La primera fase de esta Copa del Mundo, par de pinceladas al margen, me ha decepcionado. No hay que confundir el interés por el resultado, o la pasión por el equipo de preferencia, con el rugby desplegado, con las novedades propuestas, con la calidad del juego. Esto no es incompatible con la patología que lleva a los muy aficionados a emplear 80 valiosos minutos de su existencia en un Canadá v Namibia o en un partido de la liga georgiana.

Por eso, a deshoras unos e inventando reuniones inexistentes otros, he visto todos los disputados, y no glosaré el juego de ningún XV, que en estas páginas ya se ha hecho. Pero sí quiero destacar a los anfitriones, que no me han aburrido en absoluto. Porque han venido mostrando una progresión notable y porque conocen como nadie el arte de la economía. Arte, sí, ya que los presuntos científicos de la disciplina fallan como escopeta de feria. Creo que la más común definición de la cosa tiene que ver con el aprovechamiento óptimo de recursos escasos. Si eso es así, los japoneses son maestros.

Durante décadas, con un XV formado mayoritariamente por nativos, se defendieron dignamente como Tier 2. Tiempo habían tenido para consolidar un buen equipo nacional. En época de sus precursores, Tanaka Ginosuke y Edward Bramwell Clarke (finales del s. XIX y primer tercio del XX), no había Copa del Mundo y principiaban los partidos internacionales. Ambos estudiaron en Cambridge, y acaso el japonés fue último epígono decimonónico de aquellos pescadores sintoístas secuestrados por el rapaz pirata Cavendish, merodeador de la ruta del Tornaviaje de Urdaneta y Legazpi, en tiempos de la aviesa Reina Virgen. Ginosuke se instruyó bien en la centenaria universidad, va de suyo, pero además adquirió la improbable habilidad de manejarse decentemente con un balón ovalado. Producto de la Era Meiji, enviado para empaparse de Occidente, retornó a su país para iniciar una carrera en el primer banco moderno del Japón sin pensar que sería recordado por la afición adquirida en Inglaterra.

Edward Bramwell Clarke, en el centro, con el primer equipo de Keio en 1901 (Foto: Keio Times).

Edward Bramwell Clarke había nacido en la agitada ciudad portuaria de Yokohama, precisamente donde el XV japonés selló una clasificación inédita a la fase de cuartos de final la pasada semana. Se dice que fue hijo de un panadero. Lo cierto es que conoce al también cantabrigense Ginosuke cuando ya es profesor de inglés en la tokiota Universidad Keio y quiere que sus alumnos aprovechen el tiempo entre las clases, para lo que su amigo japonés le servirá de enlace. Así que en el campus fundado por Fukuzawa Yukichi en 1858 jugaron por primera vez al rugby los naturales de la isla del Sol Naciente.

Tanaka Ginosuke y Edward Bramwell Clarke se conocieron en Cambridge y fueron los precursores del rugby en Japón. Clarke, nacido en Yokohama era profesor de inglés en la Universidad Keio y allí fue donde se jugó por primera vez al rugby en Japón

Que hubo simbiosis nos resulta evidente. La planta prosperó. Hoy el Japón es uno de los países con mayor número de jugadores federados y tiene cantera suficiente para un sobresaliente equipo nacional, aderezado, como casi todos, con asimilados de apellido anglosajón, bóer o polinesio. Los de la flor de cerezo han estado presentes en todas las Copas del Mundo: las primeras, en 1987 y 1991, tras aceptar las invitaciones de rigor; y a partir de entonces ganando su clasificación. Hasta 2015 sólo habían obtenido dos resultados relevantes frente a los más grandes (Inglaterra en 1971, mínima derrota, y Escocia en 1989, leve victoria) y, por el contrario, habían recibido correctivos tan espectaculares como el de aquel enfrentamiento con los All Blacks en Sudáfrica en 1995 (145-17), pero solían deleitarnos con partidos como el que les enfrentó a País de Gales en la Copa del Mundo de 2007, que fue un verdadero espectáculo.

Ya no sufren, ya no son simplemente exóticos. La victoria a las órdenes de Eddie Jones frente a los Springboks, una de las más celebradas por aficionados de toda adhesión que recuerdo, fue cantada como epopeya y también narrada como anécdota. Lo fue y pudo seguir siéndolo si no hubiera sido cimiento para la forja del equipo que el neozelandés Joseph ha construido sobre aquella base, con el incentivo de presentarse ahora como anfitriones. El estímulo ha sido adecuado porque a la fecha otros dos Tier 1 han caído ante ellos, precisamente en la recién concluida primera fase de esta Copa del Mundo: irlandeses, con cierta sorpresa para la mayoría, y escoceses, con manifiesto fatalismo para casi todos y una dosis de alborozo por la aparición de actores nuevos en escena.

 

Cuando juegan los nipones nunca veremos a un equipo rendido y quien bregue en clubes de ciertas carencias siempre ha podido aprovechar algún detalle técnico salido del laboratorio de ideas de los que convirtieron en arte el hacer de la necesidad virtud. En cualquier caso, como casi todo lo que viene del Lejano Oriente, la mera existencia del rugby japonés es un arcano para nuestras mentalidades aristotélicas. En el país de los gigantes del sumo han de recurrir regularmente a las islas del Pacífico Sur o los antiguos Dominios de otra Corona para aportar peso y estatura a su delantera, lo que no impedía que jugaran con desventaja las lides en que los ocho de delante están comprometidos. Lo suplían con técnica. Una técnica que han depurado y complementado con el peso y potencia que les permitió dominar al pack escocés en buena parte de los 80 minutos del partido del domingo pasado.

Los de atrás, a los que tal desventaja podía exponer a plausibles desastres defensivos, ya no temen nada de nadie, aunque carezcan de alas desmesurados y centros de tres quintales. Es alentador disfrutar del juego de Matsushima y Fukuoka, precisos, rápidos y dotados de un sentido del rugby que multiplica el valor de las decisiones tácticas de sus medios, el veterano Tanaka y el sagaz Tamura. Son todos muestra de un proceso que lleva, como en el caso All Black, a la excelencia, virtud de múltiples facetas.

Es alentador disfrutar del juego de Matsushima y Fukuoka, precisos, rápidos y dotados de un sentido del rugby que multiplica el valor de las decisiones tácticas de sus medios, Nagare y Tamura

Desde la menor de las categorías hasta la selección nacional, se empeñan el técnico y el jugador japonés en un concienzudo y puntilloso desarrollo de las habilidades individuales y colectivas -el camino de los Cinco Anillos- hasta tal punto que fueron calificados, con desdén innecesario, de reiterativos, predecibles y rígidos en su concepción del juego. Si algo hubo de eso, trabajaron para evitarlo al menos desde que ilustres predecesores como Seiji Hirao o Toshiyuki Hayhasi, ambos internacionales y Oxford Blues, demostraran que eran capaces de competir con sus pares occidentales sin demérito para su reputación.

La Unión Japonesa de Rugby se fundó en 1926 y el primer partido internacional iba a tardar 33 años en llegar, cuando derrotaron 9 a 8 a los visitantes canadienses. Para poco más habían de estar los súbditos del Mikado durante esa y la siguiente década, embarcados en una de las más desatinadas y crueles ensoñaciones nacionalistas del pasado siglo. Así que no volvimos a tener noticias destacadas del rugby nipón, a salvo el apoyo incondicional del príncipe Chichibu, hermano del ya terrenal emperador Hiro Hito, hasta la gira por Nueva Zelanda de 1968, donde sorprendieron a propios y extraños ganando seis partidos, incluidos los Junior All Blacks (19-23). Mejor vendría la cosecha de 1971 pues, en los fastos de la conmemoración del centenario de la RFU, perdieron solamente por 3-6 ante una Inglaterra que había viajado con lo mejor de su plantel a Tokio. A partir de ahí, y a salvo la derrota de Escocia (con sus mejores jugadores de gira con los Lions) en 1989 (Chichibonumiya Rugby Stadium, 28-24) varias veces hubo posibilidad de derrotar a alguno de los grandes sin que llegara, hasta el recordado partido de 2015 ante los Springboks.

Con esos fundamentos son menos sorpresa los que detentan el récord mundial de puntos a favor (155 a 3 frente a Taiwan en 2002). Ya en la Copa del Mundo de 2003 añadieron a su natural fair play y caballerosidad un juego electrizante y dinámico que les dio el honorífico título de mejor de lo que los anglosajones llaman minnows, a saber, los que quieren pero no pueden. Han superado, es evidente, la frustración que habían acumulado desde 1991. En esa segunda Copa del Mundo ganaron a la entonces prometedora Zimbabwe, en Belfast y por 52 a 8, y no volvieron a hacerlo hasta 2015. Solamente un empate a 12 frente a Canadá en 2007, atenuaba un fracaso que ya no lo es.

España nunca ha ganado al XV japonés, por cierto. Les hemos recibido un par de veces, en Valladolid en 2010 (Japón B) y en Madrid en 2013 (7 a 40, Nava aún en el centro de los tres cuartos locales y por los visitantes los Goromaru, Horie, Tamura o Tanaka), además de algún partido de selecciones de extraña denominación (España B v Este del Japón, Madrid, marzo de 1992, con tipos tan notables como Raúl Muro de Sant Boi, Montjuic, Barça y la Universidad de Auckland, Óscar Encinas o Pablo Gutiérrez de Arquitectura o el llorado José Ángel Hermosilla, del VRAC Quesos Entrepinares, para un 25 a 32). En Tokio otras dos, en 1999 (7 a 30, preparación para la Copa del Mundo de ese año y con su actual entrenador, Jamie Joseph, jugando como flanker y Graeme Bachop de medio de melé con los nipones) y 2005 (29 a 44, con Zarzosa en medio de la primera línea y Velazco y Enciso ya de retirada).

Recuerdo que en el partido de 2013, en el Central, había quien, iluso, pensaba que los nipones eran asequibles. La cosa es bien sencilla, porque desde ese año nada ha cambiado, y se deriva de tres circunstancias, dos de índole rugbístico y una tercera ajena, pero de gran valor para los asuntos deportivos. En el Japón hay más tradición, más afición y tienen más medios económicos. Lógico todo, con la lógica aplastante de un deporte, el nuestro, en el que salvo en el caso de los grandes, y eso con excepciones, solemos saber quién va a ganar, con permiso de Amateratsu, a lo que se ve.