Ha sido de nuevo Portugal, como en 1998. Y resulta que coincidiremos con escoceses y sudafricanos, como en 1999. No es casualidad, como quieren algunos. No. El ovalado es un club muy restringido y esos rivales son de solera, con derecho a voto y sillón de cuero en la sede de Pall Mall, con orejero de cuero al que Jeeves acerca, en bandeja de plata, espirituoso y diario vespertino. A nosotros, los ibéricos, simples aspirantes de segundo rango, a veces nos dejan asomar al vestíbulo. Muchos lo celebran, locales y extranjeros. No hay más que seguir las redes para advertirlo. El viejo orden chirría y, todavía a escondidas, entre susurros, se reconoce que ver lo de siempre y a los de siempre no conduce al prometido Canaán del rugby global. Pero esto no son más que disquisiciones para otro momento. Ahora conviene disfrutar la ocasión, regodearse un poco, si quieren, pues ha sido largo y angustioso el camino. El éxito, que lo es sin ambages, es más dulce así.

No perdamos la perspectiva, sin embargo. Démonos al ejercicio de la memoria, que nos sitúa en el punto justo de lo que fue. Y recordemos. Cinco partidos clasificatorios para Copas del Mundo, en diversos estadios del proceso, hubo. Cuatro con victoria para España y uno solamente para Portugal*. Ninguno de ellos con marcador ni desarrollo holgado, como suelen ser los enfrentamientos ibéricos.

El más memorable, va de suyo, fue el agónico de 2 de diciembre de 1998 en un Murrayfield de gradas huérfanas de público, a salvo familiares y amigos de los contendientes, beneficiarios de calendario laboral heterodoxo. Esa noche, porque lo era en tal latitud, sufrimos como solemos. Perdimos a un jugador, uno de los precursores de la diáspora inter pirenaica, y nos mantuvimos en el partido con la bota del canoísta Andrei Kovalenco desde posiciones fijas y un drop del liceísta Fernando Díez. El expulsado fue José Díaz, tercera ala, jugador de Castres Olympique, campeón de Francia en 1993 y que venía seleccionado desde 1997 con los españoles. Un tipo durísimo, nunca bien ponderado en España, quizás por ese incidente con el ref del partido que dejó a los nuestros en minoría y propició la conjura de voluntades para batir a los lusos, tan capaces como nosotros y reforzados, ellos también, por el sudafricano Rohan Hoffman y dirigidos por un brillante medio de melé, Luis Pisarra, hoy en el cuerpo técnico de Os Lobos.

La primera línea española, en el choque clasificatorio ante Portugal para la RWC99 (Foto: ferugby.es).

Acaso el siguiente en términos de pura angustia tuvo lugar en nuestro Central, un dos de junio de 2002. Hasta los minutos finales no lo remató el XV de España, tras una marca del sevillano Villau. Buena parte de sus previos 70 minutos creímos que Portugal acabaría ganando.

Qué contraste entre ambos partidos, la noche septentrional del invierno desabrido del Lothian y el sol del final de la primavera madrileña. Las gélidas gradas aledañas a Raeburn Park y las duras y recalentadas de la Ciudad Universitaria. El eco de cada golpe, hombre, balón, en Murrayfied, por el susurro de hojas noveles que chopos y álamos exhibían orgullosos en el Central, arrulladas por una brisa amable y benéfica.

El 13 de marzo de 2022 queda ya para la historia local de lo nuestro. Hace algo más de un año habían cerrado ambas selecciones el pospuesto final del torneo de plata europeo de 2020 en ese mismo lugar. La trabajosa victoria española anticipaba la refutación global que en Cascais nos hicieron los lusos, apenas un mes después, en el torneo bianual que ahora va terminando felizmente para nosotros. Creo que aquel día de febrero de 2021, sin público aún, solamente Santiago Santos, metonimia por todo su equipo técnico, atisbaba este venturoso final. Si el responsable directo no tiene fe ¿quién? Intuía, seguro, muchas dificultades. Calendario, concurrencia de fechas con partidos de clubes franceses que tanto nos importan, lesiones, disposición de los rivales. No sabía que, además, el grupo iba a arrostrar una desgracia inapelable, de esas que nos enfrentan con lo definitivo y destierran anhelos menores. También superaron, con dolor, ese trance, el de la muerte del llorado Kawa Leauma.

El éxito del domingo es, al tiempo, final de algo e inicio de otro camino. Final de los esfuerzos, sinsabores y empeños que son connaturales a lo que se tenía por objetivo titánico. Principio, como se apunta, no lo sé. Hemos visto ya mucho rugby y a Hungría jugando en Madrid, en 2004, acaso el nadir del proceso de abatimiento que padecimos tras los partidos en Galashiels y Edimburgo, en el máximo torneo de 1999. A Portugal le sucedió otro tanto tras su sonado transcurso por la Copa del Mundo de 2007, por cierto. Matizo que quien dice que no había base, en 1999, para sostenerse, yerra. Fallaron otras cosas, no los jugadores, no los clubes, como ya se adivinaba por el propio devenir del XV español en aquel torneo.

Lo que está por venir es incierto y solo en parte depende de la gestión de nuestro rugby, pues la junta directiva de los estirados de Pall Mall es exigente y muy conservadora. Porque los que se sientan a la mesa del consejo no quieren advenedizos y se contentan con observarnos hasta decidir si, llegado enero de 2024, somos merecedores de unas fechas en el circuito de segundones consolidados, con el premio de alguna cita frente a los mayores, sólo cuando sobren días en sus apretadas agendas.

Manuel Ordás, en un ataque frente a Portugal (Foto: Walter Degirolmo).

Por eso los más veteranos tendemos a considerar cada hito como una llegada. Y volvemos la vista atrás y rememoramos éxitos pasados -muchas veces sin correlato en el marcador- pero que lo fueron. Decepciones numerosas, muchas, condicionadas por el determinismo tan señalado de nuestro deporte. Sesgo este que tanto cuesta entender al profano cuando nos reseña un resultado abultado, ajeno a la intrahistoria del juego y de los sucesos que acontecen entre palos y palos.

Así cobra sentido todo el camino que lleva hasta el 13 de marzo, por más que, individualmente, cada partido, cada placaje, cada melé o cada marca sean un mundo en sí mismos y justifiquen a sus protagonistas.

El cronista, que confiesa su militancia activa desde 1980, comenzó a ver a España in situ un noviembre de 1982 en el recoleto estadio de Vallehermoso, frente a los Pumas de Hugo Porta, Gustavo Milano o Marcelo Loffreda (19-28); siguió por el Central ante los Maoríes, pocos días después, atento a la primera haka que contemplábamos casi todos en directo, fenómeno antropológico tan manido hoy (3-66). En aquella formación maorí admiró a Billy Bush, el primera cuya imponente humanidad llenaba un cartel francés que se exhibía, casi amenazador, en la Delegación leonesa de rugby (Paseo de Papalaguinda) por aquellas fechas.

El éxito del domingo es al tiempo final de algo e inicio de otro camino. Lo que está por venir es incierto y solo en parte depende de la gestión de nuestro rugby, porque la junta directiva de los estirados de Pall Mall es exigente y muy conservadora

Como disfrutamos con la evangelizadora gira de País de Gales de 1983, con un Eddie Butler al frente, quien ya nos conocía pues había jugado un año en Ingenieros Industriales, y del que cuentan los que con él hablaron y  luego lo han referido, que encandiló a todos porque fue cercano y restaba importancia a los abultados marcadores que los locales iban sufriendo. Ese XV de Gales no era el del V Naciones, pero Butler lo había capitaneado ya, y le acompañaban otros consagrados como Elgan Rees, o jugadores que lo iban a ser como Ian Eidman o Adrian Hadley. El resultado del partido madrileño, 16-65, fue lo de menos.

El cronista recuerda bien la derrota de Países Bajos en Orcasitas en 1984 (34-6) porque formaba con España un XV que combinaba leñadores y estilistas. O los merecidos tortazos, ese mismo año,  para escueto 12 a 3 sin marcas en el Pepe Rojo vallisoletano, frente a los queridos belgas, siempre beligerantes y empachados de Leyenda Negra, cortesía de sus primos del norte.  Y aquel 13 a 12 ante Zimbabwe, en un Central que visitaban unos africanos unánimemente blancos, signo de unos tiempos que se acababan, con España ya a las órdenes del meticuloso erudito del rugby Ángel Luis Jiménez, sucesor del discutido Jesús Linares, luego riguroso árbitro.

Tiempo de ilusión porque parecía que llegábamos y porque se nos tenía por alumnos aventajados, parabienes y elogios de reputadas revistas internacionales mediante, que nos llevaron a Twickenham en 1986 (15-10, meritoria derrota si contamos con que nos encontramos con Dean Richards, Andy Robinson, Kevin Simms y alguno más de sólida carrera).

Se nos quería tanto que los dueños de la planta noble del engolado club londinense tuvieron a bien invitarnos a acontecimientos festivos –entonces- como el prestigioso torneo de rugby a 7 de Sidney, en 1986, donde doblegamos ¡albricias! a Inglaterra. (Algunos añoramos aún el reservado del Triple Crown de la madrileña calle Galileo donde vinos ese torneo, y al que, cual conspiradores y previa acreditación del conocimiento de la contraseña –flash, thunder-, nos franqueaban el paso para disfrutar de cintas ignotas para el común de los aficionados.)

Se fraguaba durante esa penúltima década del siglo pasado una generación que nos situaba en el mapa de los grandes, siquiera como jovial y exótica atracción. Ese mismo 1986 fue la Escocia campeona del V Naciones la que nos visitó, en Cornellá: Dods, White, Deans, Rutherford, Paxton o Laidlaw, todos provistos de rodilleras contra la aridez del parcheado campo de juego, para un 17 a 39 notabilísimo y que inauguró una serie de visitas recíprocas que se extendieron hasta 1995, justo antes del Gran Salto Adelante, sin perjuicio de las competiciones ulteriores, menos lúdicas y más dolorosas.

Programa del Escocia XV-España en Murrayfield en 1987.

Memorable el ensayo de Cano Moral en Murrayfield (25-7), pocos meses después, devolución de esa visita que vimos por la televisión pública, en diferido y sin quejas porque aquello era excepcional. Tiempos del malogrado Presidente de la FER Alberto Pico, y época en la que algunos iluminados del hemisferio austral atisbaban ya el fin del amateurismo y se las prometían felices con lo que para ellos ya era un producto mercantil. La brecha la habían abierto convenciendo a los escoceses, precisamente, par de años antes, para que dieran su brazo a torcer después de muchas negativas ante los planes de competición mundial que ineludiblemente significaba el fin de juego por el juego. Pero esa es otra historia, que ya hemos contado en papel («Siete días de marzo», #003, Revista H, 2019).

Ese del 25 a 7 fue un día casi soleado para los cánones del Firth of Forth, con un cuarto de entrada en las gradas de un Murrayfield que ya había sido remodelado, pero que aún permitía ver los viejos robles del fondo norte.

Haciendo los honores a los visitantes y como muestra de respeto jugaron por Escocia casi todos los del V Naciones  (Hastings, Duncan, Robertson, Wyllie, Tukalo, Kerr, Laidlaw, Sole, Deans, Rowan, Tomes, White,  Paxton, Jeffrey y Calder),  con la mirada puesta en una competición entonces novísima: partirían pronto hacía Nueva Zelanda para la Copa del Mundo de 1987. Los españoles, felices de medirse con tan encumbrado rival, no sólo no desmerecieron en ánimo, sino que hicieron uno de los partidos más solventes que les hayamos visto en esos años. Citamos a los componentes de aquella expedición porque fueron los que, a las órdenes del donostiarra José María Epalza, y luego Gérard Murillo en su segunda etapa, construyeron los mimbres para el acontecimiento de 1999: Francisco Puertas, Rafael Tormo, Gabi Rivero, Jon Azkargorta, Javier Uzquiano, Menchi Núñez, Javichín Díaz-Paternáin, Pirulo Álvarez, Arturo Trezano, Cano Moral, Paco Méndez, Bosco Abascal, Pepe Roig, Albert Malo y Santi Noriega, de entrada, con Ramón Nuche, Salvador Torres, Claudio Díaz, el llorado Héctor Massoni, Sergio Loughney, Carlos Encabo y José Celada a la espera. Un espectáculo ver a los nuestros en esa tesitura.

No la última ni la única porque, a partir de entonces, junto a las visitas de Francia (cualquiera que fuera el apellido del conjunto galo y mientras militáramos en el primer grupo de la FIRA, que algún traspiés hubo), se sucedieron las de otras gentes de abolengo. Los Maoríes de nuevo en 1988 (qué partido el de Chapina, en Sevilla, inmortal aquella patada cruzada para una de las marcas españolas que enfurecieron a Buck Shelford, resarcido al poco en Alcobendas, sin que los refuerzos de Ryan, inglés, ni de nuestros conocidos Tomes o Rowan, escoceses, mitigaran la venganza polinésica). De esa visita maorí a España quedaron la afición de Bruce Hemara por las cosas de aquí y el respeto que se nos debía en el rugby internacional, encarnado por el icónico flanker, hoy directivo de Sant Boi, a quien no hace falta mencionar para que el paciente lector sepa de quien hablo.

En 1990 llegaron los emergentes Wallabies. España los enfrentó con Santi Santos retornado al rugby internacional tras grave accidente. Hay prueba gráfica de que Santos se esmeró explicando al joven Eales que aquí podemos ser minoría, pero entusiasta.

No pocas veces nos visitó Inglaterra, también con apellidos dispares, pero con tipos en sus planteles como Neil Back, Ian Hunter o Nigel Redman y generalmente en otoño o primavera. País de Gales regresó en 1994, esta vez para redimir el pecado de su derrota con Samoa en 1991. Esos días nos brindaron, sin embargo, la oportunidad de departir con JPR Williams, y de comprobar que la longitud de los tacos se medía con más rigor que aquí en otras latitudes.

Y Escocia de nuevo en 1992 y 1995; como en 1992 también los Pumas de Hasán, Méndez, Arbizu, Crexell y Noriega y así hasta la visita de cortesía de los Wallabies campeones del mundo en noviembre de 2001 (no merece la pena consignar el resultado), fecha en que sí se llenó el Central en todo su extensión, oficial y natural.

Toda una panoplia de partidos que forman una parte de la historia menor del rugby, importantes para nosotros, y que fueron jalones en el camino al venturoso 13 de marzo de 2022, conclusión anticipada del objetivo mayor (resta el sábado una batalla en Tiflis) y quizás comienzo de otra cosa. Que visitemos en septiembre de 2023 Burdeos y en octubre inmediato Lille ya es un comienzo que nos congratula. Que se sostenga en el tiempo el león de nuestro escudo entre los elegidos, está por verse. Recordar es importante, pues impide caer en los mismos errores. Sea.

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*28 de mayo de 1994, 35 a 19 para España; 9 de mayo de 1998, 33 a 22 para España; 5 de diciembre de 1998, 21 a 17 para España; 2 de junio de 2002, 34 a 21 para España y 15 de marzo de 2009, 19 a 24 para Portugal.

Foto de cabecera: (c) Walter Degirolmo vía ferugby.es