
Quizás no crean que mi discurso mental, mientras disfrutaba del primer partido entre Wallabies y Pumas de esta edición del Rugby Championship, me llevó a recordar a un sabio del norte. Más concretamente al contemplar la zamarra azul de los Pumas, ajena a sus colores y para mayor gloria de las arcas de la UAR, como casi toda segunda -o tercera- equipación. No les pediré que lean a Huizinga porque cada uno es muy libre de ilustrarse e instruirse como le pete. Pero si cito al holandés es para traer a colación su aproximación al aspecto lúdico del juego. Lo que viene al caso porque el nuestro fue uno de los últimos juegos stricto sensu y ha dejado de serlo no hace mucho, en su expresión más depurada y profesional, como resulta cada vez más evidente.
Decía Huizinga que el juego, en su aspecto formal, es una acción libre ejecutada como suerte de ficción y sentida como situada fuera de la vida corriente, pero que, a pesar de todo, puede absorber por completo al jugador, sin que haya en ella ningún interés material ni se obtenga en ella provecho alguno; que se ejecuta dentro de un determinado tiempo y un determinado espacio; que se desarrolla en un orden sometido a reglas, donde «interés material» y «provecho alguno» son los sintagmas esenciales. El primero porque determina la transformación del paradigma que sustentaba nuestro juego y el segundo porque precisa las consecuencias de esa transformación y, siendo ambas proposiciones del silogismo -queda su formulación para el lector- que anuncia la pérdida de la esencia del rugby tal y como lo conocimos.
Va de suyo que toda sociedad política, aun la más individualista, se ve imbuida de un valor tenido por universal que se concibe de forma que trasciende de unos a otros integrantes de la misma. Ese valor puede ser llamado ejemplaridad, algo sobre lo que viene escribiendo otro pensador, esta vez español (Javier Gomá) cuya lectura es muy recomendable.
La general aceptación de este cambio de paradigma por parte de los rugbistas y el público es producto de una pérdida de referencias: lo que algún autor ha llamado la «vulgarización» propia de la masa
Mantiene el director de la Fundación March, que tal es Gomá desde 2013, que la responsabilidad del ejemplo concierne a todos los hombres por igual, pues vivimos en una red de influencias mutuas de la que no podemos escapar. Pero es indudable que esa responsabilidad pesa especialmente en las personas públicas. Siguiendo su línea de pensamiento, podemos decir que la general aceptación, por el rugbista practicante y por el espectador, del cambio de paradigma de nuestro deporte es producto de una suerte de pérdida de referencias: lo que llama la «vulgarización» propia de la masa (a la que, cuidado, no da el sentido peyorativo orteguiano).
Así, se pregunta si tal masa imperante en el mundo contemporáneo advierte, o quiere poseer, o desdeña al fin, la tradición (los inmaculados colores clásicos, los terceros tiempos, cierta forma de socializarse) y por tanto, en última instancia, si es consciente de ser heredera de algo; y si, olvidando el pasado, aplaudiendo lo “nuevo” y “novedoso”, que atrapa al cúmulo de ciudadanos satisfechos con sus egos, podrá ser capaz de modelar una existencia ejemplar.
Fenómeno al que el rugby no es ajeno desde 1995, cuando se abandonó oficialmente el primer mandamiento de Ellis y se abrió la veda a la general mercantilización del juego, que ha convertido el retorno, el saldo de la cuenta de pérdidas y ganancias, en el objetivo de los que sostienen el que ya es espectáculo-juego, amparado por las excusas de quienes, no sin razón, declaraban que era la única manera de sostenerlo (hacia donde querían llevarlo, hoy sabemos que con éxito) y permitir, incluso propiciar, no ya su evolución, sino una demanda creciente del espectador conforme a tendencias sociales que trascienden al propio deporte.
Trampa saducea para crédulos porque la pretendida evolución del juego ad infinitum no era más que excusa para el caballo de Troya que convirtió el rugby en producto, como lo eran ya los códigos a XIII, el gridiron o el association; y que andando el tiempo, y es algo que se va viendo entre palos y palos y en las gradas, incorporará comportamientos inadecuados (véase en el partido antedicho a aficionados australianos zarandeando a sus jugadores) a aquello que había de ser preservado: el acervo que creíamos nos había significado, no sé si desde la mítica fecha de 1823, pero sí desde que todos consentimos en proclamarnos miembros de la Orden de los Caballeros y Damas de la Mesa Oval.
De ahí la destrucción de Camelot (el malvado Mordred es un reputado especulador) y el riesgo de renuncia a la ejemplaridad debida, esa que reflejaba y publicitaba ideales que enaltecían a los ciudadanos, sean aquí los rugbistas, que los distinguían de la masa (insisto en el matiz que señalé) a la que pertenecen, y que los hacía capaces de participar en las cuestiones de la polis activamente en tanto que ciudadanos libres, comprometidos consigo mismo y con sus semejantes, ejemplo casi siempre de personas maduras, consecuentes y trabajadores honrados, “humanos” en el sentido de Montaigne y perfectamente fecundos para esas polis a las que se entregaban devolviendo con creces lo que el juego les había dado: el trasunto de valores y conductas decantadas y asumidas en y por el tiempo por aquellos que les precedieron.
Queda en evidencia la brecha que se abre entre el rugby que se practica en los grandes coliseos y el que cuenta en la banda con familiares, suplentes del segundo equipo y proveedores de naranjas debidamente partidas por su mitad
Por eso estamos en trance de perder el sentido lúdico del harpastum britannico por excelencia; pues, aunque Virgilio nos muestra el camino de un círculo que tememos, el cuarto del Infierno dantesco, compadreamos con los avaros. Obviamos entonces la definición del viejo groningués, porque el interés material queda entronizado como el becerro de oro por los que debían ejercer sin ambages la predicada ejemplaridad y porque el provecho de aquéllos se sitúa por encima de la democrática -en sentido primordial- masa que ha de ver, salvo denuncia de oráculos prudentes, como lo que fue deja de serlo. Queda en evidencia la brecha que se abre entre el juego que practican los que, desde su verde foso, ven llenas las gradas de los grandes coliseos y los que cuentan en la banda con familiares, suplentes del segundo equipo y proveedores de naranjas debidamente partidas por su mitad.
Tengo para mí que la esencia del juego huizinguiano (contrapuesto aquí al deporte-espectáculo) se transmite con mayor fidelidad en ese segundo escenario que en el primero, aun contra la poderosa influencia de otra clase de rugbistas y quienes no les corrigen porque creen que llevan consumidores al estadio o al canal de televisión que pagó por la emisión.
Nadie prestó atención a Casandra. No repitamos el error de los troyanos.