Suele ocurrir que los perros se parezcan a sus dueños y los equipos, a su entrenador. Por eso a uno le resulta casi coherente una Inglaterra que reacciona de forma exagerada a los estímulos de un partido: parece lógico cuando tienes al mando -y de líder único- a Eddie Jones, un habitual de la sobreactuación. Tras la derrota frente a Gales, con sus jugosos episodios intermedios, el australiano debió responder a una afilada entrevista de la periodista de la BBC Sonja McLaughlan, que insistió sobre las decisiones de Pascal Gaüzère, el árbitro del choque, y la interminable cuenta de golpes de castigo de sus jugadores. ¿Cómo había sido incapaz Inglaterra de frenar esa sangría?, inquirió la reportera. La contestación de Eddie Jones, que esta vez eludió cualquier tentación victimista para subrayar la autocrítica, fue altamente significativa: «We tried too hard». Literalmente, «nos esforzamos demasiado». Sobreentendido, lo que en realidad vino a decir Jones fue: no supimos controlarnos.

En efecto, Inglaterra perdió el tino al poco de poner el pie en el campo -un partido más acumuló golpes desde el arranque, escena que ya es habitual- y después ingresó en esa mediana histeria de los equipos que sienten que el árbitro los está embromando. Algo de eso hubo. Es cierto que el ensayo de Liam Williams pareció un adelantado obvio de Rees-Zammit y que su concesión por parte del francés Pascal Gaüzère y del TMO fue para iniciados. Y que en la desatención inglesa en el golpe de castigo que puso en juego Biggar, para ensayo de Adams, caben las dos interpretaciones: que hay que estar más atentos, sí, pero que según las reglas Gaüzère debió comprobar con Farrell que había pasado el mensaje de advertencia antes de decretar el reinicio del juego. De todos modos, y en la línea de Jones: antes y después de esos pasajes, Inglaterra tendió a la sobreactuación y no calculó que su exceso de celo competitivo la iba a meter en una trampa para elefantes.

La insistencia de los ingleses en la indisciplina parece consistente con la teoría de que no hay en el campamento de la Rosa nadie que de verdad mande sobre el terreno de juego. Nadie que le diga a otro compañero que por favor deje de entrar en los rucks como un elefante en una cacharrería; o que pare quieto con las manos y se contenga un poco en medio del lío. Que el árbitro le ha pillado la matrícula y lo va a freír. Los va a freír. Gaüzère tuvo que hacerlo, quisiera o no. Y los galeses se frotaron las manos, porque ni aun planeado les habría salido tan bien. Una victoria rotunda contra el viejo enemigo. Con muchos vericuetos, pero victoria rotunda al cabo.

Maro Itoje, incapaz de interpretar las circunstancias del partido, se empeñó en serrarle el suelo a Inglaterra bajo los pies; y, por si faltaban manos, sus compañeros lo auxiliaron en el empeño: Inglaterra hizo 14 golpes de castigo

La reconvención cautelosa entre las propias filas se suele dar en campos de cualquier nivel, desde los modestos de aficionados hasta la élite. Por eso Martin Johnson, ex capitán campeón del mundo y ex entrenador inglés, lo dijo con toda claridad en su análisis del final del partido: «Hay veces en que, contra toda lógica, simplemente tienes que dejar de hacer lo que estás haciendo, porque el árbitro te tiene pillado. Yo recuerdo partidos en los que me vi forzado a dejar de empujar un rato en la melé, para que no nos siguieran penalizando. Suena ridículo y sin sentido, pero es así: a veces hay que hacerlo». Maro Itoje, protagonista de hasta cinco golpes de castigo en el partido, no interpretó en ningún momento esa ley no escrita que observa cualquier jugador atento: «Play the ref». Adapta tu juego al árbitro. Por no avisarle ni siquiera le avisó el propio Gaüzère: cuatro golpes en un rato y al colegiado francés no le pareció que mereciese advertencia de amarilla. Mientras Owen Farrell y Eddie Jones esquivaron como pudieron las certeras cuestiones de McLaughlan («No voy a hablar del árbitro, nos han metido 40», subrayaron con deportividad de labio apretado), Wayne Pivac ponía el acento en esa singularidad, que le convenía. Lo uno por lo otro. Durante los 80 minutos Itoje, incapaz de interpretar las circunstancias, se empeñó en serrarle el suelo a Inglaterra bajo los pies; y, por si faltaban manos, sus compañeros lo auxiliaron en el empeño. Oh, yesthey tried too hard…

Inglaterra incurrió en 14 golpes de castigo. En las tres jornadas suma 41, los mismos que Italia. Gales lleva 18. En el rugby, igual que en la vida, la contención puede resultar un arma tan poderosa como la agresión. Se tiene por norma que una cuenta por debajo de diez golpes resulta más o menos aceptable. Depende también, porque Irlanda hizo una decena en un encuentro dominado frente a Italia. Pero, por lo general, subir de diez anuncia problemas y los descubre. Los momentos y el modo en que se produjeron esos golpes aún dijeron más sobre las dificultades de Inglaterra para gestionar las necesidades que le fue presentando el partido. Tres  fueron cometidos del minuto 66 al 74, durante el periodo decisivo que siguió al empate a 24. Callum Sheedy tuvo nervio de acero y pie seguro para capitalizar cada una de las concesiones inglesas y estirar la ventaja local por encima de la distancia de un ensayo (33-24). Luego Cory Hill cerró la tarde con el último, un martillazo que hizo de corolario de la incomprensible debacle inglesa.

Sheedy patea a palos uno de los golpes decisivos ante la mirada de Billy Vunipola.

Pese a todo, el partido dejó la sensación de que, por muchos méritos que le atribuyamos a Gales, su victoria le debió un buen tanto por cierto al empeño del contrario en dispararse al pie de manera repetida. A pesar de los despistes en los ensayos de Adams y Hardy, y de la discutible decisión de Gaüzère en el de Liam Williams, Inglaterra regresó a tiempo hasta dos veces de tanto extravío, para ponerse en disposición de aspirar al triunfo. Cuando jugó con velocidad, sobre todo sus reciclajes, los ingleses le llegaron a la cara a Gales con nitidez. El empate a 24 parecía el pórtico para la expiación de todos sus pecados. Pero los ingleses resolvieron arder en su propio infierno.

Al otro lado, se diría que Gales solo nadó a favor de la corriente, como un rentista avisado. Una imagen esta, la del aprovechamiento concienzudo de las equivocaciones ajenas, familiar en los equipos de Gales en los últimos años. Dan Biggar y Kieran Hardy ejemplificaron con sus acciones la flemática aproximación de su equipo al partido: no jugar rápido, pero sí pensar rápido. Poco vértigo, mucho oportunismo. Así expusieron las preocupantes desconexiones inglesas. Frente a un equipo incapaz de domesticar sus instintos, Gales se puso calculador. Un tono que le sentaba de miedo al conjunto de Gatland y que Pivac ha mantenido en su reinterpretación del rugby galés.

Dan Biggar y Kieran Hardy ejemplificaron con sus acciones la flemática aproximación de Gales al partido: no jugar rápido, pero sí pensar rápido. Poco vértigo, mucho oportunismo. Así expusieron las desconexiones inglesas

Hay una estadística que quizás explica esta consideración: es el tiempo de reciclaje de los balones en el breakdown, una cifra que acostumbra a revelar el ritmo de juego de los equipos. O sea, a lo que pretenden jugar. Las estadísticas dividen ese tiempo en tramos de tres segundos: en el 45% de sus rucks, Gales tardó de 0 a 3 segundos en levantar la pelota; Inglaterra lo hizo hasta un 65% de las veces. Es decir, que el equipo de Jones quería relanzar el juego más rápido. En el tramo de 3 a 6 segundos encontramos ya un porcentaje superior para Gales, 29% contra 25%, lo que revela de nuevo la tendencia de Hardy a contener más el ritmo. Esa dinámica resulta aún más notoria si comparamos los reciclajes más premiosos, los que pasan de seis segundos y suelen venir obligados por el grito del árbitro: «Use it!». ¡Juegue!: Gales jugó en este ritmo hasta un 26% de sus posesiones, una cada cuatro; Inglaterra, sólo un 11%.

Eddie Jones quiso que su equipo encadenara fases con más velocidad; Gales se pensó más las cosas. En parte por estrategia y también mucho porque, aunque hubo un bloqueo que casi acaba en ensayo, sus delanteros tuvieron buen cuidado en armar plataformas de cobertura que alejasen a Maro Itoje y su feroz envergadura de la cola del ruck. Varias veces vimos a los galeses armar el trenecito de Rob Baxter: una formación heterodoxa de hombres en fila que ha caracterizado hace tiempo a Exeter Chiefs, como fórmula para proteger los pateos de su medio de melé. Pivac tenía un plan preestablecido también en ese aspecto.

Resultado: Gales tuvo más control, pateó más veces su posesión (14 contra 10) y, sobre todo, jugueteó con la descontrolada ansiedad inglesa en los encuentros. Mantuvo el marcador en movimiento con Biggar y Sheedy cobrando las indisciplinas inglesas. Y, para redondear, explotó los despistes del grupo de Farrell con dos ensayos muy baratos.

Y aquí volvemos al principio. ¿Cómo puede ocurrirle algo así a un grupo experimentado como el inglés? Juguemos a las hipótesis, que es gratis. Ahí va una. De algún modo, Inglaterra ha perdido referencias en el campo porque todas las tiene en el hombre del banquillo. La personalidad de su entrenador es pantagruélica y absorbe todo el liderazgo, que en condiciones normales debería estar repartido con algunos de los protagonistas en el campo. Se trata sobre todo de una necesidad práctica. Porque, mientras no nazca el jugador manejado por joystick (sueño húmedo de más de un entrenador), son ellos los que tienen que tomar las decisiones y ejecutarlas en el verde. ¿Quiénes serían los depositarios de la misión en Inglaterra? ¿Farrell, Itoje, Billy Vunipola? ¿Alguno de ellos tiene una actitud o ascendencia equivalente a la de Alun Wyn Jones en Gales? ¿La de Sexton, Murray o Peter O’Mahony en Irlanda? ¿La de Hogg en Escocia? No lo parece. O al menos ahora mismo no funciona. Quizás Farrell sea el candidato más cualificado, pero ninguno de ellos se eleva, ni acostumbra a hacerlo, en situaciones como la que se dio el sábado. Ni por edad, ni por personalidad, ni por impacto en el juego. La sospecha con que buena parte de la afición inglesa interpreta hoy la prevalencia de los jugadores de Saracens en el XV titular (la entrada de Jamie George por Cowan-Dickie fue el último ejemplo) no ayuda al contexto.

Así, el liderazgo de Inglaterra queda depositado casi por completo en su entrenador. Y, si bien en las buenas este tipo de ascendencias tan marcadas pueden generar equipos con una ración extra de determinación y convencimiento, cuando el rumbo se tuerce tienden a resultar contraproducentes. Frente a un escenario de partido complejo, los jugadores se sienten acosados: por el resultado, por la presión externa, por una actuación controvertida del árbitro… Y reaccionan de manera excesiva o pierden el control, pasando a tomar decisiones más emocionales que racionales. Nadie es capaz de frenar esa espiral.

Inglaterra es un equipo cuyo liderazgo está depositado casi por completo en la figura de Eddie Jones, y se echan de menos en el campo voces autorizadas que tomen la bandera y frenen derivas como la del sábado en Cardiff

Gales aprovechó el laberinto inglés. Hace tiempo que el de Gatland/Pivac se ha convertido en un equipo de comportamiento más mecánico que visceral, tozudo en su resistencia frente a las adversidades y también, por qué no decirlo, a las limitaciones de su juego. No resulta difícil apreciar ahí la herencia de años al mando de Warren Gatland, un técnico de mirada y usos acerados. Pero, si Inglaterra se parece a Eddie Jones, Gales tiene mucho más de otro Jones, Alun Wyn. Y el caso es que, de algún modo, la mezcla parece funcionar cuando de lo que se trata es del gran verbo del deporte moderno: competir.

Wayne Pivac parece haber animado más el ataque, propiciando un mayor vuelo de los jugadores de talento, pero en lo esencial Gales se parece bastante a lo de los últimos años: un equipo de tono prosaico, difícil de batir, incómodo y competidor, al que no le sobra casi nada ni siquiera en las victorias. Aunque rebosa talento en un buen número de jugadores y produce jóvenes con bastante continuidad, el perfil general del bloque es más industrial que creativo.

Ahora Gales ensaya con mayor frecuencia, pero si se mira el fondo de la idea no hay grandes diferencias. Entre Navidi, Tipuric y Faletau, más Alun Wyn Jones, sumaron más de 50 placajes contra Inglaterra. George North puso diez más. Además, el ala reconvertido en centro fue el hombre de referencia a la hora del primer choque en el abierto (diez rupturas con el balón), un papel similar, aunque matizado, al que en los días de Gats jugaron Jamie Roberts y Hadleigh Parkes; Faletau, que lleva siendo el 8 de Gales desde 2011, llevó la pelota hasta 18 veces en los avances de delantera. Nadie recorrió más metros que él. La salsa la puso un nueve explosivo que ahora se llama Hardy como antes Gareth Davies o Rhys Webb. Y alas de desequilibrio del perfil de Josh Adams y Rees-Zammit, que este sábado se dejó un par de ocasiones notables para ensayar. Para compensar el hype y recordarnos lo obvio. Por lo demás, Gales lleva años de maridaje entre alas más bailarines (Shane Williams, Liam Williams o Halfpenny antes de convertirse en zagueros a tiempo completo, Eli Walker o Josh Adams después), y aquel periodo de apuesta por los grandotes que encarnaron George North y Alex Cuthbert (casi dos metros este último) y cuya vía híbrida parece hoy resumir Rees-Zammit: también por encima del 1.90, pero con pies velocísimos.

Los jugadores de Gales festejan la consecución de la Triple Corona 2021.

Dicho todo esto, uno no tiene claro cuánto podemos ponderar a un bloque que ha ganado a tres contrarios empeñados en facilitarle la vida o demediados por exceso propio o arbitral. Gales, pese a la evidencia incontestable de sus victorias, sigue pareciendo un equipo más bien adversativo: es verdad que gana PERO. Es verdad que se ha quedado la Triple Corona PERO. Innegable que tiene a la vista la posibilidad de un Grand Slam aún menos convincente que el de 2019, que fue para incondicionales… PERO.

El 6 Naciones es un torneo muy extraño. Esencialmente imprevisible. Esto se olvida a menudo. De nuevo esta vez se tomó noviembre como imposible referencia, una costumbre que año a año queda negada, pero en la que casi toda la crítica insiste. Además hay otra cosa: lleva años igualándose por abajo, con un nivel de juego decadente, cuya caída se agudiza en los años de entreguerras en ciclos mundialistas. Tres jornadas después, Inglaterra anda perdida, Irlanda no salió de pobre contra una Italia cuyo papel es el de reanimador de los deprimidos, el Covid aplazó el Francia-Escocia y Gales ganó la Triple Corona.

Hace tiempo que las cosas que pasan en este torneo, y entre ellas Gales, recuerdan al famoso cuento de Andersen: el rey anda desnudo y nadie se lo dice. Por lo bajo, uno ha oído ya varias veces en las últimas semanas una misma consideración: “El 6 Naciones, flojito”. En su resumen habitual post partido en formato mensajes, el galés de mi banda admitió este sábado que los árbitros estaban siendo “very kind to us”. Y después de insultar festivamente a los rivales de turno, como es de ley, sentenció ufano: “Grand Slam on!!!”.

¿Desnudo el rey? Por él, como si salen a jugar contra Francia vestidos de lagarterana.