
Hawke’s Bay está situada en la costa este de la Isla Norte, en Nueva Zelanda. Su clima, que intercala cálidos veranos e inviernos fríos, resulta perfecto para el cultivo de la variedades de uva que producen los famosos vinos de la región, particularmente las muy celebradas mezclas de Cabernet Sauvignon y Merlot.
También se trata, en contraste con la dulzura de las viñas, de una de las regiones con mayor actividad sísmica de toda Nueva Zelanda: en ella se han registrado alrededor de 50 terremotos de una potencia notable desde 1880.
Sin embargo, el 17 de julio de 1971 la tierra tembló en el estadio McLean Park de Napier… pero por un motivo bien distinto: fue el día en que los British Lions visitaron la ciudad.
El epicentro del fenómeno fue cierto jugador de rugby nacido en Gales: Thomas Gerald Reames Davies.
Era el 19º encuentro de los Lions en su gira, que los había llevado a disputar ya un par de tests frente a los All Blacks. Una victoria y una derrota para cada equipo. El encuentro en Napier fue uno de esas batallas intermedias que servía como brutal entremés para la guerra definitiva: un tercer duelo que decidiría la serie y en el que, precisamente, Gerald Davies -que les hizo tres marcas a los All Blacks a lo largo de la serie- iba a jugar un papel prominente.
En aquellos días, la neutralidad arbitral era un concepto muy laxo. Y el sentido de esos encuentros de entre semana que completaban las giras tenía a menudo que ver con un objetivo colateral: sacudirles cuanto fuera posible a los turistas, de forma que llegaran ya calentitos al siguiente choque con los All Blacks.
El equipo de Hawke’s Bay no iba a ser la excepción. Así que el partido se convirtió en una ensalada de tortazos.
Pero ahí, entre las sombras amenazantes de la brutalidad, se abrió camino el brillo dorado del puro rugby, una belleza de la que fue autor Davies, el hijo de Llansaint… Gerald anotó tres ensayos en la primera parte, jugando como ala en el lado derecho; y añadió un cuarto en el segundo periodo, ya como centro, posición que pasó a ocupar cuando Mike Gibson debió abandonar el campo con una lesión en el muslo.
La primera de sus marcas nació, curiosamente, de un drop intentado por Hawke’s Bay: la pelota rebotó en los palos y cayó en poder de JPR Williams. A partir de ahí, los Lions produjeron una jugada para el recuerdo: la pelota pasó por seis pares de manos diferentes hasta que Gerald Davies la apoyó en la zona de marca neozelandesa.
El segundo ensayo se lo inventó Mike Gibson, con una patada a seguir que recogió Davies para dejarla tras la línea.
Después, otro genio de los que reunía aquella selección, Gareth Edwards, produjo un pase largo desde el pie de un ruck en el lado cerrado, que encontró a Gerald Davies en su callejón. Con la pelota en las manos, Davies compuso una rima completa de amagos y pasos laterales que dejaron atrás a media ciudad de Napier. Para cuando dejó la pelota en la marca, el galés llevaba colgada del cuello a varios defensores. Era su tercer ensayo antes del intermedio.
El cuarto lo sumó ya en la segunda parte y completó una rotunda victoria de los Lions por 25-6, resultado que no explicaba la brutalidad con la que se había disputado el partido.
Dai Smith refiere de maravilla el cautivador rugby de Gerald Davies en el volumen Fields of Praise, escrito a medias con Gareth Edwards, y que es la Historia oficial de la Welsh Rugby Union. En concreto, de su primer siglo de existencia, entre 1881 y 1980, cuando fue publicado.
Leyéndolo uno se pregunta cómo han podido pasar los años así de rápido: hace ya casi medio siglo desde que vimos a Gerald Davies maravillarnos en aquel y en otros muchos partidos… El tiempo vuela.
Gerald Davies tenía sobre el campo, su elemento natural, un engañoso aspecto aletargado… hasta que llegaba su momento: entonces se transformaba en un proyectil y apuntaba al corazón de las defensas contrarias. Su paso lateral era diferencial por la velocidad a la que lo ejecutaba, apoyado en una destreza física que le permitía no perder jamás el control.
A izquierda y derecha, en un zigzag fascinante, Davies pasaba entre los rivales con la precisión escurridiza con la que se enhebra una aguja. Con un acelerón atravesaba espacios por los que nadie más parecía capaz de filtrarse.
Cuando los defensores anticipaban sus intenciones, creían poder pararlo. Pero no bastaba con saber qué iba a hacer, porque el problema no estaba tanto en lo que hacía, sino en cómo lo hacía.
Cuando se lanzaba en un uno contra uno, Gerald Davies mostraba una audacia formidable en su juego: entraba hacia el interior del campo aproximándose a los defensas hasta que, de forma aparentemente ingenua y desconcertante, marcaba una inesperada pausa. Después de esa fracción mínima de suspense… volvía a arrancar, de nuevo irrefrenable.
Su estilo tenía reverberaciones de una naturaleza extraña: surgía de pronto, desnudo y fugaz como la lengua de un lagarto que caza insectos, antes de retraerse de nuevo con satisfacción. Todo en un fugaz instante.
Aunque su fisonomía parecía frágil para un duelista, lo compensaba con una enorme potencia de piernas. Eso le permitía escapar de la presa de los defensores si éstos no cerraban el placaje con rotundidad.
Cuando le tocaba defender, Davies se comportaba con plena conciencia de sus limitaciones físicas. Sabía que los choques frontales, en su caso, habrían sido una tontería, ineficaces y contraproducentes. Pero aun así se las ingeniaba para hacerse muy difícil de sobrepasar en defensa.
Su presencia felina, siempre acechante, provocaba en los contrarios un punto de precaución que los llevaba a vigilarlo a él y descuidar intervalos por los que otros jugadores aprovechaban para colarse.
Recordando aquellas imágenes, uno siempre siente la obligación de rellenar una copa de Cabernet Merlot y elevarla en memoria de Gerald Davies: el terremoto oval que asoló Hawke’s Bay en 1971. Un clásico.