El 18 de junio de 1995 Paul McCartney cumplió 53 años. Habían pasado 180 de la derrota napoleónica en Waterloo y 55 del discurso que Churchill pronunció en la Cámara de los Comunes y que siempre se ha conocido como Their finest hour. Éstas son efemérides de enciclopedia, tomadas al azar. Nos importan poco porque, en el universo oval, todos sabemos que el 18 de junio de 1995 fue el día en que Jonah Lomu aplastó a los ingleses. Particularmente, y de forma muy concreta, a Mike Catt, zaguero de la Rosa y último de los que trataron de detener el negro penacho de Lomu, que era algo así como el remate en forma de chimenea del tren de mercancías al que recordaba su forma de arrollar contrarios. La escena es tan conocida que glosarla en sus detalles resulta improcedente.

Aquél era un domingo de sol en Londres y lo vimos en un pub atestado, con un programa que incluía, antes, el partido, después el inevitable sunday roast y, a todas horas, una ingesta transversal de cerveza que le hiciera de argamasa a la jornada. Creo recordar que hacía poco que se habían liberalizado los horarios de las public houses y que, por lo tanto, las barras ya no cerraban a las cuatro de la tarde. Nos esperaba, así, un domingo largo y beodo. Mezclado con la patulea habitual, localizamos enseguida a un concurrente entre cuyos intereses no parecía estar el rugby. Había acompañado a algunos amigos y bebía cerveza con alegría comunal. Era inglés, pero sus comentarios sonaban extemporáneos y apenas atendían a los arcenes del juego: lo frívolo, lo ocasional, lo curioso… Con frecuencia molesta desviaba la mirada de la pantalla para componer chistes que celebraba con una risa nerviosa, frecuente en estridencias. Cuando Lomu pasó por encima de Catt, y mientras casi todos nos quedábamos mudos o engullíamos un murmullo de asombro, él soltó una larga carcajada. Fue lo único que se oyó o fue lo que más se oyó. Aún hoy, en este duelo general por su fallecimiento, no puedo pensar en Lomu y evitar oír esa risa. Y lo que aún significa.

Catt ha contado en alguna ocasión que, cuando levantó la cabeza para mirar al gigante neozelandés acabar el ensayo, se le vino encima Robin Brooke, segunda All Black y hermano del magnífico Zinzan, que lo enfrentó con aire socarrón: «Prepárate, amigo… esto es sólo el principio». La risa en el pub se correspondía casi de forma perfecta con aquella provocación, como si estuvieran concertadas. Para mí, desde entonces, Lomu siempre fue esa carcajada que venía a sintetizar la fascinación general por aquel jugador, un asombro que traspasaba los límites del rugby en todos los sentidos. Eso y otra broma que me hizo reír unos días después, en la final contra Sudáfrica, proyectada para miles de asistentes en el estadio Linford Christie de Londres. Entre los muchísimos aficionados que nos reunimos allá, todavía recuerdo la imagen de dos neozelandeses con sendas camisetas de los All Blacks y el número 1 a la espalda. Una llevaba arriba el nombre: Jonah. La otra, el apellido: Lomu. Juntas las dos camisetas -y esos dos tipos no se separaron el uno del otro en todo el día, con el fin de provocar el efecto deseado- completaban un 11 y el nombre completo: Jonah Lomu. El gigante valía, por lo menos, por dos hombres. Si es que no eran más.

Ese era el tono. Aún es el tono, sobre todo cuando le preguntan a Catt: «Lomu me puso en el mapa«. Todos lo hubiéramos dicho de otro modo: Lomu lo sacó del mapa o le dejó el cuerpo como un mapa. «Es un freak… y cuanto antes se marche, mejor«, ironizó el capitán inglés, Will Carling, al ser preguntado sobre Lomu al final del partido. La frase no era despreciativa, sino pura impotencia. La narración televisiva del ensayo había hecho la pregunta clave: «¿Cómo se para a un hombre como ese?». El pit-bull Brian Moore ensayó una respuesta acorde: «A lo mejor con un rifle para elefantes». La muestra del impacto de la jugada es que, muchos años después, uno ve a Catt y le cuesta no rendirse a la iconografía, no pensar en su condición de zaguero triturado una tarde en Sudáfrica, en lugar de detenernos en la figura de un magnífico jugador de rugby, con una carrera larga y exitosa. Ocurre con el protagonismo de Catt como me sucede a mí con aquella tarde soleada en Londres: que no me he podido sacudir de la cabeza la risa impertinente del muchacho del pub.

Todo lo que fue Jonah Lomu y lo que se reclama de él ahora, en el terrible duelo por su repentina muerte, está bañado en la exageración admirativa, el asombro y el mismo intento de situar su figura en un contexto. Es así porque todo resultó hiperbólico desde su violenta irrupción en los Hong Kong Sevens de 1994, a los 19 años, y por supuesto en la Copa del Mundo de 1995 en Sudáfrica. La tentativa de dibujar el peso de Lomu en la historia del rugby se ve favorecida por la perspectiva de 20 años, lo que ha agregado muchos matices y permite atribuirle, de manera retrospectiva, méritos que quizá solo fueran parcialmente suyos. El intento de perfilar a Lomu queda ya demediado, de forma implacable, por su prematura desaparición a los 40 años. Un fallecimiento repentino -acababa de regresar de unas vacaciones en Dubai, después de su arduo trabajo promocional en la RWC15– debido a un paro cardiaco, y que los médicos no pueden desde luego desligar de su larga dolencia nefrítica.

La muerte pone a la luz de modo concluyente la fatalidad que pareció acechar al gigante desde el diagnóstico de su enfermedad de riñón, en 1996. Una circunstancia que le quitó rotundidad a una carrera larga, que durante años saltó por encima de graves problemas de salud, hasta el progresivo empeoramiento a finales de 2003 y el trasplante de 2004. Después ya no pudo cumplir su deseo de recuperar un contrato en el Super 14 y optar por el puesto de ala de los All Blacks en la RWC2007, que ya en 2003 había quedado en manos de Doug Howlett y Joe Rokocoko, y a cuya nómina se agregaría más tarde Sivivatu. Lomu se retiró oficialmente después de eso, y de un breve paso por Cardiff Blues y por Marsella, en las categorías inferiores francesas, donde volvió a jugar con el número 8 que había llevado cuando aún era un proyecto adolescente de All Black. En muchos sentidos, había prolongado su carrera más allá de lo natural, dadas las circunstancias. Se apagó lentamente, pero en conjunto queda la impresión de que, tras la Copa del Mundo de 1999 y el nuevo fracaso negro, Lomu desapareció poco a poco de la primera línea, imposibilitado por la enfermedad para cumplir el anuncio de su trayectoria.

Lomu fue un atisbo del futuro del juego, una especie de ‘terminator’ enviado a 1995, en la bisagra temporal del paso del rugby amateur al profesional. Apareció y nos permitió ver cómo sería el deporte del porvenir

Estos días, el mundo del rugby ha valorado la figura de Lomu. Algunas consideraciones me parecen irreprochables y las comparto de manera plena: su condición de avanzado a su tiempo, innegable. Lomu fue, en efecto, un atisbo del futuro del juego, una especie de viajero del tiempo, de terminator enviado a 1995, exactamente en la bisagra temporal del paso del rugby amateur al profesional. Apareció y nos permitió, como en un prodigio, ver en esos días de final del amateurismo lo que iba a ser el deporte del porvenir. Es verdad que su naturaleza lo hacía distintivo, que rompió todos los patrones al incorporar una velocidad tremebunda (sus célebres 10,8 en los 100 metros), y mezclarla con una carrocería que, por estatura y potencia de choque, parecían resumir a un descomunal tercera línea. Lomu fue, en ese sentido, el primer tres cuartos híbrido, si se entiende el término, que vimos en el gran rugby: gente que parecían delanteros pero jugaban atrás. El célebre narrador escocés Bill McLaren recuerda así su primer encuentro con Lomu, en Hong Kong: «Estaba viendo el entrenamiento de Nueva Zelanda y le pregunté al preparador, Gary Merril, por aquel maorí que embestía como un bisonte iracundo: ‘¿Qué delantero? -me contestó-. Es un jodido ala… ¿A que es grande?».

Después ha habido muchos jugadores como Lomu. O sea, de esa talla. Cada vez más. Los tamaños se han mezclado, pero no estoy seguro de que esa variación paulatina haya que atribuirla de forma exclusiva a Lomu: ha sido más bien la evolución natural del juego, con roles estratégicos intercambiados, salvo en las fases estáticas. La progresión atlética del deporte a partir del profesionalismo, y las fórmulas de detección y desarrollo de talentos, han hecho el resto. Ahora no nos extraña ver a armarios de tres cuerpos derribando árboles en el juego abierto con carreras furibundas y tiempos próximos a los de un velocista. Sin embargo, merece la pena recordar a un híbrido algo anterior a Lomu, que en su momento nos generó una fascinación equivalente: se llamaba Va’aiga Tuigamala, más conocido por Inga the winger. Samoano de 180 centímetros y 110 kilos de peso, sus medidas y su aspecto eran las de un pilar de libro. No tenía desde luego las dimensiones de Lomu, pero también llevaba el número 11 en los All Blacks -19 caps entre 1989 y 1993- y su velocidad de carrera resultaba arrolladora, generaba terror en las defensas. Naturalmente, su choque incorporaba una violencia inusitada. Jugó union y, a partir de 1993, también league en Wigan: merece la pena ver en este enlace el vídeo de sus fechorías con la pelota en ese código, en el que es una leyenda. En el nuestro no alcanzó las cotas de su sucesor, claro, pero a quienes lo vimos pasar con ese efecto de bola de cañón expansivo siempre nos pareció que había sido el pre Lomu. No es una comparación pero, visto en perspectiva, parece un anuncio de lo que venía.

No estamos aquí tan seguros de que, como han afirmado voces autorizadas durante los últimos días, Jonah Lomu cambiase el rugby. ¿Qué quiere decir esa afirmación, en realidad? ¿Cambiar en qué sentido? Me parece necesario matizarlo, porque la coincidencia en el tiempo de Lomu y el paso al profesionalismo tal vez induce a reunir las dos circunstancias en una. El rugby cambió poco a poco, a partir sobre todo de las variaciones normativas, que fueron conduciendo el deporte hacia un sentido del espectáculo y una dinámica de juego veloz, abierta, que mezclaría papeles y posiciones en el movimiento de los jugadores sobre el campo. Los deportistas cambiaron progresivamente, pero aquello no fue el paso del cine mudo al sonoro: es decir, Lomu era un meteorito, sí, pero no provocó la extinción de los dinosaurios. La primera estrella profesional en Inglaterra fue Rob Andrew, no un superhombre. Los jugadores de menos de cien kilos continuaron vivos y coleando. La mayoría se adaptaron, aunque no tuvieran el cuerpo de Lomu, por medio del entrenamiento, la alimentación y la evolución de la fisonomía general del juego. Es preciso subrayar que Lomu marcaba un extremo y que sus herederos también lo hacen, aún hoy. Los gordos se endurecieron -como todos, en realidad- y tuvieron que correr más, pero poco a poco. Aún recordamos cuando se decía que Califano era el primer pilar de la era moderna, por su dinamismo en el juego abierto. El rugby se convirtió en otro deporte por las modificaciones en las leyes y, sobre todo, por una variación táctica que lo convirtió en lo que ahora es: el avance de la línea defensiva y su modelado en tabla, al nivel de los rucks, a la manera del rugby league. Ahí sí hubo una ruptura fuerte, incluso visual, entre el rugby de antes y el de después.

Lomu, en una ‘haka’ durante sus labores de embajador del rugby en la RWC2015 (Foto: Reuters).

La innegable excepcionalidad de Lomu proviene de su capacidad probada para hacer algo que nadie más ha logrado: nos hizo dudar de nuestro dogma más preciado… que el rugby es un deporte en el que nadie puede ganar solo.

Lo que sí hizo Lomu fue variar la percepción que teníamos de este deporte. No fue tanto un catalizador como un avanzado. La primera muestra de que, como ocurriría más tarde, el tamaño del jugador ya no identificaba posiciones, o no lo hacía siempre. Pero aún creemos, y es así, que al rugby puede jugar cualquiera, pese a la tremenda evolución física. Sobre todo, Lomu le dio al balón ovalado su primera gran estrella global: un personaje que trascendió los límites para interesar al gran público. Algo parecido a lo que logró otro icono perdurable, Jonny Wilkinson. Por cierto, también héroe de enorme vulnerabilidad física después de su coronación. Pese a todo, uno no cuenta a ninguno de los dos como los mejores jugadores que ha visto (ya no diremos de la historia, que es muy larga como para hacer afirmaciones de carácter absoluto). Pero eso es otro asunto porque se trata apenas de preferencias personales apoyadas en argumentos, que pueden tener tanta validez como otros ajenos. Ya dijimos que nuestro mejor jugador se ha ido también esta semana, aunque de un modo mucho menos dramático: Richie McCaw, el líder indiscutible, como capitán y como jugador, del que ha sido generalmente considerado el mejor equipo de la historia. Y con un palmarés sin comparación.

Más allá de eso, la innegable excepcionalidad de Lomu proviene de su capacidad probada para hacer algo que nadie más ha logrado, ni antes ni después: fue el único jugador de la historia que nos hizo dudar de nuestro dogma más preciado: que el rugby es un deporte de equipo en el que nadie puede ganar solo. Aquel hijo de un predicador tongano situó a este juego frente a ese precipicio esencial. Nos hizo pensar, durante algunas semanas y tal vez varios años, que sí era posible que un solo hombre cambiara el destino de los partidos. De todos los partidos. Es decir, que los hiciera depender de su voluntad. Tal vez el hecho de que no lo lograra -y nos referimos a las derrotas de la selección neozelandesa frente a Sudáfrica Francia, no a su triste enfermedad- tiene un lado positivo: el rugby mantuvo los cimientos de su naturaleza, sin menoscabar un ápice las consideraciones laudatorias que se puedan hacer sobre Lomu. El ala que aplastó a los ingleses no fue campeón del mundo, pero sí un anotador irrefrenable, un jugador que cruzaba los tiempos, una construcción intemporal de la naturaleza. Un hombre que elevó su leyenda por encima de cualquiera otra de las muchas que nos ha entregado este deporte.

En 1995, en el incipiente verano soleado de Londres, verlo nos hacía reír. En este otoño sombrío, 20 años más tarde, resulta imposible no llorarlo.