
“Tres palabras que resuman a Dan Carter…”, dice Adam Ashley-Cooper. Y se queda pensando. Aparece en pantalla Wayne Smith: “Asentado, talentoso y duro”. “Leal, inteligente, preparado”, apunta Ronan O’Gara. Beauden Barrett duda unos segundos: «De todos modos, luego podéis editar esto, ¿no?». Jonny Wilkinson separa sus tres adjetivos con una pausa que tiene la forma del subrayado: “Genial. Inspirador. Y también profesional”. “Chico de campo… ¡eso ya son tres palabras!”, se ríe Andy Ellis. Después, una catarata simultánea en la que participan la esposa, Honor Carter, Robbie Deans, de nuevo Beauden Barrett y Ashley-Cooper; la doctora de los All Blacks Deb Robinson; y sus entrenadores Graham Henry y Steve Hansen: “Único, leal, elegante, dotado, preciso, determinado, único, pionero, tranquilo, inteligente, generoso, competidor, humilde, dedicado…”. Todos suenan incontestables, pero ninguno alcanza el tamaño diferenciador que aporta el periodista Scotty Stevenson cuando se atreve al salto mortal: “Inalcanzable”.
El juego de los adjetivos funciona como corolario del documental Dan Carter: A Perfect 10, estrenado el pasado mes de agosto y que revisa de un modo algo previsible la carrera del que fue apertura de los All Blacks. Si decimos previsible no es porque el documental no tenga momentos aprovechables, testimonios relevantes y escenas conmovedoras. Pero durante al menos tres cuartas partes de su duración lo acosa la esencial linealidad del personaje, un problema que ya estaba presente en Chasing Great, la producción que en 2016 se dedicó a la figura de Richie McCaw. La impresión de que, más allá del indudable valor de la perspectiva en primera persona, este documental no nos descubre ni en el hombre ni en su trayectoria deportiva casi nada que no supiéramos: que Dan Carter ha sido un jugador monumental al que le encajan todos los atributos; y, al mismo tiempo, un personaje tan discreto que esquiva las aristas que requiere una semblanza.
La síntesis promocional del trabajo dirigido por Luke Mellows y estrenado el pasado año lo expresa mejor que nada: «Doble campeón del mundo, tres veces nombrado Jugador del Año, el jugador con más puntos anotados en la historia del rugby internacional, campeón en tres continentes distintos, Hombre del Año para la BBC… y modelo de ropa interior. Dan Carter es la mayor súper estrella de la historia del rugby”.
Cada una de esas afirmaciones son ciertas, hechos comprobados con títulos, honores individuales, estadísticas y… carteles gigantes de Carter en calzoncillos: «Sinceramente… era difícil ignorarlos», admite Honor.
También es difícil ignorar el empeño en las verdades absolutas. ¿Es Dan Carter la mayor súper estrella de la historia del rugby? Habrá opiniones, pero… ¿qué más da? En realidad, el estrellato constituye una verdad muy relativa, como demostró Sébastien Chabal.
¿Es el mejor de todos los tiempos, como afirma Beauden Barret? Si no lo es, no andará muy lejos.
¿Es un 10 perfecto, como propone el título?
Ahí sí merece la pena detenerse. Pero, otra vez, la cuestión no está en si lo es o no. El asunto capital reside en el modo en que el director parte de una afirmación que suena inapelable en el título, pero después no acierta a argumentarla. Más bien la persigue a base de adjetivos corales; y trata de darle forma adoptando un tono de elegía que, si desde el punto de vista del deporte resulta merecidísimo, por desgracia en lo narrativo tiende a hacerse monocorde.
Ya sabemos que Carter ha sido un gigante. Para eso no hace falta ver un documental. También sabemos que siempre fue un personaje ajeno a la estridencia, a salvo de incoherencias o de salidas de tono. Un chico de extracción rural, al modo neozelandés; esencialmente modesto y tocado por una mesura que deja en un formalismo la broma de Richie McCaw ante la cámara: “Tengo que tener cuidado con las cosas que cuento”.
Por más que tengamos asumido que en el ámbito del rugby hasta el más adánico de los personajes habrá protagonizado alguna gamberrada, no imaginamos a Carter como un transgresor vicioso ni como un sátiro de intimidades. Sí, es verdad que una vez lo cogieron conduciendo bebido en París. ¿Y? Tuilagi se tiró de un barco para llegar nadando al puerto; sus compañeros, incluido un pariente de la reina, pasaron una noche lanzando enanos en un bar; Jeffrey y Richards jugaron al fútbol con la Calcutta Cup por las calles de Edimburgo; y Andy Powell condujo un carrito de golf por la carretera la mañana embriagada después de un partido.
Son ejemplos al vuelo. Sin que el incidente de Carter en la capital francesa merezca una disculpa, no da para esculpir su nombre en el retablo de los soberbios canallas que ha amamantado el rugby.
En realidad, la vida de Dan Carter hasta llegar a la élite del juego, y aun después, esquiva los relieves de exceso que necesita cualquier semblanza para hacerse vibrante, así que el documental se esfuerza por construirlos o invocarlos a través de voces ajenas: los entrenadores, los ex compañeros, los rivales… y por supuesto la familia. El padre, Neville, es la figura que más y mejor empuja el relato.
De su mano viene un episodio fundacional, de esos que auxilian la construcción retrospectiva de un relato. En Chasing Great, el gatillo era la célebre nota manuscrita en la que un joven Richie McCaw ocultaba su mayor anhelo vital: «Being a great All Black». En el caso de Carter, también educado en el entorno de una granja familiar, el punto de arranque no tiene ese punto de obsesiva determinación del flanker, sino que remite a una anécdota en su octavo cumpleaños: cuando su padre tuvo la profética ocurrencia de regalarle unos palos de rugby, que instaló en el amplio jardín de la casa.
Carter evoca con regocijo las tardes gastadas en ese paraíso con sus amigos, a la salida del colegio. Una cosa es ser el dueño de la pelota con la que todos juegan; y otra muy distinta tener un campo de rugby en tu jardín. He ahí un nivel superior. El padre se queja, divertido, del estado en el que los chicos le dejaban el césped.
Cuando los demás se iban, el joven Daniel se dedicaba a pasar la pelota entre los postes con el pie izquierdo. Aquello no dejaba de ser un juego, pero la mirada adulta intuía algo más: “A los nueve años pateaba desde 30 o 40 metros y desde el costado, lo que resultaba asombroso”, cuenta Neville, ex jugador también, que lo retaba a golpear con la derecha, su pierna torpe. Sin saberlo, aquellas escenas habían puesto en marcha la incomprensible maquinaria del destino.
En un documental sobre Dan Carter, inevitablemente Richie McCaw está llamado a ser la segunda voz. A su manera, estos dos son como Ginger y Fred, como Kate y Spencer, como Lauren y Humphrey. Imposible entender la carrera de uno sin el otro. El problema es que McCaw está cortado por el mismo patrón, ajeno al énfasis y el cacareo. Ninguno de los dos enseña un solo rasgo de autoconciencia. El documental los reúne, cómo no, en un paseo en helicóptero pilotado por McCaw. Ambos sobrevuelan una Christchurch en reconstrucción tras el último terremoto. A vista de pájaro, sus miradas se detienen en los recuerdos que les evoca la visión de Lancaster Park, la vieja casa de Crusaders, devastada por el seísmo de 2011.
Después veremos a Carter visitar lo que queda en pie del estadio: apenas las tribunas en ruina y un vacío arrasado de vegetación, piedra y olvido donde una vez estuvo el campo, demolido el año pasado. El jugador recorre su esqueleto silencioso bajo las gradas, reconoce el espacio desgarrado que fueron los vestuarios e incluso se sienta en el lugar donde tantas veces se calzaría las botas antes de jugar. El terremoto, por cierto, lo pilló recién salido de la ducha tras un entrenamiento.
La secuencia resulta particularmente intensa. Pero es otra vez el padre quien la levanta. Neville, bombero voluntario, abandonó su casa en cuanto sintió el temblor y se fue a ayudar a rescatar víctimas. Cuando regresó a las tres de la mañana, con los ojos inundados de espanto, se sintió incapaz de dormir y puso en el televisor el memorable partido de Carter frente a los Lions en 2005. En su opinión, el mejor que nunca le vio jugar a su hijo Daniel. Es en su voz donde intuimos las evocaciones que este pasaje intenta edificar: lo fugaz del tiempo y los lugares que lo contienen; la levedad del juego frente a la vida y su reverso inevitable, la muerte.
Pero volvamos a la pareja de baile. Consideradas desde el punto de vista de la construcción narrativa, las vidas deportivas de McCaw y Carter aportan perspectivas complementarias, a menudo idénticas, sobre un tramo común de la historia de los All Blacks. Coetáneos, amigos, confidentes, compañeros de franquicia y selección, sus perfiles componen un afiche de lados simétricos que se pliegan sobre un eje común: hombres enfrentados al peso del legacy.
Así, la leyenda deportiva de ambos se apoya en los mismos puntos de inflexión: la frustración de 2007 con la traumática derrota ante Francia (la imagen de Carter al final de aquel partido entre Anton Oliver y Byron Kelleher es potentísima); la agónica victoria en 2011, liberadora, otra vez con Francia de némesis. Y por fin, de camino a Ítaca, la construcción coral de uno de los mejores equipos que vio la historia, coronado de definitiva grandeza en el escenario simbólico de Twickenham en 2015.
Es esa parte del relato la que levanta por fin la película. Arranca con la lesión de Carter en el aductor antes de jugar frente a Canadá en la Copa del Mundo de 2011, partido en el que iba a estrenar la capitanía de los All Blacks porque Richie McCaw andaba tocado y había que preservarlo. Wayne Smith relata la escena con idéntica intensidad a la que ya le vimos en otro documental, Weight of a Nation. Un captain’s run que se convirtió en drama nacional, cuando Carter se desgarró la ingle durante un rutinario ejercicio de pateo a palos. Ya no jugó un solo partido más de ese Mundial. Y en cierto modo, como relatan sus entrenadores, compartió la alegría de la victoria y contribuyó a ella. Pero nunca se sintió campeón del todo.
Para eso tendría que llegar a 2015. Esos años son el meollo de la cuestión. El periodo en el que Carter hubo de reconstruirse a sí mismo física y psicológicamente. En 2012 fue nombrado Jugador del Año, confirmando un rebote espectacular después del infortunio. Apenas un año más tarde, sin embargo, vivía acosado por pequeñas lesiones y se pasaba el tiempo tratando de interpretar de forma correcta las señales que le enviaba su cuerpo. Si se miraba al espejo ya no se reconocía. La elegante carcasa parecía ya agotada. Y hacía eco de las voces airadas que afuera, en los medios y en las gradas, dictaban una sentencia. Carter ya era pasado. Lo mejor que podía hacer era abdicar y dejar paso a un sucesor.
Frente al ruidoso sanedrín que lo consideraba acabado, New Zealand Rugby le ofreció una escapatoria: acogerse a seis meses sabáticos, el mismo periodo del que justo regresaba, cómo no, Richie McCaw. Un descanso vivificante para saber si aún le quedaba una última batalla. Aunque Carter habla todo el tiempo con una contenida distancia y no sale de su boca una sola acusación, queda patente que vivió ese tiempo en una montaña rusa emocional. Y confiesa que pensó en la retirada. Ya sabemos cómo acabó todo. La lástima es que el documental sobrevuela esta parte decisiva de la historia a la misma altura desnatada que todo lo demás.
En realidad es en esos minutos, que resumen los años más inciertos de la carrera de Carter, donde anida oculto el 10 perfecto al que invoca el título. Porque la grandeza no tiene tanto que ver con la previsible reunión de adjetivos en los años de apogeo del jugador, cuando todo resulta indiscutible; la verdad se revela en la observación reverencial que desliza Jonny Wilkinson para explicar esa última parte de la vida de Carter como All Black: «La enseñanza que queda es que lo mejor siempre está por llegar. Ni siquiera tenía garantizada la Copa del Mundo de 2015. Pero se dijo: ‘Me voy a cuidar y regresaré’. Ahí es donde alguien de verdad trasciende el deporte. Dan Carter es más grande que el rugby».
En esas frases Wilko resume la trama íntima, la decisiva, de esos cuatro años. Y hace pasar la historia por el mismo punto por el que volaban sus drops: el centro exacto de los palos. Si lo logra es por su carácter reflexivo y porque la experiencia le permite proyectar en el apertura neozelandés una certeza que él conoció en primera persona: que la trascendencia de un deportista no se gana en los años de exuberancia, gloria y halagos. Que ese estado de gracia no es la perfección. Y que la transfiguración ocurre por acumulación, por supuesto; pero, sobre todo, sucede cuando una persona regresa del descenso a sus particulares infiernos. Cuando derrota al paso implacable de los años y se yergue por encima de su propia mortalidad.
El verdadero triunfo se oculta en la larga batalla íntima que el deportista excelso libra contra la decadencia.
A veces esa batalla la gana el tiempo.
En otras ocasiones sale victorioso el hombre.
El 31 de octubre de 2015, Dan Carter coronó la cima con una obra de arte en la final frente a Australia. Cuando tuvo que patear la conversión que cerraba el triunfo, frente a los palos, Liam Messam le aproximó el tee y lo retó como había hecho años antes su padre, en el jardín de casa: «¿Por qué no lo metes con la derecha?». Iba a ser la última patada de su carrera en los All Blacks. Así que Dan Carter, jugador de formas siempre distinguidas, cedió a esa mínima frivolidad. Ya no había riesgo. Y podía, así, sentir que en cierto modo el final ocultaba en realidad un regreso a casa. Al jardín, con los amigos, después del colegio. Al juego como esencia. Por eso pateó con la derecha. Para derrotar al tiempo y trascenderlo. A ojos del mundo sólo estaba cerrando una carrera deportiva. En su interior, ese pateo clausuraba un círculo vital.