Hace algún tiempo que experimento emociones encontradas cuando me dispongo a disfrutar (esto a veces es pura retórica) de un partido de rugby. Vence casi siempre la emoción que produce la anticipación de la estética del poder y la conquista, de la evasión y la resistencia, de la contemplación de la victoria y la derrota. Sensaciones que casi todas las neuronas, y acaso aún parte del tejido muscular, atesoran y rememoran. Ello no obsta para que cada vez con más frecuencia abandone el rugby contemporáneo y recurra al bálsamo de Fierabrás que es el disco duro de muchos terabytes que acumula partidos de décadas pasadas. Porque algunas representaciones de hogaño, lejos del espectáculo que un famoso galés calificara de “wonderful show: dance, opera and suddenly the blood of a killing”, tienen el atractivo de ver a un ariete chocar contra una muralla ad infinitum. Sísifo con un balón oval. El autor de la feliz cita respondía al nombre de Richard Burton y se jactaba de amor incondicional por el País de Gales y por Shakespeare. Liz Taylor no debía estar muy por debajo entre sus filias, a tenor de sus peripecias, como tampoco Sir Peter O’Toole o Richard Harris, también empedernidos aficionados (Harris fue además un digno jugador de Garryowen) que se daban cita, cuando los rodajes se lo permitían, en las gradas del Arms Park o de Lansdowne Road.

No me imagino a ninguno de ellos abandonado furtivamente los estudios de filmación para buscar otras emociones entre los inocentes que pagan por algunas funciones que ofrece el rugby profesional. Harris, alguien capaz de desaparecer tres semanas de su acomodado domicilio londinense, sin previo aviso, para ver a Munster jugar con los All Blacks y entretenerse en un un tercer tiempo prolongado. Hasta ahí su afición. ¿Qué pensaría de un partido sin rucks, si hoy lo dejáramos, llena su petaca de John Powers, en Thomond Park y viera el remedo de abiertas que practican algunas de las formaciones visitantes? ¿Volvería, como yo, a viejas grabaciones lamentando la desaparición de ruck?

Leí hace años algo de Brian Christopher Moore sobre el particular. Recordaba lesiones presuntamente escandalosas, con profusión de sangre vertida, de JPR (aquel partido con los inevitables neozelandeses en el que hubo de zurcirle la cara su propio padre, también cirujano) o de Phil de Glanville y decía el pitbull inglés que no eran debidas al ruck, sino a acciones ilegales ajenas a la jugada, provocadas durante el transcurso de la misma. Es un matiz con el que estoy de acuerdo. Por supuesto que sin ruck no hay ocasión para esas lesiones. De esta forma la IRB conspiró contra la jugada. Afortunadamente World Rugby no se encarga de los asuntos de la IATA, pues siguiendo esa apabullante lógica hubiera proscrito los viajes intercontinentales para evitar el contagio de enfermedades tropicales.

La cuestión tiene enjundia, puesto que el ruck, la antigua abierta, tenía el componente inequívoco de fase de conquista más feroz, que hacía que la lucha por el balón en el suelo implicara a varios jugadores de cada equipo contendiente, generalmente delanteros. Los que protegían el balón y los que limpiaban por el lado atacante; el defensor que placó, el recuperador y los apoyos, por el defensor. Hoy no. Hoy la costumbre impone ceder la iniciativa al poseedor del balón, salvo demora inusitada de los apoyos, y desplegar en una tupida cortina a los defensores. Muralla con la que habrá de chocar una y otra vez el atacante, hasta la enésima fase sucesiva. Hasta el ridículo, como el ardid italiano ante Inglaterra que tanto desconcertara a Hartley, hace un par de años, negando incluso la formación de la fase al no entrar en contacto con el rival, como exige la norma nº 15 del Reglamento.

La vieja melé abierta no solo no ralentizaba el juego, sino que permitía que hubiera mas espacios para el poseedor del balón

Ya sabemos que las fases de conquista, ordenadas o no, son esos errores del ataque, o virtudes de la defensa, que impiden llevar el balón sin obstáculos a la marca contraria. Como no todos los implicados son los Hurricanes o los All Blacks, habremos de convenir en que el ruck es necesario. Y sostengo que para el rugby era mejor la vieja melé abierta.  No sólo no creo que aquella produjera balones de menor calidad ni ralentizara el juego, sino que las posibilidades de reconquista que propiciaba al equipo defensor y la implicación de mayor número de jugadores en la fase determinaba que hubiera más espacios para el poseedor del balón, terminada aquélla.

La cuestión es entonces ¿cuándo matamos al ruck? El Gran Salto Adelante de 1996 y los dineros anejos tienen mucho que ver. El entretenimiento. Los ensayos. Y el error de apreciación de los que en el juego del rugby solamente buscaban retornos y dividendos. La sagrada regla que hace al espectador, esencialmente el televisivo, soberano. Que no cambie de canal y contemple mi publicidad. La misma que llevó los descansos de cinco minutos sobre el terreno de juego a los diez minutos y en el vestuario. La que ha llenado de anagramas los colores de la zamarras. Esa que hizo que la norma 15ª  evolucionara (prohibido usar el pie dentro del agrupamiento) y paralelamente el juego, de forma que la plataforma que formaba el placado con sus apoyos fuera inexpugnable. De consuno la interpretación arbitral de la misma, que al menos desde el segundo lustro del siglo XXI hizo quimérico recuperar el balón al defensor.

Pero como cada innovación conlleva su réplica (Hegel manda), hubo contramedidas pergeñadas por la legión de entrenadores defensivos treceístas que desembarcaron en nuestro código. Hablo de la impronta de Shaun Edwards. El precursor. Inglés de Wigan, club para el que jugó, como para London Broncos, Balmain Tigers y Bradford Bulls (me restallan los oídos con las pasmosas y nominales similitudes). Retirado del juego en 2000, fue contratado por Wasps en 2001 para dirigir la defensa y a sus tres cuartos. En Londres conoció a Gatland, entrenador principal a la sazón de las Avispas, al que sucedió en 2005. El neozelandés se adhirió desde el primer momento a las tesis de Edwards y desde País de Gales, una vez formaron el tándem director de aquella selección, siguieron expandiendo, por resumirlo, el antídoto defensivo frente al remedo de ruck apadrinado por la International Rugby Board de principio de siglo y las directrices de arbitraje que difundía.

Las consecuencias son evidentes: si la disputa del balón en el suelo, una vez hay contacto entre dos jugadores se dirime prácticamente siempre a favor del portador del balón, la organización defensiva debe ser de tal nivel que haga inútil esa posesión, hasta que se produzca el evento (infracción o error) que permita recuperarlo. De ahí la configuración de las defensas en  formaciones organizadas y disciplinadas que dominan el campo de batalla, como la infantería prusiana en Hohenfriedberg o nuestros tercios en Nördlingen. Claro que se ganan batallas desde la defensa. Pero son menos cinematográficas.

El defensor que caía y obstaculizaba la salida del balón podía ser rebasado y expulsado expeditiva pero legalmente fuera de la zona de liberación con los pies

El viejo ruck exigía jugadores sobre sus pies (olviden la imagen de la montonera, que no era un ruck, sino su final heterodoxo) asidos entre ellos y empujando y desplazando con la fuerza del torso y el impulso de las extremidades inferiores y el punto de gravedad muy abajo para su óptima eficacia de carga en el impacto. El defensor que caía y obstaculizaba la salida del balón podía ser rebasado y expulsado expeditiva pero legalmente fuera de la zona de liberación con los pies, mediante una suerte de talonaje que nada tenía que ver con el ilegal pisotón, eso que los inventores del juego llamaban stamping.  Quien vio en ello la razón para la desaparición del lance como se conocía solamente buscó una coartada. Y nos quitó a los delanteros una suerte del juego especialmente satisfactoria.

Melé y lateral. Maul y ruck. Estas eran las fases de conquista esenciales en rugby. Dos predeterminadas, dos al albur del desarrollo de cada partido. Nos privaron de una de ellas con excusas ad hoc para que el juego fuera más vivo. No creo que sea así. Prefiero los movimientos fulgurantes de Aníbal en Cannas al sitio de Lucio Flavio Silva en Masada.

Nos quejamos de la falta de espacios en el rugby moderno. Hay una solución. Devuélvannos el ruck.