En un artículo el pasado viernes para el Daily Telegraph, Ian McGeechan defendía que, para garantizar el crecimiento del interés por el Seis Naciones femenino, era fundamental que todos los equipos se convirtieran al profesionalismo a tiempo completo. McGeechan establecía una ecuación de tres variables: la mejora técnica que posibilita el dinero, la igualdad en los resultados y el atractivo del torneo para el público. «The challenge now is for the Six Nations to produce a tournament that is as consistently thrilling as the men’s version. To do that, the playing field has to be levelled significantly, and I believe that means all six teams being full-time professionals». Es decir: «El Seis Naciones tiene ahora el reto de producir un torneo que sea tan consistentemente emocionante como la versión masculina. Para lograrlo, hay que equilibrar el terreno de juego de una manera significativa, y creo que eso implica que los seis equipos deben ser profesionales a tiempo completo».

El razonamiento parece lógico: la mayor igualdad tiende a generar torneos más emocionantes, más interesantes, más atractivos para el público. Sí, eso es verdad, pero… La hipótesis desatiende algunos factores que aquí consideramos con toda modestia muy importantes. Para empezar, habría que empezar por enmendar la mayor: «…un torneo que sea tan emocionante como lo es la versión masculina». En fin. El torneo masculino podrá ser todo lo igualado que se quiera (o que se desee vender). Desde luego es mucho más igualado a día de hoy que la versión femenina, donde Francia y sobre todo Inglaterra caminan sobre las aguas mientras las demás flotan entre las mortales. Pero, con igualdad y todo… dista mucho de ser emocionante.

Nuestra disruptiva afirmación, que no niega pero sí amplía la de McGeechan, sería esta: más igualado en el marcador no implica necesariamente más emocionante. El torneo masculino es dolorosamente aburrido. Y además… ¿qué es la emoción? Si le damos un cuarto de vuelta a la palabra y admitimos que existen otras emociones en el deporte además de la que genera la incertidumbre del marcador, entonces llegaremos fácilmente a esta conclusión: hay más emoción en el modo en que juegan al rugby las mujeres que en el rugby del 6N masculino. Y el resultado, si uno es un espectador neutral, no importa tanto. Importa más el juego.

McGeechan cree que el 6N femenino no crecerá si no se iguala. Pero la ‘emoción’ que reclama no se hace solo con igualdad: hay más emoción en el modo en que juegan las mujeres que en el tacticismo de su homólogo masculino. Digan lo que digan los marcadores…

Para defender su razonamiento, el sabio entrenador escocés se apoyaba en una asunción algo flexible: el resultado (cómo no) del partido entre Gales e Irlanda. Después de una buena fila de encuentros sin victoria, las chicas del Dragón derrotaron a Irlanda en la primera jornada del torneo. A la vista de McGeechan ese triunfo se debió a un motivo: que sus jugadoras habían gozado en el último año de contratos a tiempo parcial, como semiprofesionales. «Después de perder siete partidos consecutivos y de haber sido destrozadas 45-0 por las irlandesas en su último encuentro, esta vez las mujeres de Gales acudieron al RDS en Dublín y fueron merecidas vencedoras por 27-19. ¿La diferencia? Seguramente se debió al hecho de que Gales ha instaurado el profesionalismo durante este último año (…). Puede que no se trate de contratos enormes, y que este equipo de Gales aún sea joven, pero cualquiera pudo apreciar la diferencia».

McGeechan vuelve a tener parte de razón, pero diríamos que habría llegado a la conclusión (el nítido y casi inmediato efecto del profesionalismo) sin esperar a los hechos. Si examinamos con un foco más amplio lo ocurrido en ese partido, encontramos que Gales ganó al final, después de que las del Trébol tuvieran el marcador a su favor la mayor parte del choque. Y Gales se impuso -sin entrar en otras consideraciones- básicamente porque hizo valer su juego en la delantera, contra un equipo irlandés aún bisoño tras las tormentas que ha vivido en los últimos tiempos (v. Las mujeres son tendencia, de Helena Lanuza) y físicamente inferior. Y, aún más, porque la zaguera del Trébol, Eimear Considine, vio una tarjeta amarilla en el tramo decisivo del encuentro, por un golpe en un ruck. Irlanda quedó con 14 en un crítico final de partido, frente a una Gales embravecida, que en esas condiciones anotó los ensayos que volcaron el resultado.

Gales celebra el ensayo de Ffion Lewis para el triunfo ante Escocia (Photo via womens.sixnationsrugby.com).

Por cierto, que también contra Escocia este sábado regresaron las galesas desde el fondo del marcador hasta la victoria: perdían 19-7 y acabaron ganando a cinco minutos del final. Desde luego que su mejora, dos triunfos de dos, se deberá en muy buena parte al trabajo del último año y a las condiciones en que han podido ejercerlo. No cabe duda de ello. Ahora bien, no dejemos de lado otros factores tanto o más decisivos: la disciplina y los errores no forzados -uno de los problemas más serios en este momento de Irlanda, como demostró de nuevo el pasado sábado contra Francia- pesaron muchísimo en la resolución del partido. Gales ganó. Pero no habría resultado extraño que perdiera. Y aunque lo hubiera hecho, los beneficios de la profesionalización de su escuadra seguirían siendo los mismos, porque hay un avance indudable en la posibilidad de que las deportistas se dediquen a tiempo completo a entrenar y jugar al rugby. Conviene no hacerse trampas al solitario. Si uno basa los juicios solamente en el resultado, a menudo es porque lo usa para encontrar motivos que sostengan ideas preconcebidas. Pero el marcador de un partido es una contingencia que depende de múltiples factores. Un apoyo precario para conclusiones demasiado grandes.

La analogía de McGeechan (profesionalismo = igualdad en los marcadores = interés del público) puede tener mucha parte de verdad, pero no es toda la verdad. Un lector cínico podría decir que fue negada hace tiempo en el rugby de hombres. El profesionalismo general no ha evitado los escalones entre la élite y el resto. Además, siempre habrá niveles de profesionalismo. Siempre habrá más y menos capacidad de inversión. Siempre existirá quien produce más y quien genera menos. Siempre habrá caladeros de jugadores más amplios que otros. Esto no pretende negar lo deseable del profesionalismo. A estas horas no hace falta volver a afirmar lo necesario, justo, urgente e ineludible que es que las deportistas cobren por jugar como lo hacen los hombres. En efecto: el dinero es una condición necesaria para que el rugby que juegan las mujeres en la élite europea genere interés (que ya lo ha hecho) y lo mantenga. Pero no es la única condición. El Seis Naciones masculino es un formidable negocio, como ya hemos dicho muchas veces. Y, al mismo tiempo, verlo resulta tan aburrido como mirar crecer la hierba.

En dos jornadas hemos constatado que el rugby que se juega en el W6N es menos tendente al aburrimiento, más fácil de ver… incluso a pesar de tundas como la que se llevó Italia contra Inglaterra. ¿O es que no ocurre eso también en el masculino?

Y precisamente aquí es donde queríamos llegar. Porque nos parece necesario insertar la variable que McGeechan pasa por alto en su artículo… y que el entorno de críticos, especialistas y medios de comunicación acostumbran a obviar al juzgar el torneo más viejo y popular del mundo. ¿De qué es de lo que nadie habla, en el fondo, en el Seis Naciones? Del juego. DEL RUGBY QUE SE JUEGA. Como ya dijimos en otra pieza: una suerte de conspiración de silencio; el elefante en medio de la habitación. El mamotreto imposible de tapar a pesar del profesionalismo, el dinero a espuertas, la igualdad competitiva, la imprevisibilidad de los resultados y todo lo que se quiera.

Si hablamos del juego, habrá que decir que en dos jornadas hemos constatado que el juego en el Seis Naciones femenino es más divertido. Al menos, más fácil de ver. Menos tendente a desesperantes fases de aburrimiento. Más agradable a la vista. Incluso a pesar de tundas como las que propinó Inglaterra a Italia. Ese resultado constituye un ejemplo extremo, desde luego no deseable. Pero, ojo: ¿Es que no pasan cosas parecidas con Italia en el torneo masculino?

El choque entre Irlanda y Francia en Toulouse, resuelto con autoridad por las francesas (40-5) fue muy vistoso pese a la distancia en los guarismos. Y eso se debe a dos razones que van más allá de los marcadores. Primero, porque todo lo que ocurre en el rugby de mujeres está (aún) despojado del desaforado tacticismo que desde hace mucho tiempo se ha llevado por delante el Seis Naciones de hombres. Es un rugby más próximo a lo esencial, a lo que siempre fue, al rugby que aún se juega fuera de la élite. ¿Más imperfecto? Depende de lo que tomemos por perfección: ahí entraríamos en un terreno subjetivo. Hay una segunda razón, igual de poderosa, que los argumentos resultadistas parecen olvidar: nunca, en ningún deporte, el entretenimiento ha dependido en exclusiva de la igualdad en el resultado. Tomar el resultado como única referencia de la emoción, diversión o solaz que proporciona un partido, da igual en qué disciplina, significa mirar al deporte con unas gafas de madera. Ni los partidos igualados son mejores partidos per se. Ni la mayor calidad de los protagonistas (su mayor tecnificación, en suma) da como resultante automática un rugby más divertido. Si eso fuera así, no podríamos más que ver partidos de los profesionales. Pero resulta que vamos a un encuentro de la liga regional y lo pasamos en grande, aunque todo el mundo cometa errores.

Un inciso, para que no quepan confusiones: la calidad técnica de las mujeres en el Seis Naciones y sus alrededores no hace falta ni explicarla. Hace tiempo que el rugby femenino no es hijo de ningún dios menor, por si alguien todavía lo duda. Y aún más, porque hablamos de rugby: también se sacuden comme il faut…

Laure Sansus, la medio de melé francesa, anotó dos ensayos a Irlanda (Inpho via https://womens.sixnationsrugby.com).

La diferencia reside en algo que no explican ni el dinero, ni la igualdad en los marcadores, ni el tamaño de los estadios, ni la cuenta de explotación del torneo. Algo que en el 6N masculino se ha evaporado… y que en el femenino se mantiene todavía: el espíritu aventurero del juego, la iniciativa de las protagonistas con la pelota, el gozo de jugar. Jugar no es solamente reproducir automatismos ni utilizar la pelota de forma exclusiva para ejecutar movimientos preconcebidos en una pizarra electrónica. Como en un vídeo juego en el que la destreza técnica consiste en una combinación de botones. Jugar es jugar.

Si uno mira un partido del Seis Naciones femenino de pronto advierte que en el transcurso del juego ocurren cosas que en el masculino ya forman parte del pasado. Y no se ven otras que, sin embargo, en el juego de hombres constituyen moneda común, constante y frustrante: por ejemplo, las insoportables patadas a la caja; los reinicios constantes de las melés; los parones excesivos para armar la formación; los derrumbes deliberados; los frecuentes golpes en la cabeza y la profusión de placajes altos; los impactos repetidos contra el muro, a topetazo limpio, etc. Estas cosas a veces pasan también a veces con las mujeres, claro… pero no son lo que pasa todo el tiempo. ¿Por qué?

José Antonio Barrio Yunque ha dirigido durante años a la selección española femenina y resume las diferencias con una comparación: «Con el rugby ocurre lo mismo que con el tenis: la diferencia física lleva a que se juegue diferente. El tenis masculino es saque y volea, porque la potencia descomunal de los jugadores lleva a eso; mientras que las chicas juegan de otra forma porque necesitan usar otras armas, de modo que hacen un tenis distinto, más vistoso. En el rugby de mujeres hay más posibilidad de crear espacios con la pelota que en el de hombres, no sólo a través de los impactos repetidos y las patadas seguidas de presión… de ahí que se generen mecanismos diferentes», subraya.

«Con el rugby femenino pasa lo mismo que con el tenis: la diferencia física lleva a que se juegue de otra manera. En tenis todo es saque y volea; en rugby, impacto y una búsqueda más directa de los espacios. En el femenino se pueden encontrar de otra forma, con la pelota», dice Yunque

Lo de la patada a la caja, tan característica del rugby de hoy en la élite masculina, resulta especialmente notorio. En algún momento del Irlanda-Gales femenino de la primera jornada vimos con regocijo una jugada que creíamos perdida en la élite. Ruck defensivo de un equipo en su propia 22. La medio de melé levanta y busca a su zaguera, hundida en la zona de marca para ganar profundidad y alejarse de la carga rival. Viene el pase largo atrás y la número 15 ejecuta la clásica patada defensiva a touche para conjurar el peligro. Esa acción, que está en la memoria y en el uso colectivo de todos los que hayamos visto y jugado al rugby a cualquier nivel a lo largo del tiempo, ya no existe prácticamente en el primer nivel masculino. Es raro verla.

La solución de los hombres para una salida de ese tipo siempre es la misma: el nueve alarga el ruck, sus delanteros montan el escudo en trenecito y, después de que el árbitro lo solicite con insistencia, por fin el medio pega una patada alta, la célebre box kick. Los demás suben a la presión. Así de creativo es el avance territorial en el rugby de hoy. Así una y otra vez.

«Hasta los años 80 el balance entre lo táctico, lo que se genera en decisiones de juego, y lo estratégico, preconcebido, era a lo mejor de un 80/20. Los jugadores decidían mucho más. Pero con el desarrollo físico y la evolución del rugby, ahora eso ha dado la vuelta y probablemente estamos en un 30/70 o más». La variable clave es el espacio y cómo generarlo: «En el rugby masculino de hoy –explica Yunque- tienes a 15 mastodontes de pie casi todo el tiempo. Para desestructurar una defensa, que es cuando se abren los espacios, sólo se da la ocasión con este tipo de patadas altas que generen una situación de dos contra uno en el aire, o a través del contraataque. Y eso también está cambiando: a Francia la vimos esperar a Inglaterra con un bloque muy hundido, porque sabían que los ingleses son muy buenos al contraataque y que lanzan a Ellis Genge como ariete dejándolo muy atrás como receptor de las patadas defensivas. Por tanto, no subían a la presión y simplemente aguardaban atrás, como cuando en el fútbol un equipo espera en bloque defensivo muy bajo: yo no voy a facilitarte el contraataque subiendo a presionar, si quieres ya vendrás tú». Así estamos: insértese aquí el emoji de la mano desesperada en la cara…

Como se ve por la explicación del técnico, la evolución estratégica no se detiene. Pero eso está llevando a un amaneramiento atroz, a la prolongación insoportable del tiempo que se usa para las patadas a la caja y, desde luego, a la previsibilidad del juego, por la repetición del mismo patrón estratégico de forma constante. Cuando a alguien se le ocurre jugar el balón con las manos desde su propia 22, se parece a un loco. «Además –remata Yunque-, esto se va convirtiendo ya en algo ‘cultural’, ha generado una tendencia, y ya se enseña a jugar así a los chicos y chicas en edades adolescentes». El futuro oval parece un sitio muy oscuro.

Esa deriva, sin embargo, todavía no ha alcanzado al rugby femenino, ni siquiera al de élite. De ahí que podamos celebrar partidos en los que el juego fluye con una apariencia más libre, más natural. Volviendo al Irlanda Gales del Seis Naciones femenino… nos quedamos pensando: ¿Las chicas no pegan patadas a la caja? Uhmmm. El partido avanzó y lo que nos había parecido una posibilidad, efectivamente se terminaría por confirmar en ese y en los demás encuentros que se han jugado hasta ahora: en el rugby femenino la patada a la caja está poco menos que proscrita, por decirlo de una manera jocosa. O sea, que no es un recurso habitual. Constatarlo genera una sensación muy rara, porque el rugby de hoy nos ha acostumbrado a una serie de usos y costumbres tan predecibles que, al final, acabamos sufriendo un cierto síndrome de Estocolmo. Nos han convencido de que es imposible jugar sin ese tipo de acciones.

Pero resulta que sí, que hay otro rugby dentro del rugby. Y que las medios de melé del W6N muestran una tendencia natural a seguir abriendo el juego a las tres cuartos después de un ruck, para que la pelota (¡oh, felicidad!) siga moviéndose de mano en mano. Mover la pelota de mano en mano: ni que habláramos de un unicornio rosa. Sólo en casos excepcionales, cuando advierten una defensa desestructurada o un amplio espacio a la espalda de la línea rival, largan una patada. Pero esa patada es más profunda que alta, y está ejecutada con velocidad para buscar la sorpresa y asaltar el fuerte contrario con la presión consiguiente. Nada de ponerse calculador, como los pateos de los chicos, que frenan el juego cada poco para ejecutar su milimétrico y desesperante ritual.

Sansus, la soberbia número nueve de Francia en el choque contra Irlanda (dos ensayos y una generosa exhibición de ritmo, variedad en el reparto y avidez en el ataque de la línea de ventaja) pegó varias de esas que pusieron en dificultad a Considine y Mullhall, zaguera y ala izquierda de Irlanda. Otra mal calculada se le fue directamente a la touche: bendita imperfección. Pero la idea siempre estaba ahí: jugar, jugar, jugar al rugby sin que la pelota pare más de lo necesario. Tomar decisiones sobre la marcha y según lo que haya enfrente. Nada de ejecutar como si alguien las manejara desde la banda con un joystick, mecanizando hasta la extenuación recursos técnicos que se han acabado convirtiendo en la encarnación de un obsesivo delineamiento de los estrategas. Sólo mover la pelota y moverse con ella y en los espacios. Jugar, en suma.

Yunque también apunta a otro rasgo de esta excepcionalidad femenina. Cuando hablamos de los derrumbes de la melé, del juego en el suelo, desliza una sospecha que nace de su experiencia dirigiendo a jugadores y jugadoras: «Tengo la sensación de que las mujeres son más rigurosas en el cumplimiento de las reglas, más respetuosas y menos proclives al engaño o la picaresca. No es algo que tenga estudiado ni demostrado con datos, ni conozco estudios al respecto, pero es una percepción». Ese respeto también tendría algo que ver con la mayor fluidez del juego. Con la amabilidad de mirar un partido jugado por las mejores del mundo, en contraposición a sus colegas masculinos.

La cuestión llegados a este punto es saber si el rugby femenino tomará, cuando el profesionalismo se generalice, la misma perversa dirección que ha conducido al masculino a estos callejones. Yunque levanta una bandera de esperanza: «Quiero creer que no necesariamente: creo en la forma de entender el rugby de las mujeres y espero que siga siendo así. Y además espero también que alguien, en algún momento, sea capaz de encontrar soluciones diferentes para la generación de espacios, o que haya una adaptación de las reglas para facilitarlo. Pero tiene que haber alguien que dé con la tecla… y entonces los demás lo seguirán». O sea, el rugby precisa algún mesías intelectual. Eso o una redefinición. Eddie Jones ya hablaba hace unos años de reducir el número de jugadores o de aumentar el tamaño del campo. Parecía una boutade, pero ahí está su lógica.

Yunque: «Confío en que, cuando el profesionalismo se imponga en el rugby femenino, no tomará la misma deriva. Y espero que alguien, en algún momento, sea capaz de encontrar soluciones diferentes para generar espacios… o que haya un cambio en las reglas que lo facilite»

Mientras eso ocurre, o no, seguiremos necesitando irnos a los niveles inferiores, o a estas mujeres de las que disfrutamos estas semanas en el W6N, para encontrar algo de la extraviada naturalidad del juego. Y también de los comportamientos, claro. Durante la interpretación de Ireland’s Call, la mayoría de las irlandesas sonreían a la tibia media tarde tolosana. Puede que fuera el reflejo de alguna broma interna de vestuario que todas recordaban a la vez, en un instante solemne. Como cuando te contaban un chiste en misa. O puede que hubiera algo de cierto en la interpretación (libre y tal vez imprecisa) que nosotros quisimos hacer de la escena: las sonrisas venían a reflejar la alegría consciente de estar disfrutando de un escenario y un momento privilegiados. La inabarcable felicidad que a todos nos produjo siempre estar a punto de empezar un partido de rugby. Frente a las constricciones de la tensión que incomodan al profesionalismo, la dicha de jugar. 

Todo esto no quiere decir que no queramos el profesionalismo para las mujeres. Ya lo hemos anticipado: es justo, ineludible, necesario y urgente. Se trata del único camino y del más probable. Pero no podemos evitar desear, sabiendo lo que sabemos y habiendo visto lo que hemos visto en el lado masculino, que se conserve la espontaneidad y la creatividad, tan atractivas y necesarias.

Mientras el rugby femenino continúa su incontenible avance, todavía nos da tiempo a anhelar la posibilidad de que en el brillante futuro que le aguarda logre mantener esta excepcionalidad de la que hoy disfrutamos. Sí, es un rugby excepcional, por generoso con el espectador y por su singularidad en el contexto actual. Más allá de lo que digan los marcadores, en este W6N aún permanece intacta una buena parte de l’esprit du jeu. Es un rugby avanzado al que todavía no estrangula la evolución estratégica. Un rugby que consiste en su mayor parte en lo de siempre: jugar. Play. Jouer. Giocare.