Después de una fase de grupos de intensidad variable, como corresponde, ocho equipos van a competir este fin de semana en los cuartos de final de la Copa del Mundo de rugby femenino. Los cuatro emparejamientos suenan a gloria sobre el papel (Francia-Italia, Nueva Zelanda-Gales, Inglaterra-Australia y Canadá-Estados Unidos), pero sobre el fondo del enunciado gravita la inevitable impresión de que las favoritas son muy favoritas, y que subvertir ese orden aparece, en las circunstancias actuales, como una posibilidad remota: ¿Se atreverá a hacerlo Canadá?

Cuidado, esto no deteriora el valor de lo que se ha visto hasta ahora, ni desde luego de lo que queda; ni impide celebrar el extraordinario avance que vive el rugby jugado por mujeres, que ha tomado ya una vía de sentido único: la generalización progresiva del profesionalismo. Otra cosa será hasta qué punto ese proceso pueda llevarse a cabo de forma homogénea. O si generará nuevas diferencias entre el piso de arriba y el resto del mundo, como sabemos por la versión masculina.

Los cuartos de final son el Rubicón de todas las competiciones resueltas en eliminatorias. La antesala de la gloria: tan cerca y, al tiempo, tan lejos aún del podio. Pero incluso entre las ocho mejores del mundo, el estadio competitivo más elevado del panorama global, se aprecia aún la distancia entre los modelos de cada país o su momento en esa evolución: en la cumbre de la cadena alimentaria, el profesionalismo plenamente implantado o camino de hacerlo (Nueva Zelanda, Inglaterra, Francia, Italia y Gales); por debajo, tratando de disputarles el dictado de la lógica hegemonía, un trío de equipos aún instalados en el sistema amateur (Canadá, Estados Unidos y Australia), con jugadoras cuya presencia en Nueva Zelanda depende de acuerdos de la federación con sus empleadores para que les permitan asistir a las concentraciones previas y al propio evento final. Es decir, y a pesar de los muchos matices, en estos cuartos se miden el full time contra el part time. No parece difícil hacer pronósticos, algo que en el deporte significa una mala noticia.

Pese a todo, esa inevitable previsibilidad no le ha restado interés a esta Copa del Mundo. En uno de los primeros encuentros del certamen, Australia llegó a ponerse 17-0 ante las Black Ferns… antes de que las chicas dirigidas por Wayne Smith se sacudieran el polvo del debut en casa y ordenaran la habitación, para acabar imponiendo la jerarquía de sus sospechosas habituales: tres ensayos de Portia Woodman y dos de Ruby Tui para el 17-41 final. Después las kiwis no se han dejado toser: siete ensayos a Australia, nueve a Gales y la decena a Escocia. Moviendo además su rotación en la mayor medida posible: ninguna jugadora fue titular en los tres encuentros… y la autoridad del bloque prevaleció. Batallas menores en términos de competición, pero básicas para preparar el inevitable cruce con sus némesis del hemisferio norte.

El gran partido de la primera fase lo dirimieron precisamente las otras dos aspirantes, Francia e Inglaterra: un choque de marcador bajo (7-13 para las Red Roses) y tensión altísima. El partido lo gobernó de principio a fin el equipo de Simon Middleton, pero su poderosa ofensiva de invasión se encontró con un ejercicio monumental de defensa de las francesas, en el fondo y en la forma. Los números revelan la dimensión de la résistance: en 26 minutos de encuentro, Francia había completado 81 placajes, por los escasos 11 que tuvo que poner Inglaterra. En ese primer tramo de la disputa, además, las bleues perdieron a dos de los estandartes de su juego: la potencia desde la base de la melé de Romane Menager, su número 8; y la contagiosa electricidad en la mezcla del juego y el ataque directo de la medio de melé Laure Sansus, la gran sensación de los últimos meses. Su lesión de rodilla la retiró primero del torneo y, tal y como ella anunció unos días más tarde, del propio rugby en activo. A los 28 años Sansus renuncia a seguir en el deporte a favor de una decisión de vida: el matrimonio y la maternidad junto a su pareja, Pauline Bourdon, la otra número nueve de Francia y de Stade Toulousain.

Ninguna de estas circunstancias rebajó ni la determinación ni la fiereza con que las francesas aguantaron la interminable embestida inglesa. Once de sus jugadoras estuvieron por encima de los 10 placajes… y algunas de ellas hicieron muchos más: Mayans y Escudero, las dos flankers, terminarían el encuentro bien por encima de los 20. La segunda Madoussou Fall, la potente centro Filopon, la talonadora Sochat y la tercera Gaëlle Hermet, sustituta en el ocho de Menager, se elevaron sobre los 15 placajes. Ferer, Drouin y Vernier completaron una lista reveladora del tono en que Francia jugó el partido.

Su capacidad para contener a las inglesas y conceder un solo ensayo les permitió sostener hasta el final la tensión del encuentro. Estuvieron siempre más cerca en el marcador de lo que parecía en el juego, volcado la mayor parte de los 80 minutos contra su zona defensiva. Apenas tuvieron la pelota en territorio enemigo y la 22 contraria la divisaron de lejos, al otro lado de una muralla contra la que pasaron el partido chocando con bravura, pero sin resultado. Si hubo una enmienda que hacerle a su fantástica actuación fue no haber usado el pie para llevar la pelota a la mitad ajena del campo. En un partido tácticamente tan bien jugadoresultó extraño que nadie en las bleues advirtiera esa necesidad: llegar por la patada allá donde ni las manos ni la imposición física lograban llevarlas. Cabe preguntarse qué habría pasado de estar disponible Jessy Trémoulière, una apertura de patada táctica consumada. El ensayo en el minuto 65 de Hermet aún adensó más el desenlace, en el que por un momento pareció factible que las inglesas cedieran su primera derrota tras 26 partidos. No ocurrió. Se impusieron los puntos anotados por la gran referencia de las Red Roses en los últimos años (Scarratt). Las dos enconadas rivales solo pueden volver a encontrarse en la final.

Fuera de ese inevitable foco, con doce equipos en competición y ocho plazas en cuartos disponibles, la gran refriega tuvo lugar en los partidos entre las selecciones secundarias. En agudo contraste con la neta superioridad de las tres favoritas, la batalla por detrás de fue enconada y se resolvió en marcadores ajustadísimos. Sobre todo en el grupo A, donde Australia, Gales y Escocia dirimieron partidos resueltos en distancias mínimas. Las wallaroos vencieron 14-12 a Escocia y 13-7 a Gales y se quedaron con el segundo puesto del grupo, lo que les permitió avanzar a la sexta plaza en el ranking mundial. Escocia se volvió a casa tras perder también con Gales por 18-15: no estuvo lejos, pero apenas pudo atrapar un par de bonus defensivos antes de que las Black Ferns las metieran en el vuelo de regreso con 57 puntos en la maleta.

El caso de Escocia ilustra las tensiones a las que se pueden enfrentar los equipos en este momento de la evolución del rugby femenino. El conjunto dirigido por Bryan Easson no estuvo en las ediciones de la WRC de 2014 y 2017. Nunca ha pasado de cuartos de final. Esta vez regresó de Nueva Zelanda con esa sensación indefinible, pero amarga, que se le queda a quien está cerca de su techo, pero no puede romperlo: derrotas tardías, y ajustadas, contra rivales que aparecen por delante en el escalafón mundial. «You’ve done your country proud», (vuestro país está orgulloso de vosotras), decía un tuit del perfil oficial del torneo, acompañando a las imágenes celebratorias de las escocesas por lo que entendían como un viaje alentador en esta Copa del Mundo. Pero las críticas en algunos medios de su país han sido despiadadas, llamando incluso al relevo del entrenador como palanca de un paso adelante que no se puede demorar más. Y todo sobre el fondo de un asunto dramático que palpita bajo las críticas a los rectores del rugby escocés: la controvertida respuesta de la union escocesa a la muerte el año pasado de Siobhan Cattigan, una de sus internacionales, fallecida por las secuelas de lo que su familia, y más gente, entiende como pésima gestión médica de una conmoción cerebral en un partido.

«Como deporte en plena evolución que es, el rugby femenino necesita ser tomado en serio, tanto en los medios como entre los aficionados e inversores: pero eso no es sencillo cuando todavía persiste un desequilibrio tan grande en la élite y en el propio deporte», ha escrito Aly Donnelly en scrumqueens.com

Es cierto que, en ocasiones, el análisis del rendimiento de equipos como Escocia queda afectado por una condescendencia excesiva, que no ayuda a la mejora: pero… ¿cuánto se le pueden apretar las tuercas a un grupo de jugadoras que compiten en un escenario asimétrico como el actual, frente a rivales con muchos más recursos para su preparación? Alison Donnelly, analista de la web de referencia scrumqueens.com, reflexionaba de forma certera sobre la dificultad de encontrar un equilibrio a la hora de juzgar a algunas selecciones en el panorama actual. Su análisis aplica casi al cien por cien a Escocia:

«¿Sería justo que, si sufren una derrota rotunda, los medios criticasen su actuación? ¿O sería injusto, dadas las limitaciones con las que juegan? ¿Resultaría paternalista que los medios aplaudiesen su audaz esfuerzo? ¿O sería más respetuoso dejar a un lado todo ese contexto y poner el foco sólo en lo ocurrido durante los 80 minutos de juego?

Como deporte en plena evolución que es, el rugby femenino necesita ser tomado en serio: y debe serlo tanto en la manera en que los medios informan de los equipos y sus partidos, como en el modo en que la base de aficionados crece y cuánto dinero atrae. Pero algo así no es sencillo cuando todavía persiste un desequilibrio tan grande en la élite y en el propio deporte».

La brecha oval aún es un factor gigantesco en este momento de la evolución del rugby que juegan las mujeres. En realidad cabría decir del rugby en general, porque casi 30 años después de su profesionalización es evidente que tampoco el masculino ha resuelto la imposible ecuación, aunque haya habido una evolución general. ¿No podríamos decir cosas parecidas sobre la selección escocesa masculina de los últimos 25 años? ¿No las decimos, de hecho? A lo mejor la brecha no es de género, en este caso…

Volvamos a la competición. Italia ha festejado -y con razón- su acceso por primera vez a las eliminatorias, que aseguró venciendo a Japón y a Estados Unidos. El torneo ha iluminado la bravura insistente de su primer centro Rigoni, el oportunismo ofensivo de la ala Magatti y de su zaguera Ostuni Minozzi, peligrosísima al contraataque como supo Canadá, a quien le hizo un ensayo maravilloso, a la vuelta de una patada alta que no encontró dueño. La continuidad y el juego variado de un conjunto que va mucho más allá de Giada Franco, ball carrier de referencia y una de sus banderas. Este ensayo a partir de un lateral lo explica mejor que cualquier teoría.

Las italianas, sin embargo, quedaron por debajo en el grupo del que, salvo sorpresa, será el cuarto equipo en disputa en las semifinales: la poderosa Canadá. Tercera en el ranking mundial, resolvió con victoria más bonus sus tres partidos de grupo. Regresa a las eliminatorias, que no pisaba desde que disputaron la final del torneo en 2014. Pero Canadá raramente ha bajado de los primeros escalones: cuartas en 1998, 2002 y 2006, quintas en 2010, subcampeonas en 2014… Un bloque poderosísimo delante, donde capitanea la octava Sophie de Goede, que además patea a palos. Y explosivo a partir de las fases estáticas, que sabe capitalizar touches y agrupamientos con frecuencia (seis ensayos acumula su talona Tuttosi, la try woman del torneo). Y por detrás, la mezcla de la consistencia física, afilada por dos alas como Alysah Corrigan y Paige Farries… Lo previsible es que pase a Estados Unidos -a la que ganó 29-14 en el cierre de su grupo- y que apriete todo lo posible a Inglaterra en semifinales. Ese promete ser lo que los angloparlantes llaman con singular prosopopeya an atrittional game. O sea, un partido en el que se reparten sartenazos como en una tómbola.

En fin. Las certezas en el campo, frente a las incertidumbres de un deporte en plena eclosión. El terreno de juego empezará a resolver este fin de semana las deportivas. El tiempo y la gestión habrán de solventar las grandes preguntas del futuro. Mientras, se impone la obligatoriedad de celebrar la capacidad de arrastre del interés mediático y del público, la notoriedad como correa de transmisión hasta las bases del juego. La espontaneidad de un rugby aún no mecanizado, aún jugado con muchos impulsos de talento individual y una dosis fabulosa de la gallardía esencial de este deporte. Donde aún cabe entender las imperfecciones del juego como parte de un contexto de crecimiento. Nada de eso impide subrayar de qué forma la Copa del Mundo más seguida de la historia deja a la vista las incoherencias que aún provoca la brecha en la élite, donde los equipos caminan todavía en dos velocidades. La competición siempre debe mejorar. Pero una ajustada apreciación del contexto permitirá aproximar el difícil equilibrio entre el paternalismo y la inevitable exigencia.

[Foto de cabecera: Grace Hamilton, la número 8 de Australia, en la victoria frente a Gales. (c) Getty via rugbyworldcup.com].