la selección española cambió la zamarra roja de los Leones por un delantal y participó en Masterchef celebrity, la prueba definitiva de que, por fin, éramos mainstream.

El problema es que, según se suma gente que no lo conoce, se va diluyendo el espíritu del rugby verdadero, un concepto tan elusivo, lo reconozco, como el del amor verdadero en la película La princesa prometida. A medida que aumenta el número de aficionados y jugadores pero disminuye el de aquellos fieles al espíritu original del rugby, nuestro deporte se va pareciendo a un preparado homeopático en el que solo queda un recuerdo, infinitesimal, del producto original.

Todo el mundo es bienvenido, por supuesto, sobre todo quien se sienta atraído por ese espíritu; precisamente de eso va el rugby, de ser inclusivo. Ojalá siga creciendo en España de una manera orgánica, con niños jugando y abrazando sus valores -en ocasiones idealizados en exceso, pero una gran escuela de vida sin duda- desde la infancia. Pero, ¿queremos a gente que no lo entiende, no lo ha jugado nunca, y a la que lo único que le importa es que gane su equipo o selección? A partir de la profesionalización, la gran patada a seguir de 1995, es cada vez más frecuente ver en el rugby, en paralelo a las ansias por crecer, vender y aumentar beneficios propias de cualquier institución con ánimo de lucro, actitudes en jugadores y espectadores que desde el rugby solíamos despreciar, con superioridad moral, cuando las veíamos en ese otro deporte, primo lejano, jugado con un balón esférico. Espectadores silbando al equipo contrario; jugadores-histriones emulando en el campo a Neymar da Silva Santos Júnior, el famoso actor brasileño, o festejando un ensayo con ridículos ademanes y bailecitos; grupos de jugadores presionando al árbitro, haciendo el gesto de sacar la tarjeta o dibujando en el aire, histéricos, una pantalla imaginaria. En fin, aficionados, jugadores y entrenadores más pendientes del “var” que del bar, y culpando al árbitro de sus derrotas. ¿Qué será lo siguiente? ¿Hinchadas de rugby peleándose entre ellas? (en Francia esto sucede hace tiempo, pero las bagarres francesas no dejan de ser la continuación de una tradición del medio rural de ese país: sacudirse hasta en el velo del paladar pero con cariño, como ritual de hermanamiento, como hacían en la aldea gala de Astérix y Obélix). En ese futuro distópico al que el rugby se acerca a marchas forzadas y sin hacer prisioneros, como si fuera Jonah Lomu corriendo hacia la zona de marca inglesa en el mundial de 1995: ¿prohibirán la cerveza en los campos de rugby?

A medida que aumenta el número de aficionados y jugadores, y disminuye el de fieles al espíritu original del rugby, nuestro deporte se va pareciendo a un preparado homeopático en el que solo queda un recuerdo del producto original

Foto: Nacho Hernández

Mientras Phil se va hacia la zona de prensa me tumbo en la grada de hierba con estos nubarrones en la cabeza, una Heineken fría en una mano y los periódicos del día en la otra, a esperar a que empiece el partido como he hecho tantas veces antes, mientras la banda de música de la brigada paracaidista, todo cornetas y tambores, da vueltas al campo tocando una selección de sus grandes éxitos. Familias con niños, parejas, equipos de rugby y grupos de amigos van rellenando de rojo y gualdo las viejas gradas de cemento. Cuando veo a los jugadores salir a la carrera a calentar recuerdo las veces que lo hice yo mismo en este campo. La impresión que me producía salir por el oscuro túnel de vestuarios hacia la luz, como en un parto, y encontrarme con este estadio enorme. El olor de la hierba al pisar el campo desencadenaba el primer trallazo de adrenalina.

Lo bueno (o malo) de los McDonalds es que sus hamburguesas saben igual en cualquier país del mundo. Puedes pedirte la misma porquería en Madrid, Washington, Casablanca, Río de Janeiro o Manila, y en todos los sitios sabe exactamente igual. Sí, en París al Quarter Pounder with Cheese lo llamarán Royale with Cheese, pero el sabor es el mismo. El de las patatas ultracongeladas y el del Sundae con chocolate también. Nada como volver a ese sabor grasiento grabado a fuego en el córtex para sentirte como en casa por un rato, aunque estés en la otra punta del mundo. Con el olor de los campos de rugby me sucede lo mismo. Es siempre el mismo perfume, mezcla de planta, humedad y humus, que me traslada a un sitio muy familiar y acogedor, a los primeros partidos que jugué. El regazo de nuestra madre tierra, la Pachamama, debe de oler así. Como jugador me bastaba con oler la hierba al saltar al campo y el corazón empezaba a palpitar más rápido.

Mucho tiempo después de dejar el rugby activo, ese olor me persigue y me provoca la misma reacción cuando estoy en un campo como fotógrafo. Para fotografiar rugby prefiero estar muy cerca de los jugadores. No me gusta sentarme en una sillita plegable, en una esquina, con un teleobjetivo enorme en las rodillas; prefiero correr la banda al mismo tiempo que se desarrolla el partido, con mi vieja lente Voigtländer de 40 mm en la cámara. Si tus fotos no son buenas, no estás lo suficientemente cerca, decía Robert Capa. No siempre me lo permiten, pero en el rugby que más disfruto, el de base, de colegios, universitario o de clubes, suele ser posible. Es casi como si estuviera jugando de nuevo. En la hierba, tan cerca de la acción, muchas veces he tenido las mismas sensaciones que cuando jugaba. Como un perro de Pavlov, al oler la hierba de un campo de rugby, aunque sea con la cámara al cuello, se me acelera el pulso y me dan ganas de unirme al contraataque, meterme en un ruck o placar al ala que viene hacia mí. Me sucedió fotografiando un partido en el mítico the Close, el campo de rugby primigenio, en la Rugby school en Inglaterra; también en un campo perdido en la campiña de Occitania, rodeado de gallos, ovejas y boñigas de vaca, y en un campo a los pies del volcán-dios Taranaki en Nueva Zelanda; en Pontypridd, en los valles de Gales, en un campo rodeado de minas de carbón abandonadas; en Melrose, en los Borders escoceses, donde unos carniceros -no solo en sentido figurado, sino también real, tipo carnicería Sanzot- inventaron el rugby a siete; me sucedió en el viejo campo de Iffley road, en Oxford, por cuyas decrépitas gradas de madera han circulado algunas de las mentes más preclaras del siglo XX, y me sucede aquí en el Central, ahora mismo, simplemente tumbado en la hierba del lateral, mirando las nubes pasar.

El olor de los campos de rugby es siempre el mismo perfume, mezcla de planta, humedad y humus, que me traslada a un sitio muy familiar y acogedor, a los primeros partidos que jugué. El regazo de nuestra madre tierra, la Pachamama, debe de oler así

No tengo esas sensaciones en los campos de hierba artificial, esa otra condena del rugby moderno. Este es quizás un signo de los tiempos y de lo que nos espera, en el rugby y en la vida. Lo orgánico sustituido por lo sintético, lo clásico por lo funcional, lo hermoso por lo feo. La hierba natural de nuestros campos sustituida por hierba de imitación. Maravillosas zamarras de algodón sustituidas por esquijamas de lycra, y balones de plástico ocupando el lugar de hermosos balones de cuero viejo y engrasado. El olor a hierba, a tierra húmeda y a barro de los campos de rugby, sustituido por olor a moqueta, a plástico y a petróleo. El olor de nuestro rugby, la esencia de la vida que tanto disfrutamos, desaparecido para siempre (como, ejem, lágrimas en la lluvia).

Quedaremos los últimos rebeldes, cada vez menos, en busca de la belleza. Bien está. Decía Ramón Trecet (otro visitante habitual de este campo), que esa búsqueda es la única protesta que merece la pena en este asqueroso mundo. Nos haremos fuertes aquí en el Central, en nuestro último bastión, como si fuéramos un pelotón de reclutas españoles atrincherados en una iglesia de Baler, rodeados de tagalos furiosos, un grupo de galos irredentos encerrados en su aldea, o una partida de tejanos parapetados en el Álamo, esperando, resignados, el último asalto de las tropas del general Santa Anna. Ya oigo las cornetas a lo lejos. Tocan a degüello.

Foto: Nacho Hernández

[Nacho Hernandez es fotógrafo y forma parte del Consejo de Redacción de H. Para ver sus fotos de rugby y el resto de su trabajo, accede a su web www.nachohernandez.net. Además, puedes seguir sus perfiles en redes sociales en Twitter (@_nachohernandez) e Instagram (@nacho_hernandez).