
Jacques Tati nació en 1907 en Le Pecq, Francia, pero el apócope afrancesado de su apellido verdadero ocultaba la confluencia de ascendencias diversas: su abuelo fue el conde Dimitri Tatischeff, quien ejerció como agregado militar de la embajada rusa en París, donde se casó con una francesa, Rose Anathalie Alinquant. El padre del realizador, Georges-Emmanuel Tatischeff, nació ya en Francia y desposó a una dama por cuyas venas corría sangre italo-neerlandesa, Claire van Hoof.
La desahogada posición económica de la familia Tatischeff se debía en buena parte a Cadres Van Hoof, el provechoso negocio de enmarcado y restauración de cuadros que Georges-Emmanuel dirigía cerca de la plaza Vendôme de París. Lo había fundado su suegro, investido de una relativa celebridad inversa y retrospectiva por haber rechazado en su día tres lienzos a… Vincent van Gogh. Pese a todas las incertidumbres del periodo, el niño Jacques y su hermana Nathalie, dos años mayor, crecieron protegidos por la certeza de un destino que en el caso del chico se antojaba tan cierto como una línea recta: heredar la gestión del negocio familiar.
A los 16 años, espigado y deportista, practicante asiduo del tenis y la equitación, Jacques dejó la escuela e ingresó como aprendiz en la tienda bajo el magisterio del abuelo. Su vena artística, sin embargo, tenía poco que ver con el ambiente elevado de un París pretencioso. O tal vez no. Enseguida lo veremos.
Cumplido el servicio militar pasó un año en Londres, conviviendo con una familia de Lewisham, y allí alguien le procuró un encuentro iniciático: lo llevó a Westcombe Park, donde Jacques Tatischeff conoció el rugby. Lo abrazó de inmediato y a su regreso a París se las arregló para enrolarse en el tercer equipo del Racing Club de Francia, en el que ejercía como capitán Alfred Sauvy: economista, demógrafo y sociólogo nacido en el Rosellón, Sauvy sería el creador del término Tercer Mundo. Hombre privilegiado en las letras y los números, asistente en esos años del dramaturgo y novelista Tristan Bernard, sus decididas inclinaciones artísticas y teatrales hicieron de Sauvy no sólo un capitán, sino también una figura catalizadora para la latente pulsión creativa del joven Tatischeff.

Tati, con una camiseta del Racing Club de Francia: foto inédita encontrada en los archivos del realizador.
Reivindicar el lado de rugbyman de Jacques Tati no supone ninguna frivolidad. No hay exceso, de acuerdo a todos los testimonios, en considerar que el rugby cambió la vida del célebre realizador francés, porque fue de hecho su pórtico de entrada al mundo del espectáculo. Nunca sería un jugador destacado, pero sí un componente esencial del grupo en esa otra disciplina connatural a los vestuarios ovales: la diversión embriagada de los terceros tiempos. La oruga Tatischeff inició su mudanza hacia la crisálida Tati en las juergas posteriores a los partidos. No se trata de una hipérbole. Ocurrió así, de forma literal.
Su estatura, bien por encima del 1,90, lo podría haber llevado fácilmente al puesto de segunda línea. Pero Jacques era elusivo y atlético. Nada más verlo, Sauvy declaró: «Apertura». Al final, parece que jugó de ala. En todo caso, su engañosa fisonomía ocultaba a un maestro de sinuosas habilidades corporales. Y sobre la base de esa expresividad acabaría levantando su carrera. Primero como entertainer ocasional después de los partidos para sus compañeros, que fueron su primer público entusiasmado. Después llevó sus improvisaciones a las ruidosas fiestas que armaban los fines de semana por los locales de la ciudad, y en ellas implicaba a todo el vestuario: “Reír juntos es más fácil que reír solo”, escribiría años después Tati en el volumen de recuento de sus memorias.
Visto desde la perspectiva que procura el tiempo, el triángulo conformado por Tati, Sauvy y Bernard es uno de los cruces más fascinantes que jamás se hayan producido en torno a un balón ovalado. Igual que siempre hay delanteros que animan la celebración post partido con sus canciones, Tati refinó el modelo. Tristan Bernard fue el primero en advertir cómo, tras un encuentro, Jacques se dedicaba a imitar los movimientos de cada jugador, incluso los suyos propios y por supuesto los del árbitro. “¿Sabes? –le dijo-. No entiendo por qué sigues enmarcando vidas inmóviles”.
En ese ambiente, el «joven tímido y grande como una mole», tal y como lo recuerda Sauvy, alimentó la inminencia de su talento. Y lo hizo desde la misma cena el día de su debut en Racing: «Esa noche el equipo se reunió en el restaurante Barbe-Jean, en Montmartre. En medio de la cena se apagaron todas las luces de la sala, salvo las de una pequeña cabina… y todos nos convertimos en la audiencia del mimo de sombras más gracioso que se pueda imaginar. Había nacido una estrella: Jacques Tati”.
A partir de ese momento, el papel del futuro cineasta en el vestuario trascendió el deporte. Cualquiera que viese al llamado XV de Sauvy en aquella suerte de representaciones tabernarias los podía tomar por una compañía más o menos estable. De hecho ocurrió, como cuenta David Bellos en el libro Jacques Tati: his life and art (Harvill Press, 1999): “Una noche, se despacharon con tanto brío en el Bon Rock (un restaurante en la Rue Dancourt), que dejaron al público sumido en gran alborozo y se despidieron con un “¡Nos vemos el próximo viernes!”. Cuando volvieron tras el partido de la semana siguiente, había una larga cola en la puerta. Todos estaban allí para verles”.
En realidad, como había vaticinado Bernard, su vida como enmarcador iba a terminar enseguida. En medio de los años de hundimiento que siguieron al desastre del 29, Tati se marchó de casa y vivió en hoteles baratos y en casas de amigos, confiando su futuro a su poco convencional talento. La tienda de la plaza Vendôme era pasado y sus expectativas artístico-profesionales dieron un incierto giro hacia el mundo del espectáculo, las actuaciones burlonas, el music-hall, la mímica… La necesidad y el ingenio.
«El rugby fue, al mismo tiempo, su escuela, su familia y su compañía teatral. El caldo de cultivo a partir del cual surgió su talento», escribieron Mark Dondey y Sophie Tatischeff en la biografía de Jacques Tati
En esa tentativa, los juegos de entretenimiento nacidos en el vestuario se revelaron el germen de sus Impressions sportives, la primera y más perdurable manifestación de su estilo de comedia. Ya habían hecho fortuna en los espectáculos de teatro aficionado que organizaba Sauvy. Y aún más en las representaciones que el mismo capitán montaba para las galas de fin de temporada del club: Sauvy guionizaba los espectáculos, todos los jugadores se implicaban en los sketches y números musicales, y Tati procuraba la diversión central apoyado por otro jugador, Jacques Broïdo, comercial de relojes suizos que se convirtió en una suerte de pareja artística. En aquellas improvisaciones colectivas que, significativamente, titularon Balon d’essai, Tati mudaba la timidez para convertir su cuerpo en una silenciosa carcasa animada, que reproducía con aliento cómico los gestos estilizados de un portero de fútbol, de un boxeador el día de su primer combate, de un ciclista, un pescador o un jinete.
¿Y el rugby? Nunca lo representó, al menos no públicamente. Sus primeros cortometrajes como actor y guionista, entre 1932 y 1936, tienen el deporte en primer plano: Oscar, champion de tennis, prefigura en 1932 la delirante escena del Hulot tenista en Las vacaciones del señor Hulot. En 1936 filmó Gai dimanche y Soigne ton gauche, el último dirigido por René Clément y centrado en un granjero que se convierte en boxeador. Antes, en 1934 Charles Barrois había dirigido On demande une brute. En el corto, Tati actúa junto a su amigo el clown Enrico Sprocani. En realidad, también había escrito el guion original junto a Alfred Sauvy, y la historia trataba en principio sobre un jugador de rugby. Cuando Sauvy abandonó el proyecto por sus crecientes obligaciones académico-profesionales, los planes cambiaron: se decidió que, para hacer la película más popular, el argumento se centraría de nuevo en el boxeo.
Su padre Georges había combatido en la gran guerra de 1914. Jacques lo hizo en la I Guerra Mundial. Tras servir entre 1939 y 1940, ya desmovilizado Tati presentaría sus Impressions sportives en escenarios mayores como el Lido de París y La Scala de Berlín. Y sus pasos se dirigían cada vez con mayor decisión hacia el cine: apareció en varias películas menores hasta que el encuentro con Fred Orain, propietario de unos estudios, lo lleva a fundar su propia productora, Cady-Films. Aunque el proyecto y la colaboración con Orain no duraron demasiado, sirvió para poner en marcha los largometrajes que lo iban a convertir en una estrella imprevista.
Aquel larguirucho que ocupaba el ala en el Racing Club, y que entretenía a sus conmilitones en las celebraciones comunales, iba a culminar su modelo de comedia física en la gestualidad desordenada del cartero François de Día de fiesta, su primer largometraje de éxito; y desde luego en el inefable Monsieur Hulot, el personaje alrededor del cual giraba el delicioso universo Tati en sus filmes principales como actor-director: Las vacaciones del señor Hulot, Mi tío, Playtime y Trafic.
El cine de Tati no se parece en casi nada al cine que sus contemporáneos hacían en Francia. Alejado de la conceptualización, Tati miraba a sus personajes siempre desde un plano medio, desnudo de detalles o matices gestuales. Es un modo de filmar que huye del subrayado expresivo o de la atribución psicológica. Nunca vemos una mueca o una mirada o un gesto en primer plano: todo ocurre como a una respetuosa distancia.
Su revisión del humor cinematográfico apoyado en la expresividad corporal de los personajes lo emparenta con los maestros de la comedia muda: Charles Chaplin, Harold Lloyd y Buster Keaton, que sentenció: «Tati empezó donde nosotros habíamos terminado». A uno ese disparo le parece aun así algo largo, pero hay indudables coincidencias, radicadas más en el fondo que en la forma. Charlot lucía un equívoco bigote hitleriano y Tati, sobre todo en su papel de cartero en Día de fiesta, un mostachito que recordaba y mucho al del general De Gaulle. Desde ese punto de vista, la escena en la que unifica y dirige el desordenado esfuerzo de los lugareños para izar la bandera de Francia en la plaza del pueblo se interpreta con facilidad como parodia del momento histórico que vivía la Francia de la posguerra.
Aunque sus tonos fueron muy diferentes, igual que Chaplin también Tati parece concebir sus películas como sátiras del mundo moderno y la evolución social que lleva aparejada. El vagabundo Charlot es un caballero desastrado que revela la perversión de las desigualdades que custodia la autoridad. Sus filmes pendulean entre la comedia de slapstick y el drama social, con un humor físico que se sobrepone al barniz de desesperanza.
La suavidad expositiva de Tati presenta un tono muy diferente. Tati no fue un cineasta político, ni moralista, ni sociológico. No abiertamente. Pero bajo la apariencia inocua de sus narraciones sin argumento subyace un retrato tiernamente demoledor de la sociedad francesa de su tiempo. La extrañeza del señor Hulot frente al mundo, su anodina inadaptación, componen una sorda invectiva contra la deshumanización de la tecnología, el progreso urbano y la creciente influencia geoestratégica de Estados Unidos. También, y desde luego, contra el absurdo esnobismo burgués.
Como sucediera con Chaplin y los demás grandes del cine mudo, en las películas de Tati también hay una comicidad muy orgánica, pero expresada como en sordina; no busca la carcajada, sino la sonrisa cómplice de quien se descubre observado en alguna manifestación de su humana imperfección. Todos los personajes de Tati son arquetípicos, costumbristas. Con apenas unas pinceladas, el director los retrata al natural y nos procura el trampantojo de saberlo todo sobre ellos, aun cuando no nos cuenta nada: apenas lo que hacen. Y, por lo general, suelen hacer todo el tiempo lo mismo. Y qué es la vida sino nuestra reiteración en los días. Por eso, en un primer vistazo pensamos que conocemos a mucha gente que se comporta como ellos. En realidad son así de reconocibles por una razón aún más desconcertante: en el fondo entrevemos que ellos también somos, en algún momento, nosotros.
Por seguir en el paralelismo… Charlot resulta, a menudo, molestamente rijoso. En Tati no hay declaraciones de amor ni heroínas idealizadas. El director francés bordea las pasiones como todo lo demás, sin hacer hincapié, sin que realmente ocurra nada. Y las presenta en dos vertientes: con el tono descarado de un piropo callejero o una ávida mirada felliniana (todos los chicos jóvenes quieren encamar a la relaciones públicas de Trafic y a la joven solitaria de Las vacaciones del señor Hulot); o a través de la sutileza taimada de Hulot, que siempre acaba llevándose bien con ellas, las saca a bailar o las invita a un paseo. El inexplicable atractivo del desgarbado hombre de la pipa, el sombrero imposible y la gabardina. La silenciosa caballerosidad de alguien que pasa por todos los lugares sin ser visto, pero que a menudo desata un caos inadvertido.
Por fin, las películas de Tati no son mudas, pero sí muy silenciosas. Casi ni se oye hablar a los personajes. Es decir: hablan pero los oímos como en segundo plano, como si fueran sólo parte de una banda sonora. Se diría que Tati evita que la voz se interponga como obstáculo en la expresividad de la acción. Todo está sugerido, nunca abiertamente expreso.
Como contrapunto, en el montaje en el estudio Tati amplificaba y añadía sonidos a los objetos, para generar onomatopeyas cómicas que le confieren al conjunto un toque extravagante, plenamente original. El insistente y plúmbeo batido de la puerta del restaurante en Las vacaciones del señor Hulot; los amenazantes chasquidos de los artilugios en la casa domótica de Mi tío; los sillones de espuma en que se hunden los hombres de negocios del impersonal edificio corporativo de Playtime… Son varios ejemplos clásicos, pero hay muchos otros.
Al director francés le preocupaba la escenografía. Y el paisaje (urbano o rural) tiene para él la importancia de un personaje más: acaso el principal porque encarna la proyección de los diferentes caracteres sobre los que Tati apoya su clemente mirada de observador distanciado. Tardó varios años en construir Villa Arpel, la modernísima casa futurista de Mi tío, que procura momentos deliciosos de comedia; y, sobre todo, la irreconocible París en la que los personajes de Playtime se mueven nerviosamente, como cobayas en un laberinto científico. Tati invirtió nueve años en levantar esa ciudad artificial a tamaño natural.

La Ville Arpel, el decorado de la singular casa de ‘Mi tío’, expuesta en el centro Cent Quatre de París.
Ese empeño estético demoraba en exceso cada proyecto y acabaría por llevarlo a la ruina. En los años 60 y 70, complicado además su estado tras un grave accidente de tráfico, su éxito decayó. Trafic fue la última aparición de Hulot, que en cierto modo había devorado a Tati. Su lista de largometrajes se cerró con Zafarrancho en el circo: un filme para televisión que reproducía un espectáculo circense, tan irregular como por momentos entrañable. En él Tati aún era, como en los días del rugby, maestro de ceremonias y actor principal.
Tati fue un artista intuitivo y autodidacta que alcanzó elevadas cotas técnicas y expresivas. Pese a su declive final, que le generó escaso reconocimiento y beneficios económicos, hoy más que nunca su nombre refiere a un tipo de comedia naturalista que ha traspasado la historia del cine, generando una referencia manifiesta en formas, obras y autores muy diversos. Su último trabajo, cerrando de algún modo mágico el círculo iniciado con las Impressions sportives, fue la filmación junto a su hija Sophie de Forza Bastia 78, una película documental sobre la participación del modesto Bastia corso en la final de la Copa de la UEFA de fútbol de ese año.
Jacques Tati coronó así una obra corta, pero de vigencia absoluta. Modeló un universo propio, tan reconocible como lo eran todos y cada uno de los modestos personajes de sus pequeños mundos corales. Todo eso nació en el vestuario del Racing Club. Mark Dondey, autor de su canónica biografía de la mano de la hija del realizador, Sophie Tatischeff, remacha la indudable importancia que el rugby tuvo en la conversión de Tati en el director que hoy conocemos: «Fue, al mismo tiempo, su escuela, su familia y su compañía teatral. El caldo de cultivo a partir del cual surgió su talento».
En el archivo de Getty Images se puede encontrar alguna que otra imagen de Tati en 1955, en las gradas de Colombes, viendo un partido del V Naciones entre Francia y País de Gales. El pasado mes de marzo Philippe Gigot, responsable del catálogo Jacques Tati – Les Films de Mon Oncle, sociedad formada con su hija para recomprar y restaurar todos sus cortos y largometrajes, mostró a los diarios franceses la que considera «la única foto de Tati con la camiseta de Racing». Encontrada en los archivos del cineasta junto al recibo de las cuotas que el joven Jacques pagó en el club en los años 1930, 1931 y 1932, la imagen constituye la irrefutable prueba documental, si es que hiciera falta, de su paso imborrable por nuestro deporte. Tan fugaz y perdurable como su obra cinematográfica. Tan singular como los indecisos movimientos de Monsieur Hulot.
[Las traducciones usadas en este artículo son propias y obtenidas a partir de la siguiente bibliografía:
– Jacques Tati: His life and art
Autor: David Bellos
Año: 1999
Ed.: Harvill Press
– Tati
Autores: Marc Dondey y Sophie Tatischeff
Año: 1994
Ed.: Ramsay
– Mudied Oafs: The Soul of Rugby
Autor: Richard Beard
Año: 2003
Ed.: Yellow Jersey
Capítulo: SCUF, Paris, 1992-4
Página 52].