Veinte o veinticinco bokkes poblaban la fila inmediatamente superior a la mía. La mayoría hablaba inglés, con ese acento restallante de los de su tierra, pero alguna frase en afriakáans se adivinaba en el fragor de Lansdowne Road, el sábado 5 de noviembre. Es detalle menor, porque lo notable es la palabra inglesa que se profería, seca, cortante, abrupta: attrition.

Asentía el narrador, sin ser parte del monólogo ensimismado que protagonizaba el más reflexivo de los africanos, el único que remataba su primera pinta, tres en desventaja respecto de sus compañeros. Abajo, en mi fila, asentíamos, digo, cuatro espectadores ibéricos y variopintos y a los que el azar o el esforzado gerente de una agencia proveedora de entradas -que viene a ser lo mismo- había juntado ese día. Un entrenador castellano campeón de liga y copa de los 90, un internacional español de esa época, vasco y de esos que han jugado y vivido a ambos lados de la raya, en Bayona, para más señas, el narrador y un buen amigo y medio de melé burgalés devenido onubense. La compañía no desmereció de la conversación, deportiva pero adobada de sociología de andar por casa y casi antropología de lo nuestro, entre trago y trago de Jameson Gold que proveyó para tamaña ocasión nuestro internacional guipuzcoano.

Dublín nos regaló un día rebelde con el tópico atmosférico del Atlántico norte. Encapotado, pero sin lluvia. Perfecto para ese segundo tiempo del partido. Si la lluvia hubiera caído el primer sustantivo del título no hubiera sido genérico, sino el topónimo Passchendaele. Porque a esa batalla de la Gran Guerra y a su ausente barro hubiera recordado el choque del primer tiempo.

Abrasión, desgaste, erosión. Cargas y más cargas en tierra de nadie, pack contra pack, búsqueda fatal del cuerpo del rival, en un derroche de juego cerrado que estaba diseñado de antemano para someterlo y que dejó heridos en combate, tres que cayeron en el campo y uno que no salió de su vestuario. Cargas que tradujeron al abarrotado estadio el planteamiento de Farrell y de Nienaber. Más del inglés, reactivo al principio, que aceptó el desafío de sus invitados y les contuvo primero, domeñó después y superó al final, en el envite que más grato resulta a los sudafricanos, en el impacto, en el contacto, en los puntos de encuentro, incluso en las melés, donde sus trapacerías pasaron tantas veces inadvertidas al georgiano referee.

Cargas y más cargas en tierra de nadie, pack contra pack, búsqueda fatal del cuerpo del rival, en un derroche de juego cerrado que estaba diseñado de antemano para someterlo y que dejó heridos en combate

Es un axioma de la práctica de la guerra que tras la preparación artillera se lanzan al campo de batalla las unidades de avance: la caballería acorazada y la infantería motorizada. Eso hicieron los contendientes a partir del minuto 50, porque Nienaber no sabía todavía que había perdido el partido y no esperaba que la previa salida de Conor Murray propiciara el recital de Gibson-Park, el relámpago.

El barbado medio de melé jugó su mejor partido con Irlanda. Templado en el control del pack propio, sabedor ya de que se imponía a sus correlativos sudafricanos, más cerca de la conquista de lo que suele, veloz y sagaz. Pateó bien, donde debía, entre Kolbe y Arendse (a Mapimpi hay que dejarle en paz) y lanzó con certera precisión a sus tres cuartos: para lucimiento de un Sexton que con él pareció mejor y acalló los murmullos que resonaban tras las dos patadas falladas desde su lado bueno; para confirmación de un desafortunado McCloskey, que deslumbró solamente a los desavisados; y para mejor aprovechamiento del anotador Hansen.

Como la otra trinchera la comandaban Wiese, De Allende y Kriel no hubo frutos hasta que los zapadores irlandeses abrieron hueco, iniciada ya la segunda mitad, para las marcas de Van der Flier y Hansen, dolorosísima la primera para los campeones del mundo y brillante la segunda, diseñada por el medio melé suplente, en quien se adivina un trabajo de pizarra y táctica que lleva la firma de Mike Catt.

La compañía, solvente y entendida, da un punto de erudición a la contemplación del partido. Detalles que no escapan a la mirada aguda de quienes se han visto en algunas parecidas adornan los comentarios de esto y aquello. De los cimientos del rugby irlandés, que nuestro contertulio vasco apunta con precisión en dos pinceladas, histórica una, con referencia al que fuera entre 1989 y 1997 su getxotarra club (“esto es como la margen derecha”) y sociológica otra (“colegios, calidad, repetición, rivalidades”); de la evolución del XV local, desde el advenimiento del profesionalismo y la increíble adaptación a ese entorno de los que antes tanto sufrían; y del partido, claro, que el ojo veterano del avezado entrenador castellano disecciona como si fuera en ello resultado de su club en partido decisivo con uno de los contendientes. El narrador aprende y acaso adereza con alguna nota adjetiva la conversación oval de los tertulianos, que hace más llevaderas las interrupciones que ordena el dubitativo caucasiano para asistir a las bajas en combate (McCloskey, De Jager, Murray) o para discernir en el pixelado del estadio ese adelantado en la marca del talonador irlandés que frustró el primer posado de su equipo o ese placaje indebido que llevó a Kolbe al cubo de los pecados.

Medios hay para seguir cronológicamente cada tiempo, que convengo ayudan sobremanera al análisis del encuentro, de cada uno de ellos. Pero eso queda para el visionado indirecto, el televisivo, el del medio de reproducción de imagen que elija el lector. En el estadio es muy otra la experiencia. Allí todo son destellos, momentos, exaltación, si el partido es bueno, como lo fue este. Uno se empapa de la ocasión, como si fuera a ser la última, aunque intuye que volverá. Ese matiz postrero no es más que ansia de disfrute de uno de los espectáculos colectivos más gratificantes que existen, que, no siendo exclusivo de los nuestro, sí tiene unos rasgos más acentuados, porque hemos forjado mitos y nos regodeamos con ellos. El irlandés, el sudafricano que puebla las gradas se sublima en el tipo del Ulster o de KwaZulu-Natal que trasiega el pasto del estadio dublinés.

En el estadio todo son destellos, momentos, exaltación, si el partido es bueno, como lo fue este. Uno se empapa de la ocasión, como si fuera a ser la última, aunque intuye que volverá

Cada impacto, cada placaje, cada pase se transfieren como ondas sísmicas desde su epicentro en la cancha a los temporales dueños de cada asiento del Aviva, que las reproducen y multiplican, sesenta mil gestos imperceptibles de ataque o defensa, de salto o empuje, que componen una danza frenética cuyos directores de orquesta, treinta, no saben que interpretan puro hard bop y cuyas muecas de esfuerzo nos hablan de la pasión de Coltrane, Chambers o del maestro Davies. Solo cuando la seguridad de la conquista, del dominio, se extiende por la concurrencia finaliza ese ritmo telúrico, para dar paso, sin solución de continuidad, a la balada de Pete St. John y sus campos de Athenry. Sabe uno, entonces, de quien es la jornada, aunque el partido continúe por otros diez o quince minutos, aunque resten las marcas de Mostert y de Arendse y Willemse o Kolbe puedan dejar las cosas, y no lo hagan, en presunto precario.

No sucede, como ya sabía el coro múltiple que se deleita con la gloria de su equipo, el que ha sido capaz de ganar a All Blacks y a Springboks consecutivamente, y se entregan al mito y a la reconfortante sensación de pertenencia, de herederos de una historia sufrida y trabada, que brilló puntualmente, el Grand Slam de 1948 y las Triples Coronas de los 50, de 1982 y 1985. Y que ya en este siglo apuntó el éxito de la nueva competición provincial y sus progresos con la conquista del trofeo cuatrinacional en 2006 y 2008, hasta 2009, año en el que alguno invocó el espíritu de Innisfree con feliz metáfora y mostró los mejores frutos de un círculo virtuoso que solamente (¡ah!) se quiebra en las Copas del Mundo, excepción hecha del desastre de 2012 en Nueva Zelanda.

La Copa del Mundo, sí, esa que solo ha tenido cuatro dueños y solo uno de este hemisferio y en la que se presenta a Irlanda como candidata y aspirante desde hace algún cuatrienio, aunque haya caído siete veces en cuartos de final y una en la fase de grupos (aquella derrota frente a los Pumas por 28 a 24, en 1999).

Los antecedentes no invitan al optimismo y si tomamos como referente al irlandés medio interesado por este deporte, menos. Una mezcla del cinismo de George Bernard Shaw y de la ironía de Brendan Behan le lleva a dudar, siempre, con humor. Aun satisfecho por la victoria del sábado, sabe que por el camino se toparán de nuevo con los Springboks, que Escocia es imprevisible y que la segunda plaza del grupo les llevará a su eliminatoria fatídica con menos seguridad de la querida.

Décadas de fantasmas, con los colores del sol naciente en 2019, pesan sobre Irlanda y el aficionado que conduce un taxi hasta el aeropuerto. El conductor se confiesa frustrado flanker, por no haber tenido un club cercano en el barrio humilde de sus orígenes, pero cautivado por esos tipos de extracción social más afortunada que lustran el prestigio de toda su isla. A los que dan esplendor a su país los identifica con el delantero de Wicklow de apellido holandés, al que declara, como la megafonía del estadio, el mejor de Irlanda, el epítome de sus virtudes. El narrador, sin negarle méritos al alabado, discrepa, pero no lo manifiesta porque el chófer ha sido cordial y se ha interesado por el origen de la afición de sus clientes y se significa jovial y moderado, pero le advierte que es el todo, no el individuo, lo que cimienta el éxito. Solo cuando cierra el maletero de su Škoda asiente, antes de desearnos buen vuelo: “You may be right”. Acaso sea una cortesía, pero el viajero cree haber cumplido con la transmisión del código que le enseñaron, obligada en tiempos de vendaval mercantil. Sea.