Quedan pocas horas para el inicio del Torneo. Lo sigo desde los años 70, como sabe cualquiera que lea estas catódicas páginas. Conocemos los planteles, los nombres de los entrenadores y sus avatares vitales y deportivos, sabemos de dónde vienen y cómo jugaron en su día. Tratamos de adivinar qué harán con sus armas y quién ganará la competición. Aventuramos si habrá Grand Slam (Grand Chelem el pasado año) y si alguno será cicatero o mostrenco porque mire más a la Copa de Mundo que a los partidos invernales. Nos vulgarizamos. Quizás aterrizamos y miramos con nostalgia ese presunto Olimpo en el que nos teníamos por virtuosos adeptos de la última de las disciplinas que merecían la pena, porque  habíamos creído, de generación en generación, de vestuario en vestuario y de tercer tiempo en tercer tiempo que sí, que los gestos particulares que nos distinguen eran los de los elegidos.

Sin embargo, un día nos descubrimos especulando sobre la caducidad de un jugador, sobre sus lealtades o sobre el precio de un fichaje. O contemplamos, escépticos y fatalistas, como este pide tarjeta para el rival y aquel gesticula dibujando un rectángulo imaginario con sus manos, mientras llama la atención del ref. O escuchamos los cánticos del público, jocoso pero avispado, que clama “ti-em-ou”. Y entonces sabemos que somos ya como todos y solamente nos queda la memoria.

La que nos lleva a juzgar a cada contendiente con referentes que solo son indiciarios. Y si la memoria es el faro que nos guía, ha de remontarse ineludiblemente a los días vividos. A los 70, entonces.

Esa década no fue brillante para el rugby inglés. País de Gales deslumbraba y Francia se adivinaba como sucesora en el trono oficioso de este hemisferio, mientras la rosa languidecía. Acaso a los relucientes portadores de blazer del HQ tampoco le importaba demasiado. Les bastaba con que un tipo de Cambridge u Oxford formara con el XV blanco y con vigilar atentamente que nadie tomara por ligas a los recurrentes encuentros amistosos entre clubes centenarios presididos por buenos amigos -seguramente con alguna Cruz Victoria en su pecho-, que se recogían en una Tabla de Méritos que remedaba una inexistente clasificación oficial. Hubo, sí, durante un tiempo competición por rondas llamada Copa (Schweppes entonces, que alguien debía poner algún dinero para logísticas) como algo exótico y democrático. Tanto que era probable que cupieran, durante las primeras fases, partidos tan simpáticos como un Old Jolly Fellows RFC, de, pongamos, la reconocida localidad de Basingstoke, frente a los arlequinados o sarracenos londinenses.

Entre 1970 y 1979 raro fue el año en que Inglaterra pudo exhibir dos victorias en su hoja de servicios. No diré que los inventores fungieran de comparsa entre los del Torneo, entre los ocho grandes, si contamos los destinatarios de visita veraniega en el hemisferio austral, pues una vez ganaron a los Springboks en Ellis Park (1972) y otra a los All Blacks en Eden Park (1973), en el primer caso sin esperarlo y en el segundo ante el que posiblemente fuera el peor XV neozelandés de la historia.

David Duckham, portador de la Rosa desde 1969 a 1976: extraordinario jugador que anticipaba el físico del ala moderno, dotado de un fulgurante contrapié y de una intuición formidable para localizar espacios de ataque

Para los que habíamos adquirido afición durante esa década algunos de sus jugadores no nos podían pasar desapercibidos. Se sabe que eran pocos los partidos que podíamos ver durante aquellos años, en el canal de limitadas horas de emisión conocido popularmente como UHF. Puede, entonces, que mis recuerdos sean reconstrucciones engañosas.

De Fran Cotton (y su icónica fotografía cubierto de barro, en Nueva Zelanda, obra del camarógrafo Colin Elsey), de Bill Beaumont (tan buen jugador entonces como exquisito lacayo de intereses comerciales hoy) o de los melenudos Reaply y Neary, de dispar destino, aunque igual de desafortunado, la enfermedad terminal uno y la cárcel el otro.

Fue el más significado entre aquellos jugadores, afirmo, un tres cuartos: David Duckham, portador de la Rosa desde 1969 a 1976. Viajero por un desierto sin oasis, nunca atisbó el éxito de 1980. Extraordinario jugador que anticipaba el físico del ala moderno, dotado de un fulgurante contrapié y una intuición para la localización de espacios de ataque en la que solo encontramos parangón, durante ese tiempo, en aperturas como el galés Bennett o zagueros como el irlandés Ensor.

Duckham jugó su rugby de club en Coventry, una de esas potencias que no superaron el inevitable salto hacia el rugby profesional, pero que llegó a surtir al XV de Inglaterra con muchos y buenos jugadores. Duckham formaba allí, como en Inglaterra, indistintamente como centro o como ala, aunque era esta última posición, en el lado abierto, donde más rendimiento hubo de ofrecer. Duckham, que falleció el pasado mes de enero, aún sobrevivió varias décadas al rugby que practicaba, ese que tantos aficionados de mediana edad añoran, pues aquel desapareció con el trasvase de entrenadores defensivos desde el código treceísta, ya hace tres lustros. Con él desaparece otro más de los protagonistas de aquella gira de los Lions por Sudáfrica y del manido –pero extraordinario- partido de Cardiff entre Barbarians y All Blacks.

No es baladí que Duckham destacara en ambos acontecimientos, porque fue a las órdenes de un galés, Carwyn James, en el hemisferio sur primero y luego en la capital del pequeño país, donde su figura se hizo indeleble a nuestra memoria. Por eso fue adoptado por los aficionados de ese principado y condecorado con el hipocorístico Dai, Dai Duckham, que él mismo adoptaría para contar sus batallas. El inglés fue un modelo que recordamos pero que ya no encontraremos en el inminente Torneo de 2023.  Competición  que no presenta asomo de parecido con los torneos que jugó el ala inglés.

Con permiso de la presuntamente favorita Francia y de la sextoniana Irlanda, Inglaterra debería ser el país con más posibilidades, por número de jugadores y nivel competitivo, tanto para el inminente VI Naciones como para disputar ese otro torneo cuatrienal y venidero ya este año. Irlanda, decía, entre los de nuestro hemisferio, es harina de otro costal. Puede ganar entre los seis, pero allí será otro cantar, por más que sus jugadores sean, a la fecha y sobremanera sus tres cuartos, los que apuntan mayores capacidades ofensivas y atractivas para el espectador.

Las comparaciones (adviertan que no me adhiero al falso apotegma) no me resultan odiosas. Dai Duckham concitaba pasiones con su juego, como lo hacía otro ilustre difunto, JJ Williams, o el biterrois Jean-Luc Averous, el norirlandés Mike Gibson o el escocés Andy Irvine. Era, es verdad, un tiempo en el que los espacios abundaban, lo que hablaba de un cierto esfuerzo para crearlos o del aprovechamiento de los que aparecían. Para cerrarlos, para levantar murallas, trabajaban sin acierto los equipos sin brillo, hasta la arribada de los gurús del código del número nefasto y sus habilidades de contra zapa y minado.

Contra el halo difuso de héroes del común, capaces de maravillarnos entre palos y palos pero atentos a sus trabajos de lunes mañanero, estos de hoy, producto de horas y horas de repetición y entrenamiento estajanovista, elaboran estrategias ayudados de inteligencia artificial, desarrollan jugadas mecanizadas y deslumbran como portentos físicos.

Nada causa sorpresa, porque es simplemente lo que se debe esperar de ellos. A salvo, por descontado, del fenómeno excepcional que puede ser un Wilkinson, ya pasado el Rubicón pro, o un McCaw, por incluir en el elenco a un delantero.

Otros, Dupont en el horizonte, apuntan. Pero al aficionado con solera ese francés no deja de recordarle a la napoleónica figura de Jacques Fouroux o a la del dentista Jérôme Gallion, tediosas horas de gimnasio al margen. Por eso la aproximación al juego es diferente incluso para el espectador que espera, ansioso, su ración de VI Naciones anual.

Contra el halo difuso de los héroes del común de antaño, estos de hoy son producto de horas y horas entrenamiento estajanovista y elaboran estrategias ayudados de inteligencia artificial

La estupenda popularización de fenómeno rugby desde 1995 ha acercado a los estadios, a la televisión, a un espectador que presenta definitivamente el perfil de consumidor y a ese sujeto tiende el producto, con lo que determinadas manifestaciones del juego que conocimos los de cierta edad quedan –darwinismo lúdico- descartadas.

La primera fue, por descontado, la transparencia en los pagos, superadora del “shamateurismo” (incluida la profusión de empleos municipales en el sur del hexágono). Aquello escandalizaba, no ya por el fondo del asunto, sino por la hipócrita negación de realidades que algunos jugadores elevados anticipadamente al estrellato mediático desmentían de continuo. Así, Campese declarándose el primer millonario del rugby cinco o seis años antes de aquel año fundacional y postafricano. Después, la propia configuración del juego, casi por el método de prueba y error al principio, pero dirigida inevitablemente por los capitostes del asunto, a la satisfacción mercadotécnica de su público real y, sobre todo, potencial.

No insistiré en que incluso la correcta búsqueda de la seguridad del jugador no esconde más que requisito autoimpuesto para conseguir la aprobación de una sociedad que aborrece de los imprevistos, de lo señalado como excesivo que el espíritu de los tiempos condena. Por eso aquellos rucks que recordamos los mayores, entre sonrisas cómplices, hoy son impensables, porque la idea colectiva de lo aceptable se ha impuesto al riesgo que ayer éramos capaces de asumir, revelador consentimiento mediante, como manifestación de voluntad, que constaba con la obtención de la ficha federativa y el (siempre difuso) conocimiento general del reglamento.

Hoy es inconcebible la imagen de JPR Williams y su pómulo ensangrentado, reparado velozmente por su señor padre –cirujano que contemplaba las evoluciones de su vástago en las gradas de Bridgend- y su regreso al terreno de juego; o el remendado de la bolsa escrotal del noqueado Shelford. Sin embargo, toleramos las conmociones de Johnny Sexton y vemos con admiración su prolongada carrera, porque existen protocolos que presuntamente le protegen. Así que hacemos como si no supiéramos que determinados cambios en el reglamento permiten a mastodontes de 130 kgs. percutir con la velocidad y potencia que les es propia, jugar apenas 50 minutos y que ello tiene consecuencias nocivas, porque hemos diseñado políticas de prevención. Procede a reglón seguido una cita de Chico Marx que me ahorro.

Concluyo, y ya presume el lector que llega hasta aquí que prefería a Duckham en el extremo del ataque inglés, Lion o Barbarian, que a Cuthbert (el hombre que siempre yerra el contrapié) en el de País de Gales. Les separan una era oval. La de Duckham terminó con un cataclismo como el que provocó el tránsito entre  Mesozoico y Paleozoico, con la Copa del Mundo de 1995 como gran meteoro espacial. Bien está, porque no hay ni vuelta atrás ni freno para el decurso del tiempo, pero las tendencias que observamos, atentos, aquellos que somos tan frívolos como para pensar sobre este deporte, nos preocupan.

El rugby actual es ya una modalidad distinta del rugby amateur en su acepción cronológica, y advertimos que hay verdadero riesgo de que la deriva sea excesiva. Nos consuela pensar que todo es pendular y que Duckham, como el Cid, podría ganar una última batalla.