El sábado 28 de septiembre de 2019 Tonga formó frente a Argentina con una delantera de 1.002 kilogramos de peso. Más de una tonelada. Un hito en los anales del rugby moderno. A 125 kilos y cuarto por delantero. Verdad que Big Ben Tameifuna estaba entre ellos y que el jugador del Racing de París marca 151 kilogramos en la báscula, lo que no desmerece el récord. Acaso algún oyakata de Sumo querría contar con alguno de ellos en funciones de rishiki, siquiera temporales y durante la duración de la competición, para sus combates, ahora que parece que los japoneses van abandonando algunas tradiciones y no son extraños los kazajos, mongoles o rusos en esa disciplina deportivo-marcial o lúdico-sintoísta autóctona del Japón.

Durante algún tiempo la tendencia al gigantismo supuso un incremento de centímetros que llevó a las alturas de Derwyn Jones y Martin Bayfield y a su epígono caído en desgracia Devin Toner. Hoy, sin embargo, se torna guerra de tonelajes, cual carrera entre escuadras europeas al borde la Primera Guerra Mundial por botar el acorazado más poderoso. Como la referencia inmediata, actualidad manda, es la Copa del Mundo, hagamos que sirva a nuestro propósito.

En el torneo inaugural de la serie, 1987, Escocia presentaba una delantera de 795 kilogramos, formada, entre sus ocho titulares, por David Sole (100 kg.), Colin Deans (86 kg.), Iain Milne (110 kg.), Iain Paxton (105 kg.), Alan Tomes (110 kg.), Finlay Calder (88 kg.), Derek White (101 kg.) y John Jeffrey (95 kg.). El mismo pack escocés que se presenta en este torneo en 2019 pesa 893 kilogramos, distribuidos, tomando la alineación titular que ganó a Samoa, entre Dell (105 kg.), Gilchrist (117 kg.), Thomson (106 kg.), Bradbury (116 kg.), Gray (121 kg.), McInally (108 kg.), Nel (115 kg.) y Ritchie (105 kg.), y que, sin ser una de las más pesadas del torneo alcanza 98 kg más que su par nacional de 1987, a 12 kg y medio por jugador.

Ya hemos visto a todos los equipos en juego, desde los uruguayos, los más ligeros, a los tonganos, los más pesados, seguidos de cerca por samoanos, sudafricanos, georgianos e ingleses. Descollan, en este mercado de carne circunstancialmente de Kobe, Tomás Lavanini con 130 kg., Billy Vunipola con otros 130 kg., el wallaby Taniela Tupou con 135 kg., el All Black Ofa Tu’ungafasi con 129kg, el segunda sudafricano Lood de Jager con 128 kg., el liviano Tadhg Furlong, por Irlanda, con 126 kg. El más pesado de los anfitriones, el naturalizado de origen coreano, Koo Ji-won pesa 122 kg. Lo que no está mal para la otrora insignificante pero batalladora delantera japonesa.

El origen de ese tonelaje es puramente conceptual, no vayan a creer, que en este deporte somos ante todo intelectuales, filósofos y poetas. El delantero, personaje estudioso de su entorno donde los haya, analista de ecosistemas (tanto da la taberna que el campo donde asienta sus reales el rival de turno) hace de la adaptación la guía de su existencia, enfrentado como está a un entorno hostil, poblado de seres de sus mismas dimensiones físicas, si no polinésicos emparentados con la prolífica y sobredimensionada dinastía Tuilagi, por lo que su nicho ecológico le exige rápida y eficaz aclimatación.

Durante algún tiempo la tendencia al gigantismo supuso un incremento de centímetros que llevó a las alturas de Derwyn Jones y Martin Bayfield y a su epígono caído en desgracia Devin Toner. Hoy, sin embargo, se torna guerra de tonelajes: un auténtico mercado de carne… circunstancialmente de Kobe

Contra megatones, más megatones, siguiendo la vieja doctrina de la Guerra Fría que respondía a las siglas M.A.D. (adecuadísimo acrónimo que no deja de identificarnos, descubro mientras escribo). No dudo de que todo entrenador sabe de tales principios. Sin demérito de talonadores y segundas líneas que se precien, quienes, siquiera intuitivamente también conocen al dedillo sus máximas y principios esenciales: «bum» y «ploff».

Es, por tanto, ese prurito intelectual el que lleva a la modificación morfológica, convirtiendo el gimnasio en segunda morada de todo jugador (incluso  de los que creen vivir de esto), quizá con alguna ayuda proteínica de la que hablan autores malditos como Kellenbrunn (vean la edición en papel de #H002).

¿Todo jugador? Naturalmente. Las virtudes procuran ser emuladas por todo intelecto bien conformado, por todo espíritu vivo y despierto y por todo cerebro bien amueblado. Así, los tres cuartos, incluso algunos medios, han procedido en consecuencia, pues ¿les parece que el aspecto de Jonathan Davies se parece al de Jonathan Davies? Más bien poco. Ambos profesan con el hábito del Dragón Rojo, pero uno debutó en 1984 y tocaba el violín mientras que el otro lo hizo en 2009 y se da, mayormente, a instrumentos de percusión. Entre ambos hay siete centímetros de diferencia y -lo han adivinado- 24 kilogramos de peso. ¿Qué decir de Bastareaud, del pequeño –no hablo de edad solamente- de los Tuilagi, de Cokanasiga, North, Aki y cien más? Muchachos bien nutridos, criados en tiempo de abundancia, llevados a remolque al gimnasio por esos compañeros alborotadores y tremebundos que visten del 1 al 8. Sin duda.

Bastareaud, un centro que parece delantero (Foto: Getty/Rugby World)

Hay quien me lleva la contraria, temerariamente, y habla del Efecto Lomu, que dicen todo lo cambió. Y mencionan los dineros que entraron a trompicones desde 1987 y en riada torrencial desde 1995. Que si sobre el pasto hubo que inventar contramedidas para los polinésicos y melanesios gigantescos que exhibían números inopinadamente altos a su espalda y el dinero convirtió el ethos del deporte en algo más cercano al espectáculo que aquellos que jugaban, esencialmente para su propio deleite, Pierre Villepreux, Mike Gibson, Didier Codorniú, Andy Irvine y la tropa galesa que es innecesario, a estas alturas, enumerar.

Gentes que también desplazaban cantidades enormes de aficionados. Ruidosos, divertidos y sobre todo entendidos. Con espíritu de clocher, en Francia, algo no menor que separaba al aficionado del Midi de la parsimonia con que recibía la derrota el abogado de Belfast. Pero todos altivamente alejados del espectáculo circense, que hubieran recibido con cejas levantadas en Edimburgo o rechufla general en las gradas del Parque de los Príncipes, pobladas  de tipos llegados desde Perpiñán, Bayona, Dax, Mont de Marsan o Burdeos.

Aficionadas inglesas en la RWC japonesa (Foto: Getty/Rugby World)

Si casi todo jugador (¡igualdad, igualdad!) ha conseguido rebasar durante su carrera el peso que adquirimos los delanteros veteranos, de forma mucho más lúdica y saludable, justo al traspasar la barrera cronológica  que nos permite jugar esos torneos significados por la edad de los contendientes, el público ha evolucionado de manera pareja. Aunque siguen siendo muchos los espectadores que practican o han practicado el noble arte de golpearse en pos de una pelota rara (los distinguirá el lector por su ceño fruncido, inversamente proporcional al número de puntos que valía un ensayo cuando se adhirió a la secta), hay una proporción cada vez mayor que ha sido seducida por el espectáculo que la Corporación World Rugby (e inversores afines) le propone.

Hay una proporción cada vez mayor de espectadores de rugby seducida por el espectáculo que propone World Rugby: ese interés primordial en obtener rédito del dinero invertido es lo que lleva a un juego para colosos hasta los fuegos artificiales, los solistas, los voceros y las musiquillas

Así, alguien ataviado para la toma de Acre o para mandar la tropa francesa en Waterloo o profusamente barbado, pero con atuendo de campesina de Anglesey, solo puede ser uno de los salidos de esas últimas hornadas e hijo del espíritu prometeico de 1995. El mundo les pertenece, verdad, pero su interés primordial por obtener rédito del dinero invertido en espectáculo es, precisamente, lo que lleva a un juego para colosos (donde el tamaño de Faf de Klerk o Cheslin Kolbe son raras excepciones), a los fuegos artificiales, a los solistas, a los voceros y a las musiquillas. El horror vacui del espectador moderno, el temor al imprevisto, el pánico al libre albur lleva a la hiperreglamentación reductora y al final, al dictamen inapelable del infalible TMO. La Corporación da lo que le piden y como abundan en ello, da más. Qué buena es la Corporación. El recorrido de los otros, de aquellos que entendían esto como aventura personal, que asumían los riesgos, es ya menor y su destino, la disidencia.

Vuelvo al peso y recuerdo a un segunda inglés de los 80, Jim Sydall, apenas tres caps, recio y arrojado, que formó con una selección del Norte de Inglaterra vencedora de los All Blacks. Alcanzaba los 120 kg. y era considerado poderosísimo. Y una excepción. Ese peso convertía al jugador amateur en un paquidermo, pero estimadísimo en las fases de conquista que se han ido devaluando desde entonces. Hoy sería inútil para el juego moderno, que mantiene el balón en movimiento más tiempo del que jamás imaginó un JPR Williams. Hoy los delanteros que superan con creces aquel peso, o los tres cuartos que se aproximan, despliegan unas capacidades cinéticas a años luz de aquella época, con las consecuencias conocidas.

Sin entrar en las reglas, se trata del mismo deporte, pero menos.