Cada año, en estas fechas, se cierne sobre seis naciones, para merecerlo o dilapidarlo, un Grand Slam. Hubo un tiempo, ya no, en que otras tres que fueron Dominios de una reina de sangre alemana que pasaba por reencarnación física del Pompa y Circunstancia, también podían ganarlo. Yo vi a los australianos conseguirlo en 1984. Antes lo habían logrado en cuatro ocasiones los Springboks; y los All Blacks apenas en 1978. Los All Blacks de Graham Mourie. El primero de los suyos. Cuando aquella gesta tenía valor. Hasta 2005, ya en plena era profesional, la hazaña, que lo fue aun tratándose de los neozelandeses, no se iba a repetir.

Que los Springboks aventajaran a los All Blacks en ese negociado (1912, 1931, 1951 y 1960) pesaba mucho a los directivos de blazer con hoja de helecho plateada. Reverberaba, además, el eco ronco que había dejado la séptima gira por el hemisferio boreal, la del díscolo pilier Murdoch expulsado y desaparecido, la de las cuantiosas facturas para reponer mobiliario en los hoteles y la de la derrota en Cardiff frente al combinado Barbarian, en eso que se dio en llamar hasta no hace tanto “el mejor partido de la historia”. Me consta que Bryan John Williams lo niega, y mi fuente es fidedigna, sobre todo si se menciona cierta patada.

En las islas antípodas sabían desde tiempos de George Nepia que eso de la reputación es un intangible precioso. Que hace marca y que reporta dividendos, materiales y de los otros, que al final revierten en la cuenta de resultados. Y que los excedentes de esa cuenta, bien invertidos, mejoran el deporte y sus alrededores. Que lo sea el negocio espectáculo, en ese bucle que se retroalimenta y que ha dado en el rugby de consumo que hoy conocemos, fue, por cierto, inevitable.

La expedición de 1978, la octava que enviaban los neozelandeses a las Islas Británicas, debía ser reparadora. Para esa mancillada reputación y para el orgullo All Black. Aunque el resultado se celebra todavía entre los turistas que sobreviven y en los club-houses de las dos islas neozelandesas, hay dudas sobre ese éxito. Los All Blacks ganaron su primer Grand Slam, sí. Tampoco vandalizaron el mobiliario de sus hospederos. Pero no ganaron los 18 partidos programados ni jugaron, desde el 31 de octubre de 1978, el juego que Jackie Glesson, Russ Thomas y Graham Mourie, los responsables de la selección, de la expedición y el capitán, se habían propuesto desarrollar durante los dos meses que duró la aventura.

“Hacer amigos y jugar abierto”, vendría a ser, en traducción libre, lo que pretendían. No creo que los hicieran. No en País de Gales. Tampoco jugaron abierto, porque un puñado de irlandeses les quitaron las ganas de hacerlo. La historia es conocida, pero merece la pena volver sobre ella, porque los mitos tienen un lado gris que conviene saber.

Russ Thomas y Graham Mourie, con Jack Glesson detrás, , en la gira de 1978.

La partida All Black aterrizó en Heathrow, a principios de un otoño que anticipaba cambios de otro cariz en un país asolado por una de esas crisis cíclicas que a las potencias que aún se creen imperiales les duelen más que a otras. Sentaron sus reales en Londres, en el Park Lane Hotel, pues los primeros cuatro partidos (Cambridge, West Wales XV, Cardiff y London Counties) se jugaban relativamente cerca: el campo de Grange Road, en el caso de los albicelestes; el de St. Helens, propiedad de los blancos de Swansea, para el enfrentamiento frente al XV regional galés; el National Stadium contiguo al campo propio para el caso de los biazulados de la capital galesa; y Twickenham para los condados londinenses.

Los cuatro los resolvieron sin mayores dificultades para los visitantes. Incluso frente al club de Carwyn James, el pensador, el poeta, el precursor del rugby más allá del rugby, obtuvieron victoria sencilla, sin complicaciones, pues las ideas de James ya se las habían apropiado y mejorado los All Blacks en su infausto 1971, en cuanto finalizó la gira durante la que los Lions les derrotaron por vez primera. Un 17 a 7, ante 40.000 espectadores, resultaba concluyente. Pero más lo fue el juego propuesto, total, expansivo, alegre, para que el veterano Williams y el nobel Wilson deslumbraran con su internadas entre los centros, desde sus posiciones respectivas en los extremos abierto y cerrado, bien para llevarse el balón, bien como señuelos,  sólo por rara intuición de la defensa como arietes. De Stu Wilson, además, se predicaron toda clase de loas. Semidesconocido en el norte hasta entonces, sus cambios de ritmo y aparente ubicuidad sorprendieron a los poco avisados. El veterano Williams hacía lo mismo conforme al plan de Glesson, pero sin recibir atención porque la novedad distrae de lo esencial, y con más eficacia, porque creaba los espacios que su par aprovechaba.

Entre alabanzas, buenas palabras, amistad y espectáculo se movían los turistas. No sabían, no podían saberlo porque tampoco les importaba demasiado, que durante esos últimos días en que ellos se acomodaban cerca de Londres, una partida de 31 irlandeses campaba por allí, preparando, a las órdenes de una leyenda de su rugby, el sesudo Tom Kiernan, el quinto partido de la gira. Sin mucho éxito, porque las casi cuatro mil libras irlandesas invertidas en ese viaje, excepcional para la provincia de Munster, reportaron sendas derrotas, amplias, contra un XV de exiliados irlandeses (casi todos London Irish) y el condado de Middlesex, y mucho enfado entre los administradores de la provincia. Malos augurios para los irlandeses ante el partido del último día de octubre, quinto de la triunfal gira All Black.

Tom Kiernan.

Alguien sacó sus conclusiones. El promotor de la mínima visita irlandesa a Londres tenía un plan. Kiernan, capitán que fuera de la selección hibernia y destacado integrante de los Lions de 1968, era, es, un tipo astuto. Su juego lo fue. Y concienzudo. Lanzaba un mensaje tramposo a los neozelandeses: “Somos luchadores, pero no debéis preocuparos. Middlesex nos apabulla y vosotros lo hacéis con todos los condados londinenses. Somos duros y batalladores, pero en las raras ocasiones en que un combinado nacional nos visita, caemos, por poco, pero caemos. El 3 a 3 de 1973 fue anecdótico y producto de una gira maldita, la séptima vuestra”.

Seis semanas de entrenamiento casi militar, cada miércoles, en un arrabal de Fermoy, a 60 millas de Limerick y a 30 de Cork, debían llevar a los de las tres coronas a un nivel físico que les permitiera soportar no tanto a los All Blacks como el plan de juego de su entrenador. Kiernan, 54 caps con Irlanda, cinco con los Lions y capitán de aquella gira de 1968, contable, es un tipo meticuloso y sosegado. Practicó su rugby en Cork Constitution, en el tiempo del rugby de clubes, y con los años llevaría a Irlanda a la Triple Corona de 1982. A Kiernan le habían suplicado los administradores de Munster que se hiciera cargo de la selección provincial y él había aceptado para romper con una fatal tradición. La que les señalaba como duros y perdedores. Estudió cada minuto de juego de los cuatro partidos previos de los All Blacks. Buscó acomodo para los suyos frente a uno de los pocos reproductores de video que había en Limerick en 1978, para que se empaparan del juego rival, después de que una cinta viajara expresamente desde Londres en avión. Les mostró las debilidades de los hombres de Graham Mourie, les enseñó como defender el vendaval atacante de alas y terceras rivales. Les hizo creer en sus posibilidades, porque les dijo que vestir de negro no daba ventaja sobre el bermellón. Sabía que la somera derrota de 1954 (6 a 3) y el empate de 1973, anticipaban que, con método y constancia, había una posibilidad de éxito. Si los galeses en Swansea en 1935, en Cardiff en 1953, en Newport en 1963 y los de Llanelli en 1972 habían sido capaces de arruinar cada uno de los viajes de los de negro, ellos podían, por más que nunca un XV irlandés les hubiera derrotado.

Kiernan estudió cada minuto de los cuatro partidos previos de los All Blacks: buscó uno de los pocos reproductores de vídeo que había en Limerick en 1978 para que sus jugadores se empaparan del juego rival y les dijo que vestir de negro no daba ventaja

Kiernan sacó lo mejor de los suyos, no en vano un economista conoce la definición de su ciencia y la esencial relación de la misma con los recursos escasos.  Por eso confió en su XV, un grupo heterodoxo, seis de Limerick, cuatro de Cork, cuatro dublineses y un tipo de London Irish, Les White, medio inglés, que al decir de Moss Keane, “nadie sabía de donde venía”. El plan de Kiernan pasaba porque creyeran en sí mismos. Potenció sus habilidades, mejoró sus capacidades y les convenció. El fenomenal placaje del diminuto Dennison a la estrella de la gira, Stu Wilson, recién comenzado el choque, frustró un movimiento ensayado y de éxito en partidos precedentes y fue una declaración de intenciones. Que se repitiera con igual contundencia dos minutos más tarde lo demostró, a la vez que enardecía a los suyos, que sostuvieron la elevada apuesta.

Algún corresponsal neozelandés habló de “desprecio absoluto por las extremidades o ¡la vida! de sus rivales”. Parece que los provinciales no concedieron a los All Blacks esa ventaja inicial que la haka les reporta y eso dolió a los visitantes. La labor hercúlea de los de Munster la remachó la bota del apertura Ward, el dublinés cuya pierna fue tan valorada como la marca del caldo negro y espeso que tanto enorgullece a los irlandeses. Ward anotó sendos drops e impulsó el balón por una diagonal desde los 10 metros propios para que su ala abierto, Bowen, capturara el cuero, dejara atrás a Wilson, contrapié mediante, y lo sirviera al flanker Chris Cantillon para la única y celebrada marca del partido.

Pudieron haber ganado, con los números en la mano. Dispusieron de más y mejores balones, pero no pudieron. Oliver, el feroz Knight, el duro Haden y el sagaz Mourie perdieron una batalla de pura fuerza, de prístina voluntad contra Gerry McLoughlin, Moss Keane (please, don’t throw to me again), Brendan Foley o Donald Spring. A Glesson, un tipo serio y ponderado, se le acusó luego de menospreciar al rival provincial. Habló de kamikaze tackles y de antijuego, de arruinar su novedoso rugby total, de mancillar el espíritu del juego. Buscó excusas, no para la derrota, sino para tomar decisiones.

Después nada fue igual. “Mirad el resultado, ya da igual el juego”, fue la consigna. Y aguantar y sufrir, porque los demás los supieron vulnerables. El domingo siguiente al miércoles de Thomond Park, sin ir más lejos. En Lansdowne Road, esta vez frente a las cuatro provincias unidas bajo el trébol y con Ward, Moloney, Keane y Whelan, de Munster, de nuevo frente a los turistas. Empate a tres en el descanso y muchos errores negros entonaban a los 51.000 espectadores tanto como el consumo de espirituosos. Pero no. Ward no pudo. O Mourie sí, con Seear y Rutledge, la tercera al completo, negándole el espacio para ejecutar y, sobre todo, para pensar. Haden y Oliver, en el lateral, se hacían con sus balones y los de Keane, extenuado aún, y Willie Duggan, así que la paridad en la melé y la feroz defensa verde no impedían que la demasía de balones negros acabara donde era previsible: 10 a 6 al final del tiempo reglado, tras un ensayo de Andy Dalton sobre el minuto final para deshacer el 6-6 con que parecía iba a terminar la batalla. Agónica, pero suficiente victoria para lavar heridas. De momento.

Después de la derrota en Munster nada fue igual para Nueva Zelanda en la gira: «Mirad el resultado, ya da igual el juego», fue la consigna. Todavía les aguardaba el mayor escollo: la visita a Gales, el seleccionado más temido para los turistas

Con un partido en Belfast como trámite (23 a 3, Mike Gibson y el apoyo de un jovencísimo Willie Anderson contra la marea desbocada), la visita a Cardiff del 11 de noviembre suponía, creían, el mayor escollo antes del final de la gira. Si bien los galeses no ganaban a los turistas desde 1905, eran el seleccionado más temido para los visitantes. Con razón: un País de Gales v Nueva Zelanda no es un partido cualquiera, al menos en punto a los decibelios que alcanzan a medirse en Cardiff, o a los metros cúbicos de lágrimas de emoción que bien servirían, si no llovieran tanto por allí, para baldear aquella recoleta capital.

Roger Quittenton, un inglés, ya veterano en el oficio de dirimir disputas e interpretar normas, dirigió el partido. Los negros alternaban abscisas y ordenadas en su juego, según conviniera; y los rojos optaron por incidir en el profundo, juego cerrado, bronco, duro, para demostrar a Bush, Haden y Dalton que allí no mandaban. Doce puntos de golpe de castigo, por diez infracciones de los delanteros neozelandeses, hablan de éxito de la táctica local. Una marca del alabado Stu Wilson y un golpe pasado por el suplente Brian McKechnie para un 12 a 7 en el medio tiempo, de recuperación All Black.

Una conversión más de McKechnie durante la segunda mitad dejó el marcador 12 a 10 y expectante, aunque confiada, a la concurrencia, pues el control del espacio y del balón era galés. Bastaba con mantenerlo, atenerse al plan y dejar correr el segundero. Ignoraba JPR que sus tres cuartos se decidieron por las florituras, que los minutos iban a avanzar sin que dieran más frutos sus posesiones y que Mourie contaba con un último cartucho.

Una jugada diseñada por un tal Ian Eliason, en Taranaki, contramedida en detrimento del colosal y respetado Colin Meads, fue el antecedente. Hay quien niega que tuviera algo que ver con lo de Cardiff, Quittenton entre ellos. Acaso las imágenes, fatigadas las retinas de tanto repetirlas, le den la razón. Pocos galeses asentirán. No, desde luego, Barry John, brazos levantados, aspavientos y congestión en el rostro, en la grada desde 1972. Ni Steve Fenwick o Graham Price, en el en el fragor de la batalla. Declararán, 45 años después, que hubo premeditación.

Próximo el final del partido, lateral en campo galés que no se repetía desde hacía muchos minutos, merced a una patada de Mckechnie.  Bobby Windsor lanza corta a Geoff Wheel, bombeada y pasada, como suele. Mourie lo intuye y supone que Haden y Oliver, ambos segundas, se habían de colocar junto a Wheel, para presionar. No les dio tiempo. Cada cual quedó en su posición y las señales entre ellos le revelan lo que va a suceder. Cuando el inglés señala golpe se desata la tormenta. Los cánticos del orfeón galés se tornan ensordecedora cacofonía de protestas. Pero la pasión les engaña. Parece que los segundas All Blacks ejecutan el artificio que indignara a Pinetree Meads en la competición provincial de nuestras antípodas. Seguramente es así, Haden lo confesó en ocasiones, lo desmintió luego y siempre bromeó sobre ello, con sarcasmo ilustrativo.

Lo habían entrenado los All Blacks, hubo premeditación, asegura todavía JPR, y Mourie quizás conceda, porque mantuvo que es algo que recordaron, no que entrenaran. El cirujano de las medias caídas no se retracta y dice que sabe de buena fuente que fue jugada ensayada, que practicaron en Porthcawl, días antes, donde se concentraron para ultimar su preparación para ese partido. Mourie confiesa que lo habían recordado, por si todo lo demás fallaba. Pero Haden y Oliver hablaron con Mourie antes de ese lateral. El capitán reitera que se trataba de presionar a Wheel. Desde el final del alineamiento contempla la secuencia. Quittenton había ordenado repetir el saque previo y Haden y Oliver permanecen en su puesto, antes de salir despedidos de su posición, de consuno, tras el lanzamiento de Bobby Windsor.

Mourie observó el brazo de Quittenton proyectarse en ángulo recto, otorgando el golpe de castigo a favor de su XV. Quittenton, así parece confirmarlo el metraje del partido, solo pudo ver el antebrazo de Wheel sobre el hombro del compañero de Haden, Frank Oliver. El ref infirió carga y apoyo ilegal y concedió, correctamente, el castigo. JPR, lejos de la acción, incrédulo, dice no haber podido ver en directo lo que sucedió, pero que el video evidencia -coincido-  una trampa, intrascendente, que ejecutan Oliver y Haden, este con más talento para la comedia. McKechnie pasó el golpe y los All Blacks ganaron 12 a 13.

Por segunda vez salvados por el imaginario sonido de esa muda sirena que no se estila en nuestro hemisferio. Contuvieron al mejor Gales del siglo XX, a pesar de sus pocas posesiones. Salvaron la jornada y acaso la gira, porque ingleses y escoceses no parecían, ni por asomo, rival competente. Los demás partidos, los de los miércoles, tampoco debían ser escollo, a pesar de que el club de JPR, Bridgend, esperaba un mes después, antes de concluir con los Barbarians, de nuevo en Cardiff.

Así fue, South & South West Counties, Midlands y Combined Services se sustanciaron como trámite antes de visitar en Twickenham a la doliente Inglaterra, la que se preparaba para el destello de 1980.

Bill Beaumont, les sonará el nombre, ya capitaneaba a los ingleses. El inglés era un XV en proceso de construcción, tras una década ominosa. El segunda línea de Fylde era, a los ojos de los directivos del Head Quarters, el jugador adecuado para dirigir la transición. Alguna pincelada iba ya dejando, es verdad, en esa peregrinación hacia la epifanía de 1980. El 25 de noviembre de 1978, vencidos por un 6 a 16, no dejó mala impresión entre los entendidos. Un resultado definido por marcas de dos delanteros, Oliver en juego abierto y Johnstone tras rebote en lateral inglés, y patadas de McKechnie. Un golpe y un drop pasados por Dusty Hare, el zaguero de Leicester, parecieron poco para el desempeño inglés. Sin agobios, por esta vez, por contraste con Munster, Irlanda o Gales, ya vividos, o los por llegar partidos frente a North of England, también capitaneado por Beaumont y al mando de un puñado de delanteros más duros que los del XV absoluto (6 a 9), o el partido en Murrayfield, donde Escocia -de blanco inmaculado con su añorada segunda equipación- cayó por 9 a 18, a pesar de una pronta ventaja (marca de Hay y transformación de Irvine y drop de McGeechan, oficiando de apertura). Los All Blacks, mucho trabajo de zapa y mina, se rehicieron con dos marcas, una de push-over de Seear y otra de Robertson y las patadas de McKechnie. Partido decidido en la penumbra vespertina de un noviembre edimburgués, sin luz artificial en el viejo estadio descubierto.

El partido en el Brewery Field frente a Bridgend quedó marcado por las indelebles imágenes de JPR sangrando por un corte en la mejilla -provocado por los tacos del primera línea Ashworth- que le suturó su padre, también cirujano

Días antes North of Scotland y Mommouthshire habían sido simples trámites de los miércoles, muy al contrario que el partido que, de nuevo en País de Gales y para conmemorar el centenario de Bridgend, habría de jugarse en el Brewery Field. El 6 a 17 que indicaba el marcador al finalizar fue menos significativo que las indelebles imágenes de JPR sangrando profusamente por un corte en su mejilla que su señor padre, también cirujano, suturó con presteza para que el hijo retornara a buscar vindicación que no encontró. Ashworth, el primera línea culpable, hoy viticultor y entonces ganadero y jugador de Canterbury, evitó nuevo contacto con el zaguero galés. La señal de los tacos de su bota en el rostro del rival agotó los tratos entre ambos hasta que veinte años después le remitió unas botellas de su mejor vino, un reserva de Pinot Noir, al parecer. Todo, en cualquier caso, contra las declaraciones de la primera rueda de prensa de Russ Thomas, olvidada ya la pretensión de la diplomacia y pendientes, más bien, de la racha de victorias. El fantasma de la séptima gira no se acababa de disipar.

De eso era consciente Mourie. La visita a Cardiff, después de haber ganado allí al club local, al XV nacional y con todo un despliegue de excesos al club del idolatrado JPR, debía servir para reconciliar a los All Blacks con el pequeño país de San David. Una ocurrencia festiva, para un partido sin rigideces, como eran los de los rayados Baa Baas. Una haka frustrada por un avant tras jugada preparada que pretendían realizar a la señal del capitán y durante el transcurso del partido. Ocurrencia que dejó atónitos a los espectadores de Arms Park, que dudaron del sano juicio de los cinco o seis  jugadores que dieron comienzo a los gestos de la danza tribal. Mourie lo acabaría explicando tras el partido, como anécdota de un enfrentamiento menos amable que de costumbre, porque el concierto de jugadores de las Home Unions tenían cuentas que saldar y porque Jean-Pierre Rives y Jean-Claude Skrela no solían comparecer para hacer amigos hasta el tercer tiempo. Ganaron los All Blacks, en minuto de descuento, merced a drop del apertura Dunn (el presunto culpable de la derrota en Munster) para el 18 a 16 final.

No jugaron como pretendían, sino como pudieron, y amigos en País de Gales, al menos, no hicieron, aunque en 1980, sin dejar de recordarles aquel lateral, se lo hubieran perdonado. La gira se consideró, resultados mediante, un éxito para los All Blacks y les dio su primer Grand Slam. Los habitantes de la isla del fundador no volverían a ver uno así hasta la visita de Australia en 1984. Pero esa es otra historia.