El transcurso del tiempo obliga al cronista a escribir obituarios. Sucede entonces que al esfuerzo de la escritura puede sumarse el lamento de la pérdida, quizás porque toda muerte anticipa otras, aunque sea tan tangencial como la de un galés que comentaba partidos de rugby. Murió hace algunas semanas el epígono de un maestro. Como a él, lo glosa aquí el escribiente. Acaso la pérdida no sea tan lejana, aunque nunca ha creído el escribidor en ese mito de la conexión entre los numerosos habitantes del planeta, esos seis o siete enlaces que se predican, vaya Ud. a saber.

El difunto galés fue, ya se apuntó, discípulo destacado del admirado Bill McLaren y versado en románicas (francés y español, cursados en Cambridge); y como, por esa peculiar razón, un día de un otoño primerizo de finales de los 70 dio con su enorme persona en un señero bar del madrileño barrio de Argüelles, lo siente casi como propio. Porque ese local lo frecuentó, también, el amanuense, con el mismo club azul y negro que abdujo al galés y porque hoy le sirve, con otros conmilitones, de punto de partida para pequeña caminata hacia el Central, los días de partido señalado.

Es un hecho que viene a contarles el cronista que Eddie Butler, formado en Monmouth School, en el condado del mismo nombre y parte de las Marcas Galesas, reunió 16 caps con País de Gales entre 1980 y 1984, fue British Lion en 1983, Barbarian y blue de Cambridge tres veces; integrante de las camadas de delanteros criadas por Ray Prosser en Pontypool y, sobre todo, alguna vez bebió sus cervezas en el Bar Morales “El Atómico” de la calle Meléndez Valdés de Madrid.

Eso último llegó a oídos del redactor mucho después de saber de sus andanzas ovales, en un entrenamiento de club y luego, con todo lujo de detalles, durante un funeral con numerosa presencia de jugadores, en las bancadas traseras de una iglesia de Chamberí, durante la pertinente homilía (mea culpa). Porque de Butler tenía noticia televisiva muy anterior, con la somera y precisa descripción que en el castellano escueto de los vascos hacía Celso Vázquez, otro personaje vibrante, monumental y recordado, del gremio del oval, de las letras y de las viandas.

Dicen que merodeaba por Argüelles y se refrescaba en ‘El Atómico’, al tiempo que preguntaba por el club madrileño que le habían recomendado. Que acabara con otros colores, los de Ingenieros Industriales, solamente tiene que ver con el destino. Nadie en su sano juicio hubiera desperdiciado la ocasión de llevar a sus filas a un zagal de esa envergadura que resultó ser galés

Quizás haya una línea discontinua que una al Atómico con Monmouth School y aquello de los seis o siete saltos sea cierto, porque el escribano sabe de buena fe que hubo más intersecciones entre Gales y nuestro rugby. No en vano suele acudir y ha jugado no pocas veces en un torneo que dos de sus amigos celebran cada año en la sierra de Madrid como homenaje filial a celebrado progenitor,  quien tuvo la fortuna de formarse en esa escuela galesa y no en una politécnica de Leningrado, y así, por buena ventura, aprender su rugby, volver a España, y significarse, con otros, en el club que viste rosa y compás. Azar que relaciona a Butler con España, pues su visita al madrileño bar fue intencionada, y tuvo que ver con ese club blanco y pionero de los viajes a Londres, cuando no eran frecuentes en nuestro limitado rugby. Ray Williams, amigo del recordado Lino Plaza y factótum del rugby galés y del original London Welsh, perdónenme si ya lo he contado, recomendó al estudiante Butler, ávido de afilar su español académico, que buscara a los de la Escuela en Madrid, durante sus trimestres de estadía lectiva en España.

Butler buscó, pero no encontró. Dicen que merodeaba por Argüelles y se refrescaba en el meritado local al tiempo que preguntaba por ese club. Que acabara con otros colores, los de Ingenieros Industriales, solamente tiene que ver con el destino. Nadie en su sano juicio hubiera desperdiciado la ocasión de llevar a sus filas a un zagal de esa envergadura que resultó ser galés, a quien por ese solo hecho se le presumían –iuris tantum– cualidades rugbísticas. Una temporada completa trotó por los baqueteados campos madrileños, antes de regresar a Pontypool.

Butler, el más alto en el centro, con Ingenieros Industriales.

Pocos sabían, al verlo vestir el rojo de Gales en 1980, de su paradero previo. Yo mismo no guardo memoria precisa de él hasta 1984. La gira era de Australia y ha sido narrada muchas veces. Viajaban jugadores notables que desmintieron para siempre el papel menor adjudicado por costumbre a los Wallabies. Mark Ella, Simon Poidevin, David Campese, Nick Farr-Jones o Michael Lynagh y Andrew Slack deslumbraron con su juego durante la gira boreal y ganaron un Grand Slam. Inopinadamente TVE retransmitió ese partido (un tiempo en directo y otro en diferido, porque el balonmano tenía precedencia y había que conectar con Berlín), y aún nos congratulábamos los aficionados, pues, acostumbrados a los dos o tres encuentros de V Naciones y los esporádicos de España, un test de gira era novedad. El condenado incomunicado al que le dejan salir a pasear al patio no se queja demasiado. Igual el rugbista ibérico, que soportaba estoicamente esas frivolidades de las que avisaba con resignación el buen Celso.

Así que el partido era todo un País de Gales v Australia, en el viejo y ya demolido National Stadium, anejo al Arms Park, blasón metonímico por el que seguíamos mencionándolo, en un tiempo en que lo mercantil pesaba menos y no se vendía el nombre de la casa de los mayores. El número 8 galés, lo sabe ya el lector, era Eddie Butler, capitán además, y esa su última comparecencia con las plumas de avestruz y la ya desaparecida leyenda Ich Dien en el pecho. No hubo historia. Los galeses no fueron rival para el desparpajo, la alegría y el desenfreno austral. 9 a 28 fue un resultado elocuente. Honra a salvo porque Dave Bishop, alguien que pudo serlo todo, John Perkins, un camionero que con escasos 188 centímetros era un bastión en la segunda línea del pack, y Butler, el prematuramente canoso octavo y a pesar de una frivolidad de última hora, contuvieron la debacle. Todos poolers, por cierto.

No fueron fáciles para el País de Gales los 80, no. Los herederos de tiempos dorados siempre batallan, sin pretenderlo, contra sus antecesores. Edwards y Bennett, Gravell o Davies (Gerald, es menester aclararlo), habían pasado de la pradera verde al cubículo de comentaristas, en inglés o en galés, y los sucesores no sostenían la casa solariega como los ancestros. Era imposible. Décadas, a salvo la corona triple de 1988, les iba a costar reconstruirla.

Butler, al frente de Gales en 1983 en Cardiff (Foto: Trinity Mirror Copyright).

Butler se retiró ese día del rugby internacional. Hasta 1990 aguantó en su club, Pontypool, que no era poco. Era más, de hecho: extenuantes entrenamientos ideados por Ray Prosser en las laderas de las colinas cercanas al campo, cual agogé espartana, cuerpo endurecido y mente presta al sacrificio unidos a un conocimiento detallado del juego y la psique rival que propiciaban una ejecución sencilla y contundente. Exuberante a veces, quizás mito que sembraba dudas y miedo en algunos rivales que no comparecían. Aducían excesos de los locales que servían de coartada para su ausencia, en detrimento de la genética que animó a Edward Longshanks, pero enardecía a los tricolores, blanco, rojo, negro, que acaso recordaban a algún Llywelyn, Rhodri u Owain, esos que quisieron al Severn frontera inexpugnable. El mismo Butler, con el respeto y contención para el adversario que puede caracterizar a los de formación cantabrigense, andaba en esas cosas últimamente, amigo y colaborador de Plaid Cymru.

Guardadas que fueron sus botas (siempre bajas), se empeñó unos años en la docencia y en la empresa, con esa dedicación intensa pero transitoria del que sabe que es una simple estación en la ruta. A Butler, sus estudios lo acreditan, le atraían las palabras. Wordsmith se le ha llamado en los panegíricos al uso en la prensa británica. Lo tomo como mío y lamento que la mejor aproximación al término sea un circunloquio, de modo que optaré por bardo, pues su dicción y la entonación de sus comentarios para la BBC lo acercaron al paradigma poético que presumimos a los vates celtas. Una entonación digna del ganador del eisteddfod anual en su certamen de verso libre (“Oh, England, what have you done and Wales, what are you doing?”) acredita mi tesis.

Bill McLaren preparaba enciclopédicas notas para sus narraciones rugbísticas en la BBC; Butler, con la misma intensidad, confiaba a su memoria el dato que salpimentaba su narración, no menos ágil pero acaso más cercana

No fue baladí pasar años al lado de McLaren, aun siendo su estilo muy otro. Donde el escocés preparaba enciclopédicas notas, trabajo erudito de la semana previa, el galés, con la misma intensidad, confiaba a su memoria el dato que salpimentaba su narración, no menos ágil pero acaso más cercana. Acompañado por el lenguaraz Brian Moore, talonador, impenitente y provocador, que es decir lo mismo, alcanzó sus mejores momentos, pues el diálogo entre ambos, debate muchas veces y polémica otras, conferían a la plástica del oval y sus treinta danzantes una altura como solamente al dominio de las artes del trívium, en la versión primigenia de Casiodoro, cabe atribuir. El mérito, claro, era del humanista Butler, pero no es menor el de Moore, que se dejaba llevar con soltura.

Nuestro Butler no se conformaba, empero. Iba más allá. El rugby, sobre todo, pero además, la literatura, apegada a lo propio, aunque no solamente. En la versión escrita y añorada de esta revista, sección literaria, se habló de Gonzo Davies. Dos novelas le tuvieron de protagonista. Allí se manejaba Butler con acierto, porque dominaba el meollo de una cierta intrahistoria hampona y deslumbrante y conocía al personaje, con el que bien podía haber jugado él mismo, si no era el alter ego de algún tipo salido de cualquier council house con proyección y aspiraciones frustradas.

Más allá de sus libros y afinidades políticas a favor de la separación de País de Gales del Reino Unido, a Butler hay que definirlo como un buen tipo. Lo corroboran los unánimes panegíricos póstumos y hay que fiarse de ellos, que de su conducta solo nos llegan de primera mano historias de placajes  en los campos de Paraninfo u Orcasitas, el pasado sábado, sin ir más lejos, en el citado torneo serrano y en charla con un veterano medio de melé de España que lo recordaba bien.

De su trabajo periodístico sabemos más, directamente incluso, porque un día de verano de 2019 el abajo firmante departió con un colega de Butler, bajo un sol más propio de las Ventas que de la grada de prensa de Twickenham donde nos encontrábamos. Un tal Jones, colega del finado y a sueldo del Sunday Times, fue la fuente. Exhaustivo en su preparación McLaren, no menor la aplicación de Butler, quedó dicho, se traducía en un tránsito bien distinto por el partido: más impresiones y detalles que datos, hilvanados por un leve guion previo para dar coherencia a la narración de la contienda, en la que la exquisita modulación de una voz grave y sonora nos transmitía, sin sesgo alguno salvo por el buen juego (como el escocés le enseñó), qué XV rendía bien y cuál no; dónde tenían lugar las acciones clave e implícitamente quién iba a ganar la lid, dando el énfasis necesario a cualquier atisbo de cambio de tornas que concentrara la atención del espectador muelle y acomodado. Digno sucesor de su maestro, al que superaba en la crónica escrita. Poseedor de un vocabulario riquísimo y una sintaxis muy por encima de los usos precipitados del buscador de clicks, rara vez seguía el orden cronológico del partido. La historia, los hitos de la historia, armaban la crónica, no minutos ni segundos. Los protagonistas, sus vicisitudes (ahí la herencia maclareniana) le servían mejor que la mecánica de la jugada, a salvo el destello puntual que levantaba al público de sus asientos y enardecía a las aficiones. Entonces, sí.

Críticas comedidas, alabanzas contenidas y digresiones, las justas, siempre en relación con acontecimiento del partido, todo ello adobado del poso que su paso por la centenaria institución del puente del río Cam deja, dejaba antes del fragor de la falsaria corrección, a los que por allí pasaban.

Lamentamos -el plural no es mayestático- su desaparición. El espectador que ha madurado con McLaren y Butler solo tiene, ahora, un asidero: la voz inglesa del rugby es ya solamente la del neozelandés Grant Nisbett.