En cualquier otro torneo, en cualquier otro deporte, esta última jornada trataría seguramente de todo lo accesorio porque lo sustancial -el ganador del título- ya estaría decidido: Irlanda es campeona porque venció a Escocia mientras los ingleses se extraviaban en París. Pero en el rugby, y particularmente en el 6N, el campeón aún debe observar un añadido de la tradición para ser considerado memorable: se podría decir que el triunfo verdadero es el Grand Slam. La dominación absoluta de los rivales. La victoria total y la gloria infinita. Eso es lo que va a buscar Irlanda a Twickenham, en el Día de San Patricio de 2018.

En el universo encapsulado que siempre fue el Home Nations Championship Le Tournoi, al Grand Slam lo acompaña el prestigio de lo excepcional. «El santo grial del hemisferio norte», lo llamó un diario irlandés. Este es un campeonato esencialmente corto. Lo caracterizan la disputa invernal, la igualdad elitista de los contendientes (al margen de Italia y de las primeras décadas francesas) y la acumulación de rivalidades históricas, geográficas y, por qué no, hasta políticas.

Todo eso dibuja una competición impredecible, aislada temporalmente de cualquier otro torneo de selecciones. Y en la que las referencias próximas -las ventanas de noviembre- son solo eso: referencias a menudo inválidas. ¿Alguien habría pensado que Irlanda llegase al partido de Twickenham en busca del Grand Slam y con el título ya en el bolsillo? Improbable. Todas las apuestas apuntaban a Inglaterra, que había construido desde 2015 un relato de dimensiones desproporcionadas. Basado en victorias, sí, pero incompleto.

La realidad es que, cuando uno levanta la vista, se encuentra con que Irlanda ha ganado tres de los últimos cinco torneos. Los otros dos, claro, son de la Rosa: uno con Grand Slam… lo que contribuyó seguramente a la inflación de las expectativas. Lo demás lo hizo la verborrea de Eddie Jones y el seguidismo de la crítica.

El doctor Jack Kyle, el 10 irlandés por antonomasia, a hombros de sus compañeros.

Lo que le aguarda hoy al equipo de Joe Schmidt, silencioso arquitecto de esta historia, es la posibilidad del tercer Grand Slam del Trébol. Solo el tercero desde el principio de los tiempos. El primero fue el de la Irlanda de Jack Kyle en 1948. El segundo, el de O’Driscoll y O’Gara -entre otros compinches mayores- en 2009. Ahora, Sexton busca el suyo de la mano de Murray: de aquel drop terminal en París al asalto de los Head Quarters de la Rosa. No está mal.

La medida de la dificultad del Grand Slam la resumen los números. En el océano de partidos que se han disputado desde que el torneo nació en 1883, solo 38 equipos han pescado la pieza mayor: Inglaterra tiene 13; Gales, 11; Francia, 9; Escocia, 3; Irlanda, al menos hasta hoy, solo dos. Muchos de los que se ganaron hasta mediado el siglo XX ni siquiera se conocían aún como Grand Slam: el término lo acuñó, al parecer, un desconocido corresponsal de The Times para referirse al pleno de triunfos de Inglaterra en el torneo de 1958.

Durante un cuarto de siglo, en el nacimiento del Championship, no hubo una sola victoria total. Las dos primeras fueron consecutivas y de Gales (1908 y 1909). La tercera, en 1911 también para los Dragones. El famoso equipo de los 70 solo ganó dos (1976 y 1978).

En la primera década del siglo XX Francia ya jugaba invitada, pero aún no integraba de forma oficial la competición. Sucedió justo en 1910. Y el primer Grand Chelem francés (expulsión y guerras mundiales de por medio) no llegó hasta 1968. Aquel año los chicos asaltaron los cielos y los hombres conquistaron el suelo: Villepreux, Greffe, los hermanos Lilian y Guy Camberabero y el patriarcal Walter Spanghero, entre otros. Después, los franceses han espolvoreado sus Chelems a lo largo del tiempo con reveladora frecuencia: uno en los 70, dos en los 80, otros tantos en los 90 y un par más entre 2000 y 2010.

Francia, en el partido en Cardiff en el que ganó su primer Grand Slam en 1968.

Pero la historia de los Grand Slams también incluye los fracasos: cuando un equipo llega al último partido en condiciones de ganarlo y sale del choque emplumado por el rival. Porque en el 6 Naciones, todo el mundo se juega algo: llamémoslo honor, llamémoslo orgullo, llamémoslo un odio más o menos deportivo, más o menos histórico/político por la nación a la que representa la camiseta de enfrente.

Si esa camiseta es la inglesa, conviene no engañarse, todos quieren ganar un poco más. Bastante más.

Si en la semana del partido aparece un vídeo con el entrenador rival llamándote «scummy irish», el fervor se convierte en espumarajo. La tribu quiere gloria. No será improbable que también quiera sangre. Metafórica. O no.

Si faltaba algún aditamento de carácter consuetudinario, además Irlanda e Inglaterra han construido estos últimos años una rivalidad concentrada alrededor de los Grand Slams. Ambos se lo han quitado de las manos al otro en este último periodo del viejo torneo. Algunas fueron sonoras: basta recordar las caras descompuestas de los jugadores de Inglaterra después de que Irlanda les arrebatara la última victoria en Dublín en 2011: eran campeones del 6 Naciones, pero en la entrega del trofeo no podían siquiera disimular su frustración. Ese es el peso intangible del Grand Slam en el cerebro de los jugadores.

Que Irlanda le fastidie el plan a los ingleses no es nada nuevo. Ocurrió el año pasado (13-9 en el último partido en el Aviva Stadium), y en 2011 (24-8 para los verdes, otra vez en Dublín). Y también en 2001 (20-14 para los locales aún en Lansdowne Road).

Desde el nacimiento del 6 Naciones (por limitar el interminable cuadro de la historia completa del torneo), Inglaterra ha perdido nada menos que cinco Grand Slams en la última hora. De los otros dos, uno se lo arrebató la brava Escocia en 2000 (19-13 en Murrayfield). Y en 2013, Gales les infligiría en el Millennium uno de los correctivos más espeluznantes que hayan visto los tiempos: un 30-3 que en cierto modo actuó como culminación del equipo de Warren Gatland… y pórtico hacia el crepúsculo.

Solo en 2006 y 2007 no hubo ningún equipo con posibilidad de llevarse a casa el santo grial. Desde el punto de vista del Trébol, ésta es la tercera vez con el formato actual en que Irlanda se ve en la tesitura de ganar un Grand Slam. Ya hemos hablado de 2009, del que solo sobreviven dos jugadores en el equipo de hoy: Rory Best y Rob Kearney. Antes perdió otro, y también contra Inglaterra, en 2003. Es la única ocasión en que los dos contendientes llegaron al último partido con opciones de ganar el Grand Slam: cuatro victorias en las cuatro jornadas precedentes cada uno de ellos.

Aquel partido fue el del conocido incidente de la alfombra roja. Como es protocolario, la presidenta de la República Mary McAleese salió al césped a saludar a los miembros de ambos equipos, antes de los himnos. Pero tuvo que pisar la hierba porque Martin Johnson, el capitán de los ingleses, había alineado a sus hombres en el lado izquierdo, que era el lado de la suerte de los irlandeses. Estos intentaron que el contumaz Johnson desplazara a su prole, pero los ingleses se negaron. Así que Irlanda forzó la situación formando más allá, a la izquierda de la izquierda… donde ya no había alfombra roja.

Después de las disculpas escritas que la IRFU hizo llegar a la presidenta por romper el protocolo (en nombre de los ingleses, que ya es decir) Martin Johnson declaró que desconocía el particular y que solo había seguido la costumbre de formar en el mismo lado del campo en el que habían calentado. Y que, si no atendió la petición, fue porque se la hizo alguien que no era el árbitro del partido. El ordenancista Martin Johnson.

Los ingleses ganarían aquel encuentro por 42-6, nada menos. Una demolición que les encantaría hoy, pero que no parece probable. Fuera de eso, en Twickenham todo puede suceder: las afrentas y sus deudas saldadas han ido y han vuelto suficientes veces. El supersábado, concepto bastardo inventado para el espectáculo televisivo, ha quedado desvestido de imposturas y reducido a lo que siempre fue: un partido a sangre y fuego.