
Fue en marzo de 1983. El final del invierno no es agradable en Londres. Tengo para mí que a los escoceses (a las escocesas, seguro, tras unas cuantas visitas a aquellos pagos), ni cielo encapotado ni lluvia persistente ni bajas temperaturas les llaman la atención.
Muy temprano se despereza Colin, el talonador del equipo visitante. Despierta a Iain, su compañero de habitación y de primera línea, un fortísimo y compacto pescador de salmón. No se encuentra bien y le pregunta si se siente igual. El pilier derecho de Escocia le tranquiliza: son los nervios de las grandes ocasiones. Jugar en Twickenham lo es. Cerca, un par de habitaciones más allá, otro Iain, un tercera línea de Selkirk, formará en la segunda línea, aunque desde los ¿17? no ha metido la cabeza entre pilier y talonador y le sorprende la decisión de Telfer, el respetado y severísimo seleccionador. Tiene, además, otras preocupaciones: su compañero, Tom, un debutante que buscará un consejo que quizás no pueda darle él, que tiene como suyo el nº 8 que hoy le arrebata John, futuro padre de otro nº 8 de Escocia.
Por el pasillo comentan ya Roy y Jim las previsibles vicisitudes del partido de la tarde. Roy había sido el capitán hasta ese día, pero el comité de la Scottish Rugby Union, que se ocupa de esos asuntos, ha decidido que hoy lo sea el pilier izquierdo, Jim. Parece lógico: creen que Roy, que es un medio de melé que a veces juega como un tercera, se desenvolverá mejor sin la presión del cargo, y además esa rara avis que es el capitán –tory en Escocia- es un gran motivador. Claro que el primera cree que debían habérselo dicho antes. Estas cosas, la motivación al equipo, como en su empresa de grano para el destilado esencial de Escocia, hay que prepararlas.
La pareja de flankers está ya desayunando. El cerrado atiende también por Jim, hermano gemelo de otro jugador, Finlay, que dará gloria sin cuento a su país para no ser menos que su hermano en el venidero 1984. El abierto, David, es el sujeto que más se concentra en el vestuario, el que afirma que lo suyo es el sacrificio del propio cuerpo. Un estoico. En otra mesa, porque prefieren dejarles con sus cosas a esos dementes terceras, charlan Keith, Peter, John, otros dos Jim, el ala y un veterano centro (no hay mucha variedad de nombres propios en el equipo) y Roger, otro ala, que se conjuran: desde 1971 no ganan en Twickenham y este año la sombra de la Cuchara de Madera pende alargada, como diría un escritor castellano que de rugby nada sabe. No es para menos: han sido batidos por galeses, irlandeses y franceses, y sus rivales les llevan ventaja, porque empataron con los galeses.
En 1983 no hay paseo con el capitán. Lo que en esas ocasiones se dice, ya se ha dicho desde el jueves en que se hospedaron cerca de Richmond. Si queda algo, se dice camino del estadio.
Twickenham impone, con esa grada sur nueva y elevada que descolla contra las viejas de verde madera de este, oeste y norte. En el vestuario, apenas es la una de la tarde, Colin Deans sigue mal. No hay duda de que no es sólo la emoción de la jornada, pero no dice nada. Iain Angus McLeod Paxton, el hoy segunda, ha comprendido ya el porqué de su puesto y todos escuchan al referee, Mr. Doocey, neozelandés, que ha pasado a revisar botas y a explicarles los detalles de su interpretación de los agrupamientos, que ya se sabe que los árbitros de allá abajo son muy suyos.
«Estamos empatados, pero podemos ganarles. Son como paquidermos, no se mueven, hay que crear espacios. Giramos las melés, salimos con Johnny, fijamos a sus terceras en el agrupamiento y a mover el balón», arenga el capitán Jim Aitken a los suyos antes del desenlace vencedor
Ha pasado media hora, fuera se escucha Pompa y Circunstancia, eso que algunos dicen que debería ser el himno propio de los ingleses, que lo de Dios Salve es de todos, aunque no guste a muchos. «Allá ellos», piensa Jim Renwick, el centro, «lo nuestro es Scotland the Brave, gaitas y batir de cajas y tambores».
Los ingleses, más fuertes, más grandes, no están haciendo buen torneo: Horton, el apertura de Bath, fallón; Steve Smith, el medio de melé de Sale, otro noveno delantero, se siente más seguro con los mastodontes de delante; Gary Pierce, que se cree el hombre más fuerte de las Islas; Colin Smart -el que se tragó en París un bebedizo perfumado que estaba destinado a un francés-; Peter Wheeler, el gigante Steve Bainbridge, Nick Jeavons, John Scott (un inglés que juega con los biazulados de Cardiff) y el jovencísimo Peter Winterbottom, el agricultor, le dan a Smith la seguridad que le quita la RFU, que pensaba sustituirle por Nigel Melville, baja a última hora.
En cuanto a los centros, Huw Davies, el galés nacido en Sussex que eligió jugar con la Rosa, y Paul Dodge, uno de tantos tigres de Leicester que han servido con el uniforme blanco, son solventes, pero mecánicos. En las alas, el veloz John Carleton, lejos de su mejor momento durante el Grand Slam de 1980, cuando endosó precisamente tres ensayos a los de más allá del Muro de Adriano; y Tony Swift, que hace honor a su apellido. Atrás lo mejor de Inglaterra: el sabio y flemático Dusty Hare.
Estamos en el descanso (9-9), apenas cinco minutos sobre el terreno de juego, círculo en combustión en cada mitad del campo y un par de utileros que reparten las naranjas partidas y el agua. Jim Aitken, el capitán, insiste: «Estamos empatados, pero podemos ganarles. Son como paquidermos, no se mueven, hay que crear espacios. Giramos las melés, salimos con Johnny, fijamos a sus terceras en el agrupamiento y a mover el balón». Todos de acuerdo, el nuevo capitán enardece luego a la tropa con un par de recuerdos sobre los casacas rojas y Robert de Bruce, todo mezclado, manido, pero muy adecuado. A ellos, entonces, a por el Auld Enemy. Da resultado. Por un golpe pasado por el viejo Dusty Hare, Peter Dods y Keith Robertson añaden puntos al pie y Tom Smith, el nuevo, y Roy Laidlaw, como quería el capitán, posan dos veces: 12 a 22. La última en la jugada final, un saque de lateral que sale recto y fuerte de las manos de Colin, que ya no puede más y ve como Tom captura el balón sobre la marca inglesa y lo posa en el inmediato empuje con que le arrastran sus poderosos apoyos.
Ref, time! y sí, tiempo, final, victoria, éxito, preludio del Grand Slam de 1984, y Colin que no tiene cuerpo para la cena, pero va porque lo manda el código, aunque no aguanta hasta las 8 de la mañana del día siguiente, con los demás, y no sabrá hasta más tarde que lo llamarán los Lions para la gira de junio precisamente por ese partido; ni que la cuenta de todo lo que consumieron fue a la habitación de Scott, el capitán inglés, en cuanto alguien, Milne dicen, consiguió la información por medio de un camarero medio escocés al que dejó dar unos sorbos en la bruñida copa de las tres cobras reales.
Qué poco sospechaban los audaces escoceses que sería la última vez. Los Aitken, Deans, Milne de la primera línea; Smith y Paxton de la segunda; Beattie, Calder y Leslie de la tercera; Laidlaw y Rutherford, medios; Robertson y Renwick, centros; Baird y Pollock, alas; y atrás, Dods, Peter, hermano mayor de otro zaguero de Escocia.
Cada dos años hay ocasión de rememorar la hazaña. Acaso de repetirla.
[Foto de cabecera: Roy Laidlaw, durante la Calcutta Cup de 1983 – Foto: Getty].