
El rugby se expresa en un territorio flexible que bascula de la imposición física al triunfo de la inteligencia. Cuando se lo define como un deporte de contacto, la generalización olvida muchos matices, a los dos lados del espectro. Por un lado, lo de contacto se queda muy corto para definir la dinámica de colisiones que reina en el deporte de hoy. Lo dijo en su día Heyneke Meyer: «El baile de salón es un deporte de contacto… El rugby es un deporte de choque». En el extremo contrario, quienes subrayan que el rugby es, de manera fundamental, un juego de evasión. Y por fin, de tesis y antítesis, surge esta tesis, oída en las escuelas básicas de entrenadores: el rugby es, ante todo, un deporte de invasión.
En el fondo, el rugby es todas esas cosas a la vez. Y muchas más. Inglaterra no sería hoy Inglaterra sin la fluidez con la que está funcionando el engarce entre la agresividad destructiva de sus delanteros en campo abierto, o como enlaces entre líneas, las aceleraciones de bola de cañón de Tuilagi en el canal del 12 y las evasivas rutas de ataque a partir de Slade.
El centro de Exeter opera como transformador de energías. Y su delicada comprensión del juego activa a los dos velocistas de las alas, el incontrolable Jonny May -jugador de prestaciones crecientes en todas las áreas del juego desde hace ya un tiempo-, Jack Nowell o el recuperado Ashton. Y, sobre todo, Slade encuentra a su mejor aliado en el que quizás sea el jugador más inteligente del rugby europeo: Elliot Daly. Como diría la película de Zinnemann sobre Tomás Moro: a man for all seasons. Un jugador para todo. Un rugbier con tres cerebros.
En la Inglaterra de estas semanas, Slade es el transformador de energías: convierte la agresiva potencia de los delanteros y Tuilagi en un rugby fluido de velocidad por fuera y penetración por dentro. En ese papel, Daly es el mejor aliado: quizás el jugador más inteligente del rugby europeo
Daly compone la figura de un unsung hero de libro. Es decir, el artista secundario. El héroe anónimo cuyas prestaciones formidables nadie subraya hasta que la evidencia ha crecido de manera incontrolada. El mediano silencio que ha acompañado la carrera de Daly hasta aquí se puede interpretar como una sonora alarma de los términos en los que se mide hoy a los jugadores: a menudo con más atención por el ruido mediático que son capaces de generar o por un perfil biográfico generoso en aristas que ayude a las semblanzas periodísticas. Daly no es nada de eso. De hecho, es casi exactamente lo contrario.
Tanto así que, si uno se pone a bucear en la vida de Elliot Daly, no encuentra mucha cosa más allá de lo evidente: un rutinario inicio en el rugby a los cinco años, los jalones de su carrera, la formación en Whitgift, el salto a la academy de Wasps y un debut precoz en la élite; Inglaterra, los Lions, los vídeos de sus monstruosas patadas a palos… Estas últimas semanas su nombre tuvo un pico de popularidad en las métricas de impacto mediático, tan de moda, cuando anunció que dejará su club de siempre para mudarse al norte de Londres con los Saracens. Fue un fogonazo volátil y, enseguida, Daly volvió a la mediana invisibilidad.
Si acaso, de su extraordinaria carrera por el mundo de las sombras llama la atención el episodio de aquella final del Mundial Junior de 2011, contra Nueva Zelanda, cuando Inglaterra perdió frente a uno de los equipos más delirantes de los Baby Blacks que se pueda imaginar.
Merece la pena rememorar el partido porque pone en perspectiva la relevancia del torneo sub20. En el XV de Inglaterra jugaban nombres familiares como Mako Vunipola, Joe Launchbury, Matt Kvesic, George Ford, Owen Farrell, Christian Wade o Elliott Daly, entre otros varios profesionales de la Premiership. Pero lo de Nueva Zelanda era sencillamente espectacular: Codie Taylor, Tameifuna, Luatua, Retallick, Brad Shields, Sam Cane, Luke Whitelock, TJ Perenara, Anscombe, Charles Piutau, Sopoaga, Saili y… Beauden Barrett. Así, como si los hubieran juntado a lazo.
En la previa de aquel tremendo partido se hablaba de Ford y Farrell, claro. Una pareja favorita de los medios, de entonces a hoy. También se nombraba a Elliot Daly. Pero, como en un anticipo de lo que siempre ha sido su carrera, la referencia usaba el nombre del centro inglés para contraponerlo a una de las (muchas) estrellas en ciernes que tenía el equipo neozelandés: Francis Saili, que jugaba justo enfrente de nuestro hombre y se había pasado el torneo posando en el verde los ensayos que se le caían de los bolsillos.
Y así siempre. Se nombra a Daly para en realidad nombrar a otro. O directamente se le da por descontado porque, sí, sin duda la mayoría de la gente se da cuenta de que se trata de un jugador magnífico pero… ¿y qué contamos de él?
Pues eso, nada. Que es un magnífico jugador. ¿O es que hay algo más importante?
Daly ha pasado desapercibido más o menos siempre. Como si fuera el hombre que nunca estuvo allí de los hermanos Coen. Un dato que sí sirve para los panegíricos y hay que aprovecharlo: en su acceso a la elite squad de Wasps se convirtió en el segundo jugador más joven en debutar en la larguísima historia del club. Era noviembre de 2010 y acababa de cumplir 18 años. Todavía iba a clase en Whitgift.
De entonces a hoy, su versatilidad le ha marcado. O más bien, habrá que empezar a decir que le ha definido. Eddie Jones lo ha usado en estos últimos años en las tres posiciones que siempre fueron clásicas a lo largo de su vida: como centro (su preferida, aunque nadie parece escucharle), como ala y, por supuesto, de zaguero. Anótese que debutó con la selección en 2016 sustituyendo como 12 a Farrell. Luego apareció por el ala. Ahora anda haciendo fortuna como 15, desde que mister Jones lo instauró ahí contra Sudáfrica y mandó al costado a Brown. Este patrón se ha repetido con Dai Young en Wasps, aunque en su club el del fondo es un puesto que visita menos. Y amenaza con perpetuarse en Saracens.
Antes del choque inaugural de este 6 Naciones en Dublín, en Inglaterra todo el mundo parecía querer que el zaguero fuera Mike Brown: «Una manta cómoda en el fondo», venían a decir los especialistas. Se aludía mucho a la batalla aérea que plantearían Murray y Sexton, y a la seguridad del jugador de Harlequins en esa suerte del juego. Al final jugó Daly. Y a la vista de su desempeño y sus fulgurantes apariciones en ataque, parece complicado que nadie le mueva la silla.
Del lado irlandés también hubo una cierta, tradicional desconsideración hacia la posibilidad de que Daly jugase como titular: England’s Jack of all trades Elliot Daly needs to become master of one: así se refirieron a él. El juego de palabras del titular tiene que ver con un refrán de la lengua inglesa: Jack of all trades, master of none. Es decir, lo que aquí llamamos aprendiz de todo, maestro de nada. O, en otra aproximación: maestro de todo, sabio de nada. A estas horas, Daly aún debe de estar riéndose.
Puede que a menudo la versatilidad en cualquier deporte tenga que ver con la flexibilidad operativa de un cuerpo híbrido. Naturalmente, es una condición indispensable. Pero en el caso de Daly esa capacidad de adaptación responde más que otra cosa a la aplicación práctica de la inteligencia para la comprensión del juego. A lo que cada posición necesita, lo que ofrece y como mezcla con las características del jugador.
En deporte se habla mucho del talento, aunque nadie está seguro de saber qué significa exactamente. ¿Habilidad, destrezas, inteligencia, todo a la vez? En el mundo de los recursos humanos y las escuelas de negocio, el talento se define más o menos así: es la capacidad natural de una persona para adaptarse a las necesidades y requerimientos de un puesto y desempeñarlo con eficiencia.
No diga talento, diga Elliot Daly.
Allí donde aparece Daly, el juego mejora. Allá donde su entrenador lo pone, Daly es mejor que los otros. Allá donde lo buscan los medios, Daly ofrece una figura borrosa… sólo perfectamente nítida en el campo de rugby
Hay quien considera que la versatilidad es una condena, porque impide brillar en un puesto, ganar la consideración de especialista y orientar las miradas hacia tus características más obvias. No faltan casos para defender la validez del argumento, pero aquí lo juzgamos falaz: en lugar de achacar a los cambios de posición la flagrante falta de notoriedad de Elliot Daly, deberíamos reflexionar si la culpa no la tendrá la miopía general a la hora de considerar sus extraordinarias virtudes para el juego.
No faltan las evidencias. Allí donde aparece Daly, el juego mejora. Allá donde su entrenador le pone, Daly es mejor. Verlo pasar la línea con el balón en las dos manos, abriendo las defensas como si fueran el Mar Rojo, es un puro deleite visual. Y todo con apariencia de sencillez, ese gran arcano de los más grandes en el deporte, en cualquier deporte.
Allá donde los demás buscan un perfil sabroso con el que llenar las páginas de los diarios, Daly ofrece una figura borrosa, que sólo se hace perfectamente nítida en el campo de rugby.
Daly no habla, Daly juega.
Daly no da titulares, él es el titular.
Daly no es un personaje, es un jugador.
Un formidable jugador de rugby.