David Storey fue delantero, segunda línea y flanker, antes que novelista y autor teatral. Jugó con el Leeds en el código league, la variación profesionalizada con trece jugadores que nació del cisma de los clubes del norte de Inglaterra en 1895. A pesar de que confesaba haber impuesto siempre el instinto de supervivencia a la brutalidad en el campo de rugby, nadie ha alcanzado la altura estética y el convincente realismo deportivo de su novela This sporting life, cuya versión en español publicó hace unos meses la editorial Impedimenta, con el mismo título que en su día tuvo la versión cinematográfica: El ingenuo salvaje.

This sporting life fue en 1960 la obra inaugural del entonces joven Storey, y también la más conocida. Un éxito que amplificó sólo tres años más tarde la película protagonizada por el imponente Richard Harris. Al igual que Storey, también el hombre llamado caballo había sido un Joseph Conrad del rugby: jugador antes que intérprete, retirado por una tuberculosis después de prometedores inicios en varios equipos juveniles en su región natal, Limerick. Entre ellos, el célebre Garryowen. Para cuando Lindsay Anderson lo convirtió en el Frank Machin de This sporting life, en su primer papel protagonista, Harris ya había asomado como secundario en películas como Los cañones de Navarone y la versión de Mutiny on the Bounty dirigida por Lewis Milestone.

La novela de David Storey es una narración poco convencional, que sólo con generosidad podemos considerar un relato sobre rugby, o de género deportivo. Las dos versiones, escrita y filmada, tienen un componente anticlimático, inscrito en el pálido realismo del free cinema y la literatura británicos en los años 60. El rugby está ahí, y muy presente porque es en su entorno donde los personajes escenifican sus conflictos; pero, más que del deporte, las líneas argumentales están pendientes de la sobriedad compositiva, del primer plano psicológico, de las panorámicas introspectivas de ciudades vistas desde lo alto, como se mira a un inevitable pozo. Y de la sorda lucha que se libra al pie del ascensor social, el asunto de fondo de toda la novela y de buena parte de la obra de Storey.

Frente a esas fuerzas disgregadoras, el rugby apenas logra erigirse en un opio reparador. En realidad, para Machin el deporte representa si acaso un incierto elevador hacia los pisos enmoquetados de quienes mandan. Incluso a la entrepierna de sus hastiadas esposas. Pero por debajo de esa tentativa acecha siempre la insobornable frustración. Todos los personajes de la novela abrigan aspiraciones incumplidas. Buscan rutas de evasión para sortear el aburrimiento o la desesperanza. O viven paralizados por el temor al qué dirán. Esos temas son el fundamento de This sporting life, un relato alejado de cualquier épica deportiva o parábola moral.

El tono del libro se mantiene, con variaciones mínimas, en las soluciones del guion cinematográfico, también escrito por Storey: el Arthur Art Machin de la novela es rebautizado en el filme como Frank, quizás un nombre menos delicado para un tipo que alterna la mina con el campo de rugby. En el original Machin no trabaja en el pozo, sino en la fábrica de uno de los dueños del club. Esa condición simultánea de obrero y estrella bajo un mismo patrón agudiza el conflicto de clase y los inevitables encontronazos. El sombrío epílogo de la versión cinematográfica difiere de forma notable con respecto a la versión escrita, algo menos oscura.

Por lo demás, casi todo responde al planteamiento original de Storey: un retablo humano conformado por una paleta que recorre todas las sombras del gris. Una luz demediada que envuelve pensamientos amargos y expectativas frustradas. El rugby es el paisaje de fondo, un improbable redentor que Storey presenta con regusto de sórdida crudeza en las formas del juego y en la psicología de los protagonistas. “Un deporte violento al que sólo se juega por dinero, por prestigio personal y por un peculiar regocijo que se compone de estos dos elementos y de algunos más”.

El campo de juego se funde en un segundo plano con los pozos mineros, las casas de protección oficial, las miradas entrometidas de los vecinos de calle, la presión inquisidora de una sociedad empobrecida y la vida prosaica de personas que intentan rescatar alguna esperanza, o construirla, en el paisaje incierto de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. En El ingenuo salvaje, el rugby no edifica ningún país bajo el arco iris. No vemos victorias. Si acaso la supervivencia embrutecida y una ocasional diversión que no equilibra el peso envenenado de las rutinas. Todo ocurre en un espacio hostil, delimitado por el cielo plomizo y un campo embarrado. La acción no tiene el aroma de la gloria sino la espesura insidiosa de la sangre, las chimeneas industriales y el negro carbón.

En ‘El ingenuo salvaje’ el rugby no edifica ningún país bajo el arco iris: el deporte se mezcla al fondo con los pozos mineros, las casas de protección oficial y las frustraciones de una sociedad empobrecida que trata de construir esperanzas

La epopeya de Machin no consiste en marcar ensayos para liberar a un pueblo; lo que quiere es ganar el suficiente dinero como para sentirse alguien. Y con él, acomodar la vida austera de la reprimida señora Hammond, su casera. Desencadenar su corazón de viuda madre de dos niños. Como las damas de los directivos o las chicas de los bares, también ella lo admite de vez en cuando en el piso de arriba, donde revuelve sus sábanas. Pero en la escena siguiente Machin vuelve a quedar otra vez tan lejos de esa como de cualquiera de sus otras aspiraciones. El insistente desenlace le deja la incomprensión rabiosa de un orgasmo negado.

La escritura de Storey suena algo rígida al principio de la novela, particularmente los diálogos, pero después desvela una fina antena para construir con delicadeza personajes de psicología minuciosa. Y eso sin perder de vista el vigor de la acción deportiva. La primera escena, en la que a Art Machin le rompen los dientes en un placaje malintencionado que lo manda al sillón del dentista, está construida sobre un recuerdo personal de David Storey en Leeds. “Fue en un partido en el que jugaba de segunda línea junto a un veterano que apuraba sus últimos días en activo. En un momento dado la pelota quedó a mis pies y me di cuenta de que, si la cogía, me iban a partir la cara de una patada. Dudé un momento… Él no lo hizo. La levantó y, de inmediato, le patearon la cara. Se levantó con la boca inundada de sangre, sin saber qué les había pasado a sus dientes. Me miró y dijo: “Gilipollas”. Me invadió un enorme sentimiento de culpa y eso fue lo que me impulsó a escribirlo”.

El rugby, mezclado con la grisalla del entorno industrial, un escenario de aspiraciones frustradas.

El autor usa su experiencia en el terreno de juego para construir escenas y frases muy vívidas. Momentos de reconocible costumbrismo oval. En un momento dado, Machin confiesa que siempre lleva unas botas de juego en el maletero del coche. Storey se detiene en los momentos de violencia deliberada, los puñetazos arteros en las melés, los engaños al árbitro y la caza en campo abierto: “Una y otra vez les machacaba las narices a aquellos tigres con la base de la muñeca y, cuando escuchaba el consabido crujidito, me invadía la misma satisfacción que a un mecánico cuando la maquinaria vuelve a funcionar. (…) Si me las tenía que ver con los alas, los arrojaba sin dificultad por encima de la línea de banda, para que se estrellaran contra la balaustrada de hormigón. Esto último se convirtió en un hábito para mí y en un gancho para la afición”.

Toda la ficción se apoya sobre ese sustrato de experiencia personal, tanto en lo deportivo como en lo íntimo y familiar. David Storey sabía darle conciencia a sus páginas, pero ahorraba los maniqueísmos. Había nacido en 1933 en Wakefield, West Yorkshire, al norte de Inglaterra. Territorio de pozos mineros y rugby league. En realidad, un buen número de sus narraciones y obras de teatro están dibujados contra este marco u otros análogos: ciudades con un punto de opresiva grisalla vital, en las que los hombres bajan a la mina o deambulan por una existencia infortunada que a menudo se ordena en torno a una sola certeza: la de que harán todo lo posible por evitar que sus hijos conozcan su mismo destino.

Ese fue el caso del padre de David Storey, quien pasó 40 años picando carbón con la determinación de que ninguno de sus hijos tuviera que seguir jamás sus pasos hasta el fondo del pozo. Lo logró. Aunque, cuando David le anunció que prefería la Escuela de Arte a la universidad, el señor Storey le advirtió: “En ese caso, te lo tendrás que pagar tú”.

Hijo de un minero, David Storey se pagó los estudios en sucesivas escuelas de Arte con lo que ganaba jugando al rugby en Leeds: iba y venía de Londres al norte para jugar los partidos… y en el trayecto en los trenes escribía sus primeras obras

Parte de la necesaria financiación para los estudios se la procuró el rugby. A los 18 años, Storey firmó contrato con el Leeds. Cuando un tiempo después ingresó en la Slade School of Fine Art de Londres, su tiempo se dividía entre las clases en la capital y los partidos de rugby al norte. Esas dos realidades contradictorias convivían en Storey como dos planos de la misma persona. La conciliación ocurría en los trenes: durante el trayecto, David Storey escribía. Ya en el vestuario, su personalidad creativa lo convertía en sospechoso para el grueso de una plantilla conformada, como los personajes de This sporting life, por chicos que durante el día descendían a las tripas de la tierra para ganar y perder la vida. “A veces tenía un hueco, pedía la pelota pero el jugador que me la tenía que pasar me saltaba para dársela a otro. A menudo sólo me la daban si veían que haciéndolo me metían en problemas”, contó en alguna entrevista.

El propio Richard Harris vivió una experiencia similar cuando llegó al primer día de rodaje de la película. Los jugadores que iban a participar como extras lo aguardaban con actitud de sorna: una estrella que iba a hacer como que jugaba al rugby. Harris advirtió la suspicacia y, cuando saltó al campo, se dirigió al trote hacia ellos. Conforme se iba aproximando, consciente de que todos estaban pendientes de él, aceleró la carrera. Antes de que pudieran darse cuenta o anticipar lo que iba a ocurrir, el actor irlandés había arremetido contra ellos con la cabeza por delante. A partir de ese momento fue uno más. Las cámaras ya podían filmar.

David Storey, Richard Harris y Lindsay Anderson, durante el rodaje de la versión cinematográfica.

David Storey falleció el 27 de marzo de 2017. Su obra sigue siendo un clásico de la literatura y el teatro ingleses de postguerra. Y en el caso de El ingenuo salvaje, seguramente, una de las mejores novelas deportivas que se hayan publicado. La traducción de Consuelo Rubio y la edición de Impedimenta le hacen justicia e invitan a leer a un autor menos conocido en nuestro país, pero de valores muy apreciables incluso aunque las corrientes a las que estuvo adscrita su obra hayan caducado. O tal vez no. La fractura social lleva ya más de una década siendo un tema casi obligatorio. Lo que no está tan claro es que los creadores hayan percibido esa necesidad.

This sporting life nos resulta un título más ajustado que la adaptación que se hizo en su día para la versión española de la película, y que con toda lógica arrastra también ahora la novela: El ingenuo salvaje. Machin puede ser brutal en las formas, en el campo de juego y en sus equívocas relaciones con las mujeres. Usa su cuerpo de manera desaforada, pero tiene poco de incauto. Aunque no da con la fórmula para subvertir su realidad, percibe con nitidez la amargura que corre bajo la promesa de una incipiente carrera deportiva. Conduce un cochazo pero lo sigue aparcando en la calle lateral de un barrio deprimido; frente a la puerta de una mujer a la que desearía darle una nueva vida, mientras ella lamenta sus muestras excesivas de generosidad, porque la convierten en una mantenida. Y en espesos silencios lustra aún a diario las botas de su marido, muerto en un accidente fatal en la mina.

Esos contrastes subrayan la inadaptación del desheredado. La imposibilidad de usar la celebridad deportiva como promotor social. En el fondo, Machin se sabe explotado en la fábrica y, pese a la admiración de las gradas, adivina también el desprecio de mercancía con que lo tratan los encorbatados que gobiernan el club. Por más que lo aplaudan, fuera del campo de rugby nunca logrará ser uno de ellos. Su innata rebeldía y las dificultades para cumplir sus anhelos lo conducirán siempre a callejones laterales. A menudo vaga por el campo ansiando un instante de violencia, igual que camina sin rumbo por los bordes sin esperanza de la ciudad. Ambas imágenes encarnan su desesperado tránsito constante entre la alineación y la alienación.