Durante un siglo entero, el rugby pareció debatirse en una tozuda disyuntiva: ¿Qué debía tener más valor, anotar con el pie o hacerlo con la mano? Esa indecisión, o tal vez esa evolución, había estado de alguna forma inscrita en el modo en que se modificó a lo largo de las décadas el puntaje de las anotaciones: en 1891 el apoyo otorgaba sólo un punto y la conversión, dos. Luego fueron dos y tres, respectivamente. Hasta que a partir de 1893 el ensayo elevó su valor (tres puntos frente a dos de la patada a palos). Ese equilibrio entre el pie y la mano se mantuvo hasta que las dos últimas modificaciones del valor de los ensayos, ya contemporáneas, los hicieron valer cuatro puntos en 1971 y los actuales cinco en 1992. El remate de la inclinación por el juego a la mano como metonimia de rugby ofensivo lo puso el bonus. Durante años que el planeta rugby se resiste a olvidar, Francia tuvo mucho que ver en el triunfo de esa asociación.

Sirva la breve referencia histórica para centrar los tiros que vamos a pegar. Volvamos a mirar atrás… y al Hexágono. Entre 1970 y 1984, Béziers ganó hasta diez veces el Bouclier de Brennus. Títulos sostenidos en un estilo de rugby en el que siempre hubo más barro que porcelana, lo que subraya de forma aún más rotunda el contraste con el siguiente episodio: el inmediato florecimiento, a la espalda de esa edad de hierro, de un juego ilustrado que acabaría por convertir a Toulouse no tanto en un equipo como en una categoría. El flair francés. Dirigido por Pierre Villepreux y Jean Claude Skrela, el equipo rojo y negro envolvió en aquellos años su juego en un mantra que ha determinado su cultura como club, más allá de las circunstancias: juego de manos, juego de tolosanos. El eslogan resume lo que ocurría en el campo, un rugby inflamado de destreza, atrevimiento e imaginación. Todo coronado, y ahí reside lo verdaderamente diferencial, por una interminable seguidilla de victorias.

La foto de los campeones con el trofeo.

Ese y no otro es el factor decisivo. Que el estilo hizo al club no sólo porque a la gente en las gradas le gustara la lírica, algo lógico, sino sobre todo porque jugando así el club empezó a llenar de trofeos sus salas: en 1985, 1986 (ambas con Guy Novès aún como jugador) y 1989, Toulousain ganó el Bouclier de Brennus. Después, ya con el gitano en su pedestal de entrenador, vendría eso que los hermanos Gallagher llamaron, hablando de otras cosas en el inicio de los noventa, una Champagne Supernova: o sea, los títulos de campeón de Francia de 1994, 1995, 1996, 1997, 1998, 1999 y 2001. Tras un hiato, vendrían los de 2008, 2011 y 2012. La segunda dosis de la pauta toulousain, diríamos en estos días de vacunas. El mito ayudó a redondearlo la creación de la Copa de Europa de rugby: Toulouse se proclamó primer vencedor del nuevo torneo y repitió en cuatro ocasiones (1996, 2003, 2005 y 2010), además de perder dos finales más (2004 y 2008). Siempre con Guy Novès en el banco.

El simple enunciado de lo que hizo Toulouse en esos años, esa forma de jugar y de ganar, justifican de manera sobrada la construcción de una leyenda. Y hasta resulta comprensible que, cada vez que Toulouse asoma a la antesala de un premio mayor, el mundo del rugby adopte una nostalgia proustiana y se empeñe en ver en cada partido el viaje canónico de la novela: del tiempo perdido al tiempo recobrado. Otra vez el champán, las burbujas y… el alquitrán. Y sí: hubo más brea que espumoso en Twickenham. Hay que mirar bien para ver más allá del cortinaje de lugares comunes. El quinto título europeo de Stade Toulousain, frente a La Rochelle, ratificó que el famoso eslogan tolosano pertenece a otro tiempo. Ojalá fuera de otra manera, pero tampoco pasa nada por admitir que la realidad es más prosaica de lo que a todos nos gustaría. Seguro que Ugo Mola tiene algo muy claro: el asunto principal sigue siendo el de siempre. Ganar. Y claro… ¿qué otra cosa podía ser?

Resulta comprensible que la ‘leyenda’ de Toulouse una nostalgia de aquel juego y vuelva el mito del champán. Pero en Twickenham hubo más brea que burbujas

Toulouse levantó su quinta Copa de Europa más con los pies (los de Romain Ntamack) que con las manos. Con un juego de vuelo raso frente a un rival en inferioridad durante más de 50 minutos. Victorioso por sólo cinco puntos de distancia (22-17), que pudieron haber enjugado las patadas perdidas, o estrelladas en los palos, de Ihaia West, el apertura neozelandés de La Rochelle. Pero el hecho fue que ganó y que no hay una sola enmienda que hacerle a su victoria, que por otra parte venía persiguiendo estos últimos años: desde que se decidió a rehacer aquel equipo que en 2010 había levantado el último trofeo continental y al que tres, cuatro, cinco años más tarde, agotados todos sus jugadores principales por el inexorable paso del tiempo, se le seguía exprimiendo por ver si la invocación del tiempo perdido aún podía destilar unas gotas más de la añorada ambrosía.

Juan Cruz Mallía se dirige al ensayo en una de las pocas escapadas de Toulouse con la pelota (Foto: Getty).

Toulouse descubrió que no. Que la belleza tiende a ser efímera, aunque su culminación deje un aroma perdurable que siempre trataremos de recuperar. Y que en el rugby francés el ciclo había cambiado. Pasó Novès, después de tantos años. Llegó Ugo Mola. Y una década larga de desierto antes del título en Francia el año pasado y de la Champions de ahora. Trofeos que ya no se explican con aquel mantra cuyo desgaste ha devenido tópico. Todas aquellas referencias sirven para trazar una narrativa de carácter histórico, una referencia cultural que por momentos parece querer asomar en estos últimos años en el equipo de Mola (ganador del trofeo como jugador rouge et noir, en 1996), pero que desde luego no tuvo peso alguno en la final del pasado sábado. Ni lo suele tener en el actual Stade Toulousain. A pesar de Médard, de Ntamack, de Dupont, de Kolbe o de Jerome Kaino…

La séptima final de la Champions Cup que jugaba Toulouse tuvo un acento bien distinto, revelado por lo que parece una anomalía estadística: el jugador que más defensores batió a lo largo del choque definitivo con La Rochelle fue… un pilar, Cyril Baille. Hubo apenas un par de escapadas que recordaran algo, forzando la memoria, al jeu de mains que promulga el eslogan. La más rutilante, la que condujo al elusivo Cheslin Kolbe a la antesala del ensayo, la contuvo Doumayrou con un placaje monumental sobre el mismo borde del precipicio. La potencia de su contacto provocó que Kolbe disgregara su cuerpo en dos dimensiones paralelas: la mitad superior se tornó ingrávida y el ala sudafricano sostuvo en su vuelo la impensable potencia del aleteo de un colibrí, para posar la pelota en la marca sin asomo de duda. El TMO, sin embargo, observó que la mitad inferior de su menudo cuerpo no había podido evitar la enérgica tiranía de la tracción de Domayrou. El centro chocó como un mercancías y arrastró los pies de Kolbe por encima de la línea lateral para negar el ensayo.

Si la superioridad numérica pareció desplegar el territorio adecuado para un equipo tan capaz de explotar los espacios como se le supone a Toulouse, la realidad lo desmintió. El partido dirimió casi todas sus batallas en el eje profundo del juego. Casi nadie pudo llevar la pelota lejos de los puntos de encuentro y pocas veces tuvieron los de afuera balones que les llegaran en un pasamanos transversal. En la ocasión que propició el ensayo, el pase con salto de Ntamack encontró en el flanco no a Kolbe… sino a Tolofua. El apoyo del argentino Juan Cruz Mallía llevó a Toulouse a la marca. Antes, el equipo de Ugo Mola sólo había logrado meterse dentro de la defensa amarilla en la salida de un ruck horadado por Mauvaka. El hueco se abrió precisamente porque, con uno menos, La Rochelle debía desplegar pronto su defensa para cubrir el ancho del campo.

En el embudo carnívoro en el que se jugó casi todo el partido, el bloque de Gibbes supo imponer su celo defensivo. Es un asunto que se le da bien. Una estadística ofrecida durante el encuentro sintetiza de forma nítida la capacidad del equipo marítimo para adaptar su defensa a situaciones de inferioridad por expulsión temporal: el número de puntos concedidos por los equipos del Top14 cuando tienen que jugar con uno menos. En esas situaciones no hay nadie mejor que La Rochelle: sólo 2.65 puntos ha concedido por cada diez minutos que jugaba con 14. Si trasladamos ese comportamiento a la final, vemos el tamaño de la impotencia de Toulouse para convertir su ventaja en puntos: un ensayo hizo cada uno; la distancia la definieron los golpes de castigo.

Jono Gibbes y Ronan O’Gara, tras la derrota en la final.

El creciente ordenancismo disciplinario hacia el que ha evolucionado el rugby ha convertido un juego cristalino en un torrente de hipótesis contrafactuales. En esta final ocurrió algo similar. Más que pensar en lo que estábamos viendo (un encuentro de aire pesado), en la cabeza pronto se desató el alegre baile de los condicionales: ¿Qué habría pasado si…? Naturalmente, en ese territorio especulativo caben todas las posibilidades. ¿Qué habría pasado si Botia no hace ese placaje de callejón oscuro a plena luz del día que lo mandó al vestuario en el minuto 27? ¿Qué otro desenlace hubiera desanudado el árbitro, Luke Pearce, si llega a considerar de otro modo un posterior placaje entre pecho y cuello de Pita Ahki? ¿Y si West hubiese apuntado mejor esos disparos de comba inversa que suele pegar en los golpes de castigo? ¿O si a Bourgarit no se le hubiera escurrido la pelota que ya estaba a punto de apoyar, tras un devorador avance por delantera de los amarillos?

Las dudas no ponen en cuestión ni las decisiones arbitrales ni la legitimidad del triunfo de Toulouse, irrebatible a pesar del encomiable empeño de La Rochelle. Lo que sí hacen es subrayar hasta qué punto el destino del partido quedó marcado por un detalle, algo cada vez más común en el rugby tacticista de hoy. Expulsado Botia, el equipo de Jono Gibbes sólo podía tomar el camino de la épica. Estuvo cerca de comprometer el triunfo de Toulouse, pero para lograrlo hubiera necesitado ese poquito más de compostura, de acierto, que fue la única diferencia. Stade Toulousain ha completado su regreso. Pero no al pasado, sino a un presente distinto que también puede ser futuro. Conviene recordarlo para que los relatos no se nos llenen de ucronías. Aquella supernova de juego burbujeante fue cosa de los noventa y ahí acabó. Lo mismo que Oasis y el brit-pop.