Un cuarto de siglo es mucho tiempo. Incluso para la longevidad inusitada que alcanzamos los habitantes de esta parte del planeta. O alcanzábamos. Hacía 24 años que Inglaterra no ganaba en Cardiff. Desde 1963. En realidad, salvo el Grand Slam, excepcional, de 1980, no ganaba mucho ni en muchos sitios.

Desaparecida la generación de Bill Beaumont y sin rumbo cierto, penaban los ingleses como acólitos de Santa Compaña lancastriana a mediados de esa década. Una triste victoria sobre la Irlanda de Campbell en 1984 (12 a 9) dejó la Cuchara de Madera en Dublín y el oscuro cuarto puesto en Londres. En 1985 apenas un empate en Twickenham, ante la Francia de Gallion (9 a 9), y una conversión de Christopher Robert Andrew en Murrayfield para derrotar a Escocia por 10 a 7, llevaron a la Rosa al mismo puesto. En 1986, mismo lugar en la clasificación, les fue peor. Derrotaron en el partido inaugural a País de Gales (21 a 18, drop postrero de Andrew), pero Escocia les apabulló 33 a 6 en Edimburgo.

Se suponía que Andrew, el joven apertura camtabrigense, había de ser el revulsivo que devolviera a la elgariana versión del Jerusalem de Parry el lustre oval del que carecía desde los años 50 del siglo pasado. La suposición, sin embargo, quedó en nada. Faltaban Guscott o Morris, Teague o Skinner y también Ackford. Y cuatro largos años, y sacar a Will Carling de su regimiento de fusileros de la Reina.

Rob Andrew, el apertura sobre el que recaía gran responsabilidad anotadora con el pie.

Gales tampoco lució bien durante los primeros años de los 80. Lejos quedaban los Edwards, Bennett, Quinnell, JPR o Bevan. Acaso Bevan no, que había oficiado de entrenador con suerte bien distinta de la que disfrutó durante su tiempo entre palos y palos. Aunque Pontypool seguía surtiendo de jugadores al equipo del dragón, el talento había corrido en relación directamente proporcional al cierre de los pozos mineros y a la reconversión industrial. Lo nuestro, que es cosa menor si levantamos la vista del querido balón y atisbamos el mundo y sus cuitas, se vio muy dañado por Maggie Thatcher. Así que de los verdes valles ya no saldría una primera línea como la del trío de la fama: Faulkner, Windsor y Price, por más que en 1987 cinco jugadores del club tricolor formaran en el equipo nacional.

Con esos mimbres, País de Gales se había situado justamente un peldaño más arriba que el viejo rival en los torneos previos. Pero con esa derrota in extremis de 1986, en Richmond, en que el ref australiano, Fordham, recibió críticas por una aplicación un tanto sureña de las reglas, el de 1987 se antojaba un partido más allá del habitual bucle de revanchas en el que ambos países retroalimentan sus mitos.

Arms Park había sido rebautizado poco antes. Era ya el National Stadium, con más prurito identitario que comercial. Si me dan a elegir prefiero las referencias bien consolidadas, aunque sé que son construcciones sociales. Al menos duran más que el patrocinador de turno. Las gradas, imponentes, acogían ya al mayor orfeón del mundo, el de repertorio más variado, también. De Tom Jones a las sombrías tonadas de pub tras la escuela parroquial del domingo. Todo cabía, todo cabe, en las empinadas tribunas, esas que sobrecogen al visitante. Las que dan a País de Gales, el más llano, el más creyente de los países de fe oval, seis o siete puntos en cada partido.

La fe roja por contraposición al estajanovismo negro, cabe decir. Los ingleses no tenían, no tienen, ni lo uno ni lo otro. Más jugadores, más recursos, sí. Y el desasosiego de la derrota, creyéndose mejores. Pensándose gentes de destino. Del destino kiplingiano, que aún no sufría el descrédito de la voluntad vacilante que lo invadió todo desde las Ivy League de Nueva Inglaterra. Así que llegarían a Cardiff desconcertados, pero furiosos. Rumiaban ese improbable destino y querían romper el maleficio artúrico de un Merlín de habla céltica que les arruinaba sus visitas a la capital del Principado.

Fracasaron, claro. Eligieron la ramplonería y malos modos del veraneante de pocos medios y obviaron a Shakespeare. No hubo día de San Crispín. No hubo happy few. No hubo épica. Cruzaron el estuario del Severn y ya prodigaron malas maneras. Richard Hill, el medio de melé, declaró que viajaba sin su esposa, embarazada, para no correr el riesgo de que la criatura naciera en Gales. The Sun y el Daily Telegraph engordaron sus páginas deportivas con exabruptos proferidos en el campo inglés. Orgullos heridos, viejas rencillas, discursos de Bennett.

Wade Dooley.

Los ingleses habían sido humillados en Dublín por 17 a 0 un mes antes. Créanme si les digo que el marcador fue benévolo con los ingleses y que un clima señaladamente más desagradable de lo usual en febrero les libró de una tunda mayor. Dave Cusani, Paul Simpson y Nigel Redman, los dos primeros para siempre, fueron descartados del XV inglés. Esa derrota llevó a Mr. Martin, el entrenador del momento, al convencimiento de que les faltaba contundencia. De que el agotador entrenamiento físico a que venía sometiendo a su equipo –parámetros amateur, ojo, pero con campeón olímpico triplista al mando- no servía sin gente más dura delante.

Un vistazo a la tabla de la competición inglesa no dejaba lugar a dudas: había que recuperar al policía Wade Dooley; al maestro Steve Bainbrigde; y al tipo que se proclamaba el mejor pilier de Inglaterra, Gary Pearce, al que iba a acompañar en el otro lado el jovial primera de Bristol, el reconocible y reconocido (hoy) Gareth Chilcott; quienes sostendrían a un granjero, Graham Dawes, el esforzado que recorría cada jueves y cada martes 400 kms. para entrenar con su club, el venerable Bath RFC.

El desempeño inglés no mejoró 15 días después en Twickenham. La Francia de Berbizier y Blanco derrotó a los locales por 19 a 15 y los ingleses se veían en la tesitura de presentarse en Cardiff para afrontar con seguridad su último partido en Richmond (Escocia), sin la presión de jugarse la Cuchara de Madera. Ya no había tiempo para cambiar de tácticas. Ni el pack dirigido por Hill, desquiciado desde la jornada dublinesa, ni los tres cuartos al mando de Rob Andrew tenían capacidad para ello. Se atuvieron al plan: intimidación, juego a 10 y fases de conquista sin prisioneros.

El partido ya anticipaba problemas desde la previa. Orgullos, viejas rencillas, la prensa inflamando el ambiente… Richard Hill, el medio de melé inglés, declaró que viajaría sin su esposa, embarazada, para no correr el riesgo de que la criatura naciera en Gales

No contaban los ingleses con un factor añadido al de las gradas. Ese juego, para un dragón venido a menos, no tenía ningún secreto. La fuerza sin propósito lleva a la violencia y ambos XV carecían de propósito desde hacía algunas temporadas.

Para ser sinceros, y después de haber repasado el partido más veces de lo recomendable –patología que sufrimos con paciencia- los malvados no fueron solo los ingleses. Fueron, sí, más vocingleros, menos sutiles y más evidentes. El partido es historia, y su intrahistoria es esta. Merece la pena verlo, por comparar los límites que hace 30 años contenían nuestro deporte (Megson, el debutante árbitro escocés fue condescendiente en exceso, además) con el de hoy, más contundente, más peligroso pero más mecánico, tecnológico y controlable.

La tormenta que se desata en Arms Park tras el lateral en que el bobby Dooley desfigura el rostro del ex policía Phil Davies, no termina con la derrota final de Inglaterra. Tras el desastre fueron de nuevo muchos los apartados del equipo inglés: Dooley (siempre declaró que creyó ver una agresión previa de Norster a Jon Hall), Dawes, Chilcott, Bainbridge y el efímero capitán Hill. La RFU decidió sancionarlos preventivamente.

A los galeses la WRU les alabó, y volcó las culpas del espectáculo, en su acepción peyorativa, en los ingleses. Es verdad que la fractura del malar de Davies, o de la nariz de Sutton, el segunda de la South Wales Police, acompañaban al relato. Pero fíjense en la labor de zapa de Stuart Evans, el compacto primera de Neath que a la postre anota la marca de la victoria galesa. O en el juego de Richie Collins, tercera línea que sustituyó a Davies, también policía, o de sus compañeros de línea, David Pickering, con el tiempo Presidente de la WRU, o Paul Moriarty, alumno aventajado en el curso de trapacerías, quienes se atuvieron exclusivamente a leyes vindicatorias y no escritas en cada agrupamiento, sin faltar uno solo.

Si Borges hubiera sido aficionado al rugby y el partido hubiera acontecido cinco décadas antes hubiera tenido capítulo especial en su memorable Historia Universal de la Infamia. Merece la pena recordarlo, para huir de la autocomplacencia.

Basta por tanto un resumen. El de la BBC con la voz del escandalizado Bill McLaren.