
La tarde es fresca y esta vez es la afición, casi patológica, la que me lleva a un lugar de suyo frío y desabrido. La Plaza de los Cubos de Madrid, recoveco de hierro y hormigón, casi brutalista, alberga oficinas administrativas, juzgados y franquicias de comida rápida, a secas o con ínfulas. Hay que desviarse por el callejón de Santa María Micaela para dar en Ventura Rodríguez y encontrar una casa de comidas, vasca, que haga olvidar los atropellos que en la plaza se perpetran, a juego con los cubos metálicos que la presiden y le dan nombre.
Allí están también los cines Renoir, supervivientes de un tiempo en que las salas cinematográficas principiaban cerca de Plaza de España, continuaban por los cines Azul y ya no terminaban hasta la Red de San Luis. Su dedicación a las versiones originales les habrá permitido sobrevivir, no lo sé. Esa tarde, la del 8 de abril del segundo año vírico, la plaza mostraba público distinto del que cada mañana acude a solventar conflictos laborales. Un público abigarrado y más bien maduro, de esos que en sesión matutina tendrían derecho a indemnización de cuantía previa a la reforma de 2012.
Mucha morfología generosa y caras que se adivinan, tras las máscaras protectoras, joviales. Saludos afectuosos y a poco que uno tenga costumbre de fijarse, rostros conocidos, del ayer, casi todos. Porque el ayer es lo que reunía a los Paco Méndez, Chupao Gutiérrez, Ramón Blanco, el mismo Santi Santos, de entre los que protagonizaban el documental con raigambre en la Villa y Corte, o Alejandro Miño y José Ramón Canijo Núñez de los que venían desde Hispalis.
Desperdigados -precauciones sanitarias- por la plaza antes de entrar en la sala, muchos otros, a los que identifico mejor si mi memoria los compone con zamarra embarrada y rostro tumefacto. Uno, que es de la quinta de la mayoría de los concertados, se siente plenamente integrado en el conjunto, más cuando se une a otro veterano de su club, que sobresale una cabeza sobre la mayoría y atiende por nombre finlandés. Acaso Feijóo, García Luna, More y algún talludo fotógrafo que también reconocemos, desequilibran esa media, sin desdoro: se conservan relucientes.Casimiro Oltra debe de ser un romántico, como su empeño, titánico y solitario. Tuvo a bien invitarme porque seguramente ha leído en las redes mis ocurrencias. Ya sabía, por ese mismo medio, que la cosa progresaba y llegaba el día del estreno, al que hubiera acudido aunque no hubiera mediado su amable invitación. Y es que el cronista tiene querencia por el pasado y por los documentos gráficos, móviles o inmóviles. Así que el cronista, que lo ha visto casi todo, tenía ganas de proceder con Quince. Porque lo realizaba y producía un aventurero que empeñaba su esfuerzo y dinero en la empresa y porque el documental recogía los que fueron años que algunos tenemos por mejores de nuestro rugby. Como Casimiro es sevillano, el hilo conductor, aunque lo trasciende con mucho, no podía ser otro que el Ciencias de Sevilla de Juan Arenas, de Bosco Abascal y de los Torres Morote y sus años de eclosión y éxito.
Que mi relación con Oltra sea recientísima y virtual me permite alabanza objetiva. Fermín de la Calle, contiguo a mi butaca y puntual narrador de algún pasaje de la cinta, me había puesto en antecedentes sobre algunos defectos técnicos propios de la conservación inadecuada de materiales, acaso de su pérdida, que no empecen en absoluto la calidad de Quince. Porque el entusiasmo y el amor por lo nuestro que comparte Oltra en su obra hacen esos detalles imperceptibles. Por eso recomiendo que lo vean, en el cine si pueden. Quizás algún otro soporte siga a las proyecciones que se suceden por toda España pero, por si acaso, vayan al cine.
‘Quince’ narra los años de esplendor de nuestro rugby, esos que comprenden la década larga entre mediados de los 80 y finales de los 90
Iniciado el documental advertirán ya por qué digo que narra años de esplendor de nuestro rugby, esos que comprenden la década larga entre mediados de los 80 y finales de los 90. Los años de Arenas, a quien, salvo por la poesía, que desconozco si compone, podríamos asimilar a Carwyn James por el meticuloso y exhaustivo estudio del rugby y de la mejora de las personas que se concitan en el juego; los de Lino Plaza, el navarro del Baztán alma de la Escuela y muñidor de vínculos con galeses de renombre; los de Gérard Murillo, el francés de ascendencia ibérica que tanta y tan buena huella dejó en los componentes de la Selección (lo de XV del León se popularizó después), quienes, al decir de alguno de los protagonistas, no sé si Albert Malo, Fran Puertas o Javichín Díaz, puede que otro, declaraban que fueron como un club. Consecuencia feliz de esa calidad fueron partidos sobresalientes, como el que tanto enfado provocó en Wayne Shelford en el viejo Chapina sevillano, en 1988, que todos recordamos con el verbo de Ramón Trecet, o la primera victoria, en el Central, 1992, frente a Rumanía.
Años en los que nos visitaban regularmente selecciones como Escocia o Francia, también Inglaterra, con letra más o menos próxima a la primera vocal del alfabeto, pero fuertes, duras, consistentes y competitivas. Nostalgia de un tiempo en que no estuvimos tan lejos, antes del Gran Salto Adelante de 1996, que trajo consigo otra modalidad de rugby.
Revivirán algunos y conocerán otros, para su sorpresa, que comenzaba a descollar El Salvador de los Candau. Que el club dominante de la época, hasta que fue destronado por los sevillanos, era la Escuela, el CD Arquitectura de Felipe Blanco, Cocacolo, Pajarito (presente en la proyección), Cabrero (también allí), Pape Tobar, Encabo, Napo, Telmo, Machuca. Que el Ciencias avanzó penosamente desde categorías regionales (recuerdo un anuario de la FER, creo que de 1983, en el que posaba su XV como campeón de la Copa de la Federación, que venía a ser como el campeón de Segunda División). Sabrán de sus esfuerzos para ascender a Primera División (no me pregunten por el formato de competición, cambiante siempre) que conocí de primera mano por un viejo club de azul y negro en el que el cronista militaba y que derrotó a los futuros campeones por 13 a 12 en el campo del Paraninfo de la Ciudad Universitaria de Madrid. Ese día este que firma y sus compañeros adquirieron plena conciencia de lo que era un delantero de verdadera dimensión internacional, porque Chema D’Errico, entrenador de corazón tan blanco y cabeza tan clara, diseñó un partido casi exclusivamente destinado a frenar a Bosco Abascal. El tercera línea que se empeñó en ello, buen amigo, nunca lo olvidará.
Véanlo, insisto. Sabrán de tipos que, sin alharacas, anónimos, porque sí, se dejaban la piel por la delgada línea roja (inimaginable la de los nuestros para Kipling) que tantas veces, ante rivales imponentes, formaban los Pardo, Pirulo Álvarez, Laskuráin, Etxeberría, Amunarriz, Azkargorta, Auzmendi, Massoni, Trenzano, Chocarro, Salvador Torres, Oller, precursores de los del 99. Las jornadas que se sucedieron en Sevilla, Madrid, Cornellá o Richmond y Edimburgo, ante colosos como Brooke, Sella, Cuttita, Clarke, Copsey, Dumitras, Eales, Skinstad o Tomes son dignas de recuerdo.
El Ciencias reunió en su palmarés liga, Copa del Rey y Copa Ibérica. Pero el sabor de aquellos años sólo se recupera yendo con la narración del documental a las gradas del Central y recordando los cánticos de los visitantes del Guadalquivir: «A la melé, a la melé»
Ciencias de Sevilla superó ese escollo y otros cien, porque con el tiempo reunió en su palmarés liga, Copa del Rey y Copa Ibérica, lo que es sabido y basta acudir a las estadísticas. Pero el sabor de aquellos años solo se recupera yendo con la narración del documental a las gradas del Central y recordando los cánticos de los visitantes del Guadalquivir (“a la melé, a la melé”), los impactos y encontronazos de un rugby que hoy rayaría en sucesión de conductas de difícil acomodo en el muelle Zeitgeist vigente y al albur de decisiones que a la fecha la tecnología cuestionaría, sin que, carentes de la fría objetividad de la grabación inmediata, empañaran un ápice el acomodo a las normas del momento y el distante respeto por juez y rivales. Distante, claro, durante la contienda, caluroso durante el tercer tiempo. Aunque se anotaran en el cuaderno de bitácora las ofensas que hubieran de ser purgadas en el siguiente partido. ¿Acaso ya no sucede?
Oltra es capaz, sin énfasis, pero con verdad, de contarnos lo bueno y lo menos bueno, incluso lo malo. Lo primero se rememora, lo segundo se perdona y se transforma en anécdota jugosa (esas vetustas gradas de Sant Boi y sus encorajinados aficionados -experiencia tuve- intimidando a los rivales que se aproximaban a las bandas); y lo último para que conste, porque nos revela incógnitas, como las desventuras de jugador muy grande y muy notable por la triste Rumanía de la Securitate o en algún ruinoso hospital de la postrera Rusia soviética, con asistencia federativa -al debe de aquella época- más bien limitada.
Creo que hay una correlación entre la fascinación por los partidos de rugby de las naciones clásicas y el desdén por lo propio, que tiene que ver con las expectativas y el desempeño de nuestro rugby, condicionantes mediante, en ese ámbito. Por eso contemplar los años que nos brinda Casimiro Oltra en Quince nos hace olvidar durante 90 minutos a cardos, rosas, tréboles y helechos. Gracias, Casimiro.