Los primeras líneas son gente especialmente particular, aun entre los muy peculiares. Por muy peculiares tengo a todos los delanteros y al medio de melé que los pastorea. Aunque solo sea por el hecho del constante toma y daca, más profuso, más vehemente, más constante, al que se someten durante esa eternidad que es cada partido. El que haya vivido horas intensas entre palos y palos lo sabe. Piensen en el minuto 60 o 65, según cada cual. Algo así como el muro de los maratonianos, pero tras veintisiete combates de lucha grecorromana, seis competiciones de salto, carrera de obstáculos y sucesivos exámenes de criptografía destinados a desentrañar las variopintas claves que los directores de la orquesta cantan de continuo.

No dirán que no posee, el delantero, las virtudes que adornaban al hombre del Renacimiento y a su antecesor clásico, inspirador y fuente. Es verdad que la profesionalización ha producido, andando el tiempo, extraña paradoja. Ha democratizado el trasiego de golpes y tumefacciones, igual ahora entre delanteros y tres cuartos pro y, por el contrario, ha separado del común de los mortales el juego que practica la oligarquía profesional, fuera del alcance del talonador suplente del sexto XV del club de sus (de Uds.) amores. Esa es otra historia, claro. Pero me vale para predicar la singularidad del primera como contante universal. Vean si no el caso del australiano que hoy me ocupa.

Apenas 175 cm y 103 kg. pueden contener un doble campeón del mundo. Hoy sería poco menos que imposible que esa morfología contendiera en la primera línea. No lo había sido (McLauchlan, el escocés de los 70, fue conocido como the Mighty Mouse, por sus escuetas dimensiones) y tampoco era raro en un tiempo de transición entre las dos eras del rugby, antes del Gran Salto Adelante. Con esas medidas nuestro pilier fue bicampeón del mundo, y esto, con ser notable, no es sobresaliente. Sobresaliente fue la vida que llevó detrás de su rugby.

No tomen aquello de la excelencia como un axioma. A cada cual según sus capacidades. Si para unos ganar dos copas del mundo será el acontecimiento de sus vidas, para otros no llega. Ganadores de dos copas del mundo no hay tantos, y en la demarcación en la que se mira a los ojos al rival, menos, aunque muy relevantes: el gigante Du Randt, los hermanos Franks y sus compatriotas Woodcock y Mealamu y el también Wallaby Kerns. Dan Crowley, que es de quien hablamos, pertenece a ese exclusivo negociado: campeón en Londres en 1991 y en Cardiff en 1999.

Crowley, con los Wallabies ganadores de la Bledisloe Cup en 1999.

Crowley jugó su rugby de club en Queensland y debutó con Australia en 1989, en el primer partido de esa serie de los Lions por la isla continente. Aquella fue la primera de sus caps, que terminarían en la final de 1999 en el estadio junto al río Taff. Callado, discreto, trabajador, a la sombra de los Eales, Horan, Little, Campese o Lynagh, su juego era sólido y eficaz, adecuado para la labor dura y más allá de la comprensión del gran público (y de los referees, como sabemos los pobladores de ese espacio), que le permitía contener y atacar a rivales de más envergadura y menos mañas. Olo Brown, Richard Loe u Os du Randt supieron de la habilidad técnica de uno de esos raros pilares que podían jugar a ambos lados del talonador. Fue, empero, un tipo oscuro, de discreción obligada y, aun dentro del entramado Wallaby, desconocido para casi todos, porque llevaba una doble vida.

Crowley era, ya no lo es, policía. Como Dooley, Bayfield, Ackford, Richards, Favaro, Bowen o Sutton. Impresionante brigada contra el crimen. Solamente Ackford y Crowley fueron detectives. Y solamente el australiano fue pilier y detective, de la sección de estupefacientes de Brisbane. Sin uniforme, sin placa. Infiltrado entre las peores bandas de traficantes australianos. Acaso un rostro marcado por años de contienda condicionó fatalmente ese destino. Parece que su vocación también, sin duda, y la pulsión por el riesgo, por la dosis de adrenalina que estalla y agita cada neurona y la lleva a un estado de vigilia y alerta que prefieren los de vida intensa.

La prensa entendía que su profesión recomendaba prudencia: aceptaron no mencionarle más que en las alineaciones y no tomarle fotos de primer plano ni referirse a su ocupación

Un episodio de persecución desbocada (ríanse de las ocho furiosas y veloces comedias del actor mejor pagado de Hollywood) por las calles de Brisbane, detrás del coche de un narco, llamó la atención de sus superiores y le condujo a una peligrosa vida paralela. Todo mientras progresaba en su club (Souths) y al tiempo de su debut con Queensland, en 1987. Por fortuna para Crowley el rugby a XV no era más que el tercer o cuarto deporte australiano, y los periodistas, pocos, comprendieron –sin recibir detalles- que su profesión, policía, sin adjetivos, recomendaba prudencia: aceptan no mencionarle más que en las alineaciones y no tomarle fotos de primer plano ni referirse a su ocupación (no sé si McLaren o Vázquez hubieran mantenido el pacto).

Un infiltrado (no hace falta imaginar a Donnie Brasco) no lleva una vida ordenada. Un deportista de élite debe hacerlo. Crowley aunó las dos condiciones. Muy bueno debió de ser (¡y no repararon en él, insignes aficionados!) para poder desempeñarse en la primera línea roja de Queensland durante esos años. No son pocas las ocasiones (primero es la obligación, y un alijo en Port Lookout o en Coolangatta no admiten demora) en que se declara inelegible para un partido, pero aparece en el vestuario 15 minutos antes del pitido inicial. Con el tiempo confesaría que la evasión que le suponían esas dos o tres horas de cuero, pasto y palos le permitieron mantener la cordura.

La banda en la que está infiltrado se especializa en allanamientos de morada. Desvalijan mansiones de los suburbios más acomodados de Brisbane para hacer caja y comprar alijos a la sucursal local de la ‘Ndrangheta calabresa. El cometido de Crowley es especialmente delicado, aunque sus superiores se lo faciliten: surte de armas y explosivos a sus compinches y protege, desde el perímetro de seguridad que el profesional del delito conoce, el asalto al domicilio elegido. Por si pintaban bastos y había que irse de naja o montar bulla.

Su llamada para la serie frente a los Lions de 1989 le provocó una sobreexposición mediática en medio de peligrosas operaciones en las que, infiltrado en una banda aliada con la ‘Ndrangheta calabresa, surtía de armas y explosivos a los criminales

Crowley confesó que la clave para pasar desapercibido fue observar una obediencia casi ciega a las órdenes que recibía y asimilar cada gesto, cada detalle, cada matiz del habla, del comportamiento de su grupo (quizás haber obedecido a cualquier medio de melé competente le facilitó las cosas).

La olla a presión en que deriva su vida le convierte en un torbellino en el campo y le da un plus sobre gigantes aún en activo como los hermanos Lawton, Andy McIntire o Cameron Llilicrap, lo que no hace sino reforzar la confianza del equipo técnico de los Wallabies en su juego. Juego que con Queensland alcanza su mejor nivel precisamente cuando mantiene el tipo ante la acusación de topo que le dirige un conmilitón sobre el que recaían sospechas de serlo. Aquel lo paga, pues Crowley sabe lo que se juega y teme por su vida, así que da al delator una lección de derecho penal y repasa sobre él  todas las variantes del delito de lesiones del Código Penal australiano.

Superado el escollo, adquiere reputación como en esos entornos criminales se hace y juega como nunca. Tanto que Bob Dwyers, ajeno a su vida de topo, le llama para debutar con Australia. La serie de los Lions del verano de 1989 es angustiosa para los locales. Campese yerra aquel pase en su marca y Ieuan Evans, el galés, anota para llevarse la victoria. Crowley sufre un exceso, inevitable, de exposición a la prensa. Su vida y su misión peligran. Solo algunos periodistas de Queensland conocen el riesgo y tratan de minimizar, entre sus colegas, la atención que recae sobre el pilier.

Además, el detective jugador está a punto de conseguir las pruebas que incriminarán a los capos de la banda y no abandona su labor. Las consigue, las presenta y reconsidera su posición. Rugby internacional y reyertas mafiosas resultan en nociva sobrecarga de adrenalina. Las consecuencias pueden ser fatales. Contra el mito infundado y como la mayoría de delanteros (excusen al flanker del lado cerrado) es un tipo sensato. Funda una compañía de detectives especializada en descubrir fraudes a aseguradoras y sigue, ya sin ataduras, con su rugby. Juega las Copas del Mundo de 1991, 1995 y 1999 y alcanza las 38 caps antes de retirarse en 2000, tras haber disputado 124 partidos con Queensland y de haber disfrutado de tres años completos de dedicación única al rugby, desde la liberalización hasta que levantó la Copa Webb Ellis en Cardiff.

Tras la Copa del Mundo de 1999 retomó personalmente las riendas de su negocio, tan sólido hoy como fue su juego. Verifact se llama. Seguridad en general, ahora también en el sector minero, no menor en Australia. Y, como tantos internacionales, da charlas pospartido. Y motivacionales a empresas. Y comenta en este o aquel canal. Contó todo esto en Undercover prop. Digna de Mario Puzo, la historia. No digan que la vida y el rugby no son lo mismo.