Uno lamenta empezar con un muerto. Uno de los nuestros. Samoano, neozelandés, español, vasco, guipuzcoano. Se mató el sábado 19 de diciembre, al caer desde altura imposible. Se mató ese sábado aunque no se murió hasta un lunes. Sus lesiones eran irreparables y no pudo ser. El poso de tristeza que deja es enorme, un tipo grande, joven y aventurero. Hay que serlo para venir a jugar a este rincón del universo oval y hacerse hueco para entrar en el XV español, como hizo en ese partido otoñal frente a los italianos, premio al más destacado incluido. Para nosotros, para los del rugby de aquí, ese partido sí fue oficial y Kawa Leauma fue internacional con Los Leones. Faltaría más. Duelo y pena, mucha, hasta el homenaje que se promete en partidos sucesivos, de los de Ordizia, seguro, de la selección, en nuestro Central, también.

Ese partido, que fue el único de Kawa, nos lleva a otra reflexión en este balance. Cuestión administrativa, pero ilustrativa. Falta seriedad y seguridad jurídica en el rugby internacional. Vinieron al Central los italianos, en octubre, como Italia A y luego dejaron de serlo. Problemas con alineaciones y manejos entre bambalinas para evitar sanciones que llevan a una federación más avispada, con más peso y saberes, a cambiar la calificación del choque y a evitar entuertos. Y de paso, nuestro Kawa se quedaba sin captura y lo demás para el tramposo azar.

Esos manejos italianos no son extraños en la selva del rugby internacional. World Rugby y sus intereses, o más bien, los intereses de federaciones y uniones entregadas al juego frenético del carrusel del dinero. Los fondos de inversión aprietan y quieren retornos. El deporte se posterga y prima el balance. El espectador soberano, el que nunca visitó un ruck, pide espectáculo y se atisba más y mejor con cambio acelerado de reglas. Da igual la confusión. Árbitros parlanchines darán lecciones magistrales mientras interrumpen de continuo el juego. Da igual la paradoja: la desnaturalización de lances señeros bajo la coartada de la fluidez del rugby e inacabables minutos de debates y dudas y repeticiones infinitas en pantalla gigante. Da igual, porque los estadios se llenan. Pero ¿se llenan siempre? No. Así que es más bien la televisión, o las plataformas (¡Amazon!). Producto, ventas, retornos, balances. El jugador pro no es más que medio de producción y si interesa su salud es en función de la reputación, aunque Sexton, paradigma, cuente sus conmociones por decenas, en esta versión del rugby que se dice más segura porque World Rugby vela por todos. Ya me he extendido otras veces en consideraciones sobre la física de los impactos, la aceleración y la dosificación del esfuerzo del rugby a veintitantos.

Queda, sin embargo, sentido común más abajo. En general. En el rugby amateur, casi siempre, a pesar de la tentación de la emulación, celebraciones extemporáneas sobre la marca incluidas.

Kawa Leauma, en el partido frente a Italia A (Foto: Walter Degirolmo / FER).

Lo demás. Lo deportivo. España. Sin espectadores en febrero, ante Portugal, cierre en 2021 de la campaña pandémica de 2020. Fue difícil, pero ganamos y quedamos subcampeones del torneo segundón de esa edición. Ya apuntaba el trabajo del soberbio Patrice Lagisquet con los lusitanos: lo sufrimos en Lisboa, donde nos propinaron severa derrota, indisciplinas propias mediante que no desmerecieron la victoria local. Como en Bucarest, por la misma razón, aunque allí la guerra psicológica desplegada por los rumanos, intimidación y descontrol, y en no menor medida el diseño imposible de su zamarra que debió, permítanme la broma, desconcertar a los nuestros. Maniobras de la Securitate con los disidentes, actualizadas. Como la derrota ante Georgia se daba por descontada, sumamos tres y no fue hasta noviembre, ante Rusia, con algo de fortuna, cuando vimos a los nuestros concentrados y más serios. Esa victoria y la empañada de Ámsterdam nos dejan con tímida esperanza para el 2022, si las oficiosas investigaciones de las altas esferas no nos envían al lodo de nuevo. Solo hay margen para una derrota, que se presume la de Georgia en Tiflis. Ya veremos.

Los de arriba, ahora. Los dueños del negocio. El torneo más querido y menor, con tremenda sorpresa, para Alun Wyn-Jones y País de Gales. Lo que dice bastante del VI Naciones, a pesar de los laureles de los demás conjuntos boreales, en este otoño recién terminado. Se llevaron la Triple Corona con equipo sin renovar aunque con algún destello en las alas -Adams, Rees-Zammit- y perdieron ante los de moda, los franceses de Dupont, los que deslumbran a la fecha porque se desempeñaron bien en Australia durante el verano y porque, nos anticipamos, ganaron en París a los fatigados All Blacks.

En medio de la tabla los ingleses, a lo suyo. Más bien a lo de Eddie Jones, a experimentar a probar y a construir, que al malévolo australiano lo que le preocupa es la Copa del Mundo, no estas fruslerías.

Irlanda, Sexton, gris y Escocia, Hogg, prometedora, más que nada porque ganó la Calcutta Cup y eso les justifica cada temporada. A Francia, también, lo que es un honor, no un deber, ya saben. E Italia, claro, el equipo de futuro. De futuro porque es el único espacio que le queda, el futuro, ya que nada hay en su pasado de integrante de VI Naciones, salvo el entusiasmo y pocas y olvidadas victorias de otras décadas.

Las competiciones de clubes después. La nuestra para VRAC, que mantuvo una hegemonía que algunos apuntaban terminal. Las europeas de relumbrón, Top 14 y Premiership, allí los tolosanos de Ugo Mola (que derrotaron a los atlánticos rocheleses por dos veces, también en la máxima competición europea) y aquí los londinenses Harlequins del heterodoxo Joe Marler. No tengo empacho en confesar que Bristol, Exeter, Sale y los campeones nos brindaron una buena parte del mejor rugby del año en la fase final de esa liga.

En el sur, eso que llaman los inventores de esta práctica Down Under, el espectáculo de las franquicias segregadas vio a Crusaders ganar la de la isla de la Nube Blanca y a Queensland en la isla continente vecina. En la contienda que obliga a cruzar el mar de Tasmania los azules de Auckland fueron los mejores. Pero, háganme caso, lo preferible de esas latitudes no halla refugio en esas competiciones, sino que se presenta con las siglas de NPC, inamovibles, sea cual sea el patrocinador, contingente a los efectos deportivos y de diversión. No lo duden, vayan al campeonato provincial neozelandés y disfrútenlo en 2022 si no lo hicieron este ejercicio que se cierra. Ambas divisiones ofrecen diversión y juego sin las ataduras y rigideces que se padecen en demasiadas ocasiones en otras competiciones de mayor empaque. Ganaron Waikato (Premiership) y Taranaki (Championship).

Lo mejor del Hemisferio Sur se presenta con la siglas de NPC. No lo duden, vayan al campeonato provincial neozelandés y disfrútenlo en 2022 si no lo hicieron este ejercicio que se cierra

La NPC transcurre en paralelo al Rugby Championship que algunos recalcitrantes llamamos impropiamente cuatro-naciones. IV Naciones que nos devolvió, tras el fiasco, porque lo fue, de los British & Irish Lions en Sudáfrica, el sabor del rugby internacional. Ganaron el RC los neozelandeses, que comenzaron con altanera superioridad ante Australia y acabaron doblegados en la última jornada por Sudáfrica. Esos de enlutados y verdes fueron los mejores partidos, aunque los Wallabies del sufrido Hooper prometían mejora. No la vimos en Europa porque  Kobelco, Toyota o Suntory son empresas celosas de sus inversiones. Queda un XV por mencionar, pero el cariño que les tenemos y la mesura nos dejan sólo desear pronta recuperación y mejor horizonte, a los Pumas.

Citábamos antes a los expedicionarios británicos (tómenlo en acepción geográfica, por favor) y no eludiremos la crítica. Concurrieron, y no debían, a una serie de partidos descafeinada. No voy a entrar en las polémicas que promovió el preparador Bokke (preludio de otras tantas) ni en la solidez de los partidos de los miércoles (Sharks o Stormers) ni en el detalle del mejor de la serie (ante Sudáfrica A), ni en el hiperdefensivo y aburrido planteamiento de Gatland, sino en el desolador espectáculo de las gradas huérfanas de público y en la imperioso cumplimiento de unos compromisos que tenían más de comerciales que de deportivos. No pretendamos que las giras de los isleños europeos tengan la importancia, la duración o la dureza de las de décadas pretéritas. No. El mundo del rugby pro es otro. Pero si lo es, suspéndase sin ambages para no desvirtuar lo que fueron, o téngase la honestidad de darles otro calado à la Barbarian.

Me consta que el Inglaterra o País de Gales esta opinión será calificada de anatema. Pero mantengo que no es lo mismo; que 1971 o 1974 no merecen el ocaso, ayuno de fanfarrias wagnerianas, que representa 2021. La serie fue para los de Erasmus y será recordada, aventuro, por las salidas de tono de este y por sus elaboraciones telemáticas para presionar a los árbitros, lo que nos disgusta.

El escocés Watson pugna con el sudafricano Franke Horn en el choque frente a Gauteng Lions.

Y luego el champaña otoñal y sus chispas: las derrotas consecutivas del favorito, del mejor, del dueño del cuadrilátero rectangular durante tanto tiempo. Esas que emocionan, conmueven y enardecen a los aburridos.

Vinieron, como solían –laus Deo– los del sur a Cardiff, a Dublín, a Edimburgo, a Londres y a París. Y cayeron en todas esas capitales. Los Wallabies frente a los galeses, con fortuna, y sin objeción ante los escoceses. Los Springboks en Londres, por poco, tras semanas de agitación y excitación promovidas desde la sombra por la mercadotecnia que estimula Eddie Jones y su poderoso empleador. Y, por fin, los todopoderosos neozelandeses en Dublín y en París. En tiempos menos descreídos hubieran tañido las campanas de Notre Dame, aun con los andamiajes que luce estos meses, o de Westminster y, por descontado, las dublinesas de Saint Patrick y Christchurch.

No parecía verosímil que los irlandeses fueran capaces de mantener el vertiginoso ritmo de los primeros 40 minutos. Las marcas sencillas de los All Blacks auguraban un final conforme a los usos y costumbres. Pero la tropa de Andy Farrell mantuvo ritmo e intensidad. Se excedieron, cabe decir. Rebasaron el cuentarrevoluciones. De otro modo los zarpazos negros hubieran llevado a otra conclusión. Al final ganaron con holgura, a costa de un esfuerzo apoteósico (29-20). Homérico, parafraseando a Mycheleen Owe Flynn en la imaginada Innisfree de Ford.

No parecía verosímil que los irlandeses fueran capaces de mantener el vertiginoso ritmo de los primeros 40 minutos. Pero la tropa de Andy Farrell mantuvo ritmo e intensidad. Se excedieron, cabe decir. Rebasaron el cuentarrevoluciones

Apenas una semana después, París. Nuevo calvario entre Mundiales, que aventuro prefieren así los antípodas, pues el otro ya lo conocen -Australia, 1991, la misma Francia, 1999 y 2007- y es dolorosísimo. Tentando la suerte, que es rencorosa, vistieron de gris, como el día de Cardiff en que un adelantado expulsó del cursus honorum de la Copa del Mundo de 2007 a So’oialo, Hayman y Rokocoko. Aquel día la derrota fue corta (18-20). No en el Stade de France (40-25). En unos años acaso podamos decir que cerca de Saint Denis principió el mito de Dupont y Ntamack. Quizás.

Poco antes, en el campo de las coles de Richmond upon Thames, los pupilos de un tipo nacido en Tasmania se habían desquitado de la final de 2019. Es una presunción, porque el discurso mental de Eddie Jones es poliédrico y bien capaz de azuzar el tono de los tabloides mientras descarta a jugadores tenidos por intocables y se empeña en un experimento cuyo resultado solo le preocupa en función de 2023. Por lo demás el 27-26 fue revelador de poco, más allá de la titánica lucha entre colosos y detalles puntuales demostrativos del estudio exhaustivo que Jones y Erasmus-Nienaber realizaron sobre sus rivales.

Sobre todo ello pende, sin embargo, una reflexión preliminar. La del retorno a lo lúdico propio de sociedades desarrolladas que una ínfima entidad biológica fue capaz de perturbar. Este año, sin público durante buena parte de su transcurso, he comparecido, acreditado, en campos vedados a la afición. Rugby demediado, recordatorio de lo accesorio de lo nuestro, y del complejo equilibrio que nos hace disfrutar de la vida muelle de sociedad acomodada. Más tarde acudí a otros campos españoles, de gradas semipobladas,  y también a un viejo templo remozado varias veces, pleno ya de los cánticos de gentes de Gwent, Glamorgan o Camarthen. Destello de esperanza porque lo habitual parecía retornar. Sabemos, fatalmente, que la rueda de la Fortuna gira y los que hemos leído los Carmina Cantabrigensia solo esperamos acertar con la velocidad de su movimiento porque todo lo que es, ha sido. Hoy mucho más deprisa. Quod erat demostrandum.