Inglaterra se proclamó el sábado campeona del 6 Naciones 2020, que acabó 274 días después de haber empezado. El torneo queda ya para siempre marcado con un asterisco como símbolo del impacto de la pandemia, que cubre con un dramático manto de absurdo cualquier tentativa de normalidad. No es la primera vez que el Cinco/Seis Naciones se decide en otoño por causas epidemiológicas, pero el alcance de la situación actual excede lo conocido. Si nos atenemos al rectángulo de juego, todo parece nominalmente lo mismo; la puesta en escena, sin embargo, encalla entre lo irreal y lo impostado. Uno entiende que la obligación de quienes dirigen el Seis Naciones -y administran patrocinios, contratos, derechos televisivos, ingresos y retornos- no podía ser otra que acabar el torneo con los partidos que quedaron pendientes en primavera, pero en estas condiciones el espectáculo resulta un sucedáneo poco convincente.

El ceremonial de entrega del trofeo de campeones, organizado en un jardín de la concentración del equipo inglés el domingo, encarnó esas impresiones. Los jugadores escenificaron una imagen de presunta celebración con apreciable descreimiento, intérpretes de una imposible coreografía de emociones… El momento final de confeti y serpentinas subraya la sensación de que todo lo que vemos en este momento de nuestras vidas tiene algo de falsedad, de importancia relativizada por el tamaño inabarcable de lo que está ocurriendo. En el fondo, se ha hecho más evidente que nunca que el deporte, en estas condiciones, no es sino una superproducción con decorado de cartón piedra. Además, como es lógico los equipos no andan precisamente engrasados. Aun así intentaremos rescatar alguna verdad, intuida, del escenario internacional del pasado fin de semana. 

  • ¿Qué es el 6 Naciones sin gente?

Ninguna competición posee la mística que lleva adherida el Seis Naciones. Ninguna. No se trata tanto de una cuestión deportiva, y cada día menos, como de la inigualable mezcla de folklore socio-histórico y trasnochadas rivalidades deportivas que a lo largo de casi siglo y medio han construido su épica. Esa singularidad explica que, para muchos aficionados de dentro y también de fuera del rugby, el Seis Naciones sea EL torneo. De hecho, a menudo el Seis Naciones se confunde con el mismo rugby, la expresión máxima de su esencia. Una buena parte de todo ello tiene que ver con el público: con las imágenes que procuran la mezcla de aficionados, el ambiente, los viajes, la atmósfera, el respeto y la convivencia. El colorido. El ritual comunitario. Es cierto que el rugby contemporáneo, envasado para la exhibición de las televisiones, ha cambiado mucho las cosas. Pero aun así el halo permanece, de un modo muy reconocible.

Esta certeza nunca se ha hecho más evidente que en estos días de partidos y tribunas vacías. El Seis Naciones lo conforman la gente, los campos y la historia. Ya hemos aceptado que no es lo mismo el Stade de France que el Parque de los Príncipes; el Aviva Stadium que Lansdowne Road; o el Principality que Arms Park… Sí, la evolución en los estadios la tomamos como un lógico aggiornamento. Ahora bien, si a la despersonalización de los escenarios le restamos además la gente en las gradas… entonces todo queda reducido a un teatro hueco, difícil de asimilar. Una cosa es ver el desenlace del torneo en estas condiciones; y otra muy diferente enfrentarnos, como ocurrirá a partir del próximo 6 de febrero, a una edición íntegra bajo las mismas restricciones actuales. O más, ya quién sabe. Siempre quedará el aspecto puramente competitivo, claro, aislado del contexto. No hay otro remedio, cierto, pero a uno le cuesta concentrarse en el juego en estas condiciones. Si además al fondo de las transmisión se oye una grabación de aficionados fantasma que gritan «Scoooooootland!!!!» mientras Stuart Hogg certifica el triunfo del Cardo, la impresión de ficción y vacío gana terreno. A esto ahora lo llaman experiencia del espectador.

  • Monsieur Dupont

El equipo campeón fue Inglaterra, que regresó de la derrota inicial en Francia con su connatural solidez, pero todo el mundo se ha quedado mirando al bloque de Fabien Galthié. La proclamación del regreso de Francia al centro del escenario siempre comporta el peligro de una falsa alarma, pero antes y después de la pandemia los bleus han sido el conjunto de juego más estimulante. Galthié va ensamblando un grupo agresivo en los puntos de encuentro y en los contactos, con una tercera muy bien equilibrada: Le Roux y Alldritt aparecen entre los más placadores y con más rupturas con el balón; Ollivon ha firmado cuatro ensayos y otros cuatro pases previos a una marca, más un dominio extensivo de las touches. Defensivamente más armada frente a Irlanda de lo que vimos en enero/febrero, y siempre tocada por un gusto natural por la descarga y la continuidad de la pelota, esta Francia parece haber tomado dirección y rumbo. El tiempo irá matizando la renovación emprendida por Galthié, pero todos los que han aparecido han dado muestras de compromiso entusiasmado con la visión a medio plazo del técnico. Los menos experimentados (Cros, Olivon, Alldritt, Haouas, Willemse, Vincent, Rattez, Bouthier…), y también los clásicos (Vakatawa en el medio, Fickou como ala). Y todos coronados por el talento de la pareja Dupont/Ntamack, que convergen hacia el estrellato con argumentos cada vez más convincentes. El apertura juega muy compuesto y exhibe ocasionales arrebatos de genio creativo; mientras, el impacto de Antoine Dupont en el juego de Francia resuena ya por sí mismo.

El medio de melé francés ha sido probablemente el hombre del torneo. Y si se lo puede discutir alguien, creemos aquí, debería ser francés: Alldritt y Ntamack también están nominados. Hace poco más de un año, en Japón se debatía aún sobre por qué Francia no establecía una jerarquía en la combinación 9/10: ahí asomaban Dupont/Ntamack, pero también jugaban Serin/López, Serin/Ntamack e, incluso, Machenaud/López. Aquella indecisión ha quedado resuelta. Este Seis Naciones ha apuntalado el protagonismo de Dupont, jugador de tamaño compacto y estilo irrefrenable, agresivo en el ataque de los espacios (es quien más pases en descarga ha hecho del torneo) y aseado en las diversas suertes del juego. Y, por supuesto, felizmente intuitivo a la hora de canalizar el ataque hacia el punto débil del rival y anticipar la ruta del balón para llegar a un apoyo decisivo. La paradoja retrospectiva de este desenlace es que, si precisamente Dupont no llega a equivocarse con el tiempo que quedaba en aquel primer partido contra Inglaterra, cuando pateó fuera creyendo cumplidos los 80 minutos, los hombres de Eddie Jones no habrían rescatado un punto bonus y a estas horas Francia sería campeona. Como analizó Martin Johnson en el post partido de la BBC inglesa junto con Paul O’Connell, tal vez sea mejor así. Ya se sabe que con Francia los ditirambos están siempre a punto en el congelador, como el champán. Mejor una construcción tranquila, desde un relativo segundo plano, para un equipo aún joven y enfocado al 2023. Esta Francia de Galthié no es todavía un producto acabado, pero sí un anticipo más que atendible de que viene por fin un equipo llamado a competir en los términos exigibles a los bleus

  • Foster hace girar la rueda

En cosa de dos partidos, la Australia de Dave Rennie ha completado un viaje desde la esperanza al ya habitual extravío. Empató a 16 el primer test contra los All Blacks y pareció que la nueva era había parido un corazón. Luego, los Wallabies sucumbieron con creciente amplitud, como si se hubieran espantado de sostenerle la mirada al enemigo íntimo . En los dos siguientes tests aparecieron inermes: 27-7 el que se jugó en Auckland y nada menos que 5-43 en el barrido sin piedad de este sábado último en Sydney.

Lo peor es que tampoco los All Blacks dejaron una impresión comparable a las de sus mejores momentos de los últimos años. El equipo de Ian Foster completó una victoria rotunda a base del aprovechamiento de las equivocaciones australianas en las descargas y de explotar con carreras directas la porosidad de su armazón defensivo: Lolesio era 10 pero quedó expuesto de mala manera al ordenarse como 15 en defensa; Haylett-Petty no lo hizo mejor y los alas siempre llegaban desesperados y tarde a los cruces. Así, a base de acelerones ocasionales, los All Blacks construyeron un resultado de escándalo sin necesidad de exhibiciones. Como el Tri-Nations no es sino otro sucedáneo del Rugby Championship (aunque con público porque en Oceanía la pandemia es otra cosa) al que los Springboks no se han presentado, aún tardaremos en saber en qué punto de cocción están los nuevos All Blacks de siempre. Como los villanos de la ciencia ficción, el equipo kiwi siempre tiene la misma misión: dominar el mundo. Todo lo demás es filfa. O Australia. La discusión sigue rondando al triángulo que conforman en el 10 Mo’unga (gran triunfador en Sydney), Beauden Barrett como 15 y su hermano Jordie en el ala. Mientras tanto, como ya avisó en el Super Rugby Aotearoa, cada vez que arranca la motosierra Caleb Clarke derriba árboles e incendia los bosques. Un mal cliente para el lenguaraz Daugunu. Dane Coles hizo memoria de sí mismo y el magnífico Codie Taylor sospecha que su primavera se ha terminado. Y hasta el inefable Tu’inukuafe se permitió un contrapié acabado en ensayo. La rueda sigue girando.

  • Farrell y Pivac: ‘singing the blues’

Australia no fue el único equipo que dejó una impresión acartonada este fin de semana. Irlanda se mantuvo en el partido con Francia mientras pudo pero, como le había pasado ya contra Inglaterra hace unos meses, volvió a quedar lejos a la hora de la verdad. Desde luego, en las sensaciones. El delicioso ensayo de Robbie Henshaw quedó como un fugaz momento de brillantez en un equipo que parece gripado, un escalón por debajo de la versión dominante de los últimos años. Francia también le encontró la vuelta en los contactos, en el suelo y en los lados abiertos del campo. Irlanda daba la sensación a menudo de quedar desorganizado cuando los bleus aceleraban, de perder los duelos o llegar tarde. El equipo ha perdido esa confianza que emanaba de Joe Schmidt y Andy Farrell maneja ya un viaje de transiciones que va a requerir decisión, audacia y acierto. Una combinación nada sencilla.

Algo parecido le ocurre a Wayne Pivac. La resaca de la época de Gatland se ha mezclado con el siempre incierto año post mundial y la acechanza de las lesiones, que se ha hecho crónica. El resultado ha sido una estrepitosa caída desde el Grand Slam al quinto puesto. Veremos si se trata de un corte coyuntural o hay algo más profundo, pero en los últimos tiempos Gales sólo le ha ganado a Italia (42-0, eso sí) y a los Barbarians. Es verdad que no concedió grandes márgenes (perdió por cuatro ante Francia y Escocia; y por tres contra Inglaterra), pero esta última derrota ratificó que a Gales se le han caído ya un par de asideros clásicos del periodo anterior: la inviolabilidad del domicilio (aunque esta vez jugase en el Parc y Scarlets) y la acerada defensa que caracterizó los días de Gatland. Escocia ganó en Llanelli mostrando un equilibrio suficiente para dominar delante, hasta anotar un ensayo de maul de McInally, a la salida de una touche en la 22 rival. Y, pese a la lesión de Finn Russell, gestionó una ventaja exigua y la sostuvo para irse victorioso de Gales. Una mala tarde para celebrar el récord de 149 caps de Alun Wyn Jones. Aunque, la verdad, el adusto segunda nunca ha parecido uno de esos hombres a los que le entusiasmen las fiestas que le montan otros.

  • Un año desde Yokohama

Europa aguarda el arranque el 13 de noviembre de la ya inminente Autumn Nations Cup, que vendrá a enjugar la desaparición de los tests de otoño entre norte y sur si el Covid-19 se lo permite a Fiyi (o a otros). De momento, la cosa pende de la evolución del brote en el equipo oceánico… Es tiempo de cruzar los dedos y algo más. Mientras tanto el calendario nos recordó ayer que así, como si nada, de pronto se ha cumplido un año de la victoria de Sudáfrica en la Copa del Mundo de Japón. El tiempo se ha hecho tan incierto en 2020 que parece que aquello ocurrió en alguna vida o siglo anterior. Pero no: fue el 2 de noviembre de 2019 cuando Mapimpi y Kolbe rajaron por fuera a Inglaterra, mientras Handré Pollard los cosía a patadas. 365 días más tarde, el dramático tifón Hagibis y aquellos días de confusión parecen un juego de niños comparado con el huracán invisible que se ha llevado por delante el rugby mundial. Los Springboks vivieron largas y merecidas celebraciones y desde entonces, como el que dice, no han vuelto a salir de casa. Anuladas las giras por el norte, después rehusaron también participar en el Rugby Championship y SANZAAR tuvo que convertirlo en un Tri-Nations. Así que el campeón no ha puesto todavía en juego su cinturón. Sólo queda esperar que, para cuando de verdad tenga que hacerlo en 2023, el rugby haya salido entero de este viaje a ninguna parte.