Namibia ha sido, hace muy pocos días, el último equipo en mostrar de forma oficial la camiseta que lucirá en la Copa del Mundo que da comienzo este viernes. Con la revelación del azul welwitschia, queda por fin completo el catálogo de colores y diseños de los uniformes que identificarán a los 20 equipos en el torneo.

Todos se visten para la gloria que supone jugar un Mundial de rugby, aunque solo uno de entre todos alcanzará la inmortalidad del triunfo final. Las camisetas componen uno de los elementos fetiche de este deporte. Para los jugadores encarnan el sentido de pertenencia a un grupo elegido: basta ver el ritual de entrega antes de los partidos y el significado que se le otorga a ese acto, que pasa de rutina a rito iniciático. Quien gana el honor de llevarla se convierte en un elegido, en la máxima expresión del término.

Si nos cruzamos por la calle con alguien que viste elástica de rugby, queremos saludarlo como se saludan los dueños de los perros solo por ser eso… dueños de perros. Una curiosa hermandad que todos reconocemos

Para el resto, los que no jugamos o ya no jugamos, una camiseta supone una forma casi tribal de identificación: si nos cruzamos por la calle con alguien que viste elástica de rugby, queremos saludarlo como se saludan los dueños de los perros solo por ser eso… dueños de perros que se van a auscultar analmente entre sí. La verdad, lo del rugby es casi tan primario como eso. Una curiosa hermandad que todos reconocemos. Si el tipo en cuestión lleva además una de aquellas antiguas, de los días del algodón, hay que pararse a saludar y pedirle la filiación. «¿Usted dónde jugó?». Es así.

Ocurre de esa forma porque se adivina en el desconocido el reflejo de vivencias comunes. En el rugby hay un momento incomparable que tiene lugar en el vestuario, justo antes de que comience la acción. Y si decimos acción es porque decir jugar sería no decirlo todo: eso no es jugar, es algo más. Lo comprendes por el espeso silencio en que se viste un equipo. Por el ritual de vendas, linimento, cremas calentadoras, masajes, cinta para sujetar las torsiones articulares, esparadrapo, fundas en los dientes, vaselina en el rostro, balones golpeados contra los hombros, cuellos en violentas rotaciones, miradas obtusas, tensión en las voces, rostros contra el espejo descifrando letanías de embrutecimiento.

Lo sabes cuando, por fin, la camiseta baja sobre el cuerpo. Una vez que la camiseta está sobre el cuerpo, ya no hay nada más. Nada que pensar, nada que decir, nada que temer. Sólo una coraza que aprisiona el esqueleto, haciéndolo duro, intocable, resistente, poderoso. Entonces es cuando deseas ser piedra.

Cuando un jugador de rugby se mete en su camiseta antes de jugar, está vistiéndose con una armadura emocional: es el momento de la transformación. El umbral hacia esa otra realidad paralela en la que se juega el partido: un lugar (¿es un lugar o es otra dimensión solo accesible a unos pocos privilegiados?), donde el dolor se convierte en una posibilidad tan cierta como la felicidad; un paso ineludible de esfuerzo y competición que marca el único camino posible hacia la victoria. El momento de ponerse por fin la camiseta es ese instante en que, en el vestuario, el hombre completa la dichosa transición al estado febril, de mediana inconsciencia entusiasmada, con el que habrá de salir al campo y enfrentarse a los otros 15. El equilibrio preciso entre la inflamación emocional y el control de lo racional. Golpear y pensar. Placar y pensar. Encajar y pensar. Empujar y pensar.

Al margen de su significado para un jugador, también para los aficionados las camisetas comunican un interminable diálogo de reminiscencias que tienen que ver con lo vivido. La experiencia propia del rugby, no importa a qué nivel. La enfermedad de Ellis. Las camisetas son banderas diversas de un país común, al que todos pertenecemos con un inevitable gesto de orgullo.

Las camisetas componen uno de los elementos fetiche de este deporte: para los jugadores tienen el significado mágico de una armadura; para los aficionados, cualquier camiseta es la bandera diversa que identifica a un país llamado rugby: un inconfundible elemento de identificación tribal

Hay pocos elementos que encarnen de una forma tan precisa la evolución del juego como las camisetas. Durante décadas, hoy añoradas por muchos, un polo de rugby constituía un elemento que identificaba la singularidad de un deporte encapsulado en el tiempo. No eran indumentaria deportiva. Había en ellas una esencial elegancia que distinguía la finura de lo secular, lo perdurable. Tanto así que llegaron a convertirse en elemento del sportwear urbano y nacieron marcas y diseños que imitaban el gentil patrón del polo de juego.

Rendidos en la era profesional el pesado algodón y por supuesto el altivo cuello (un cuello levantado podía revelar a un pretendido dandy tanto como a un delantero psicópata), los veteranos conspicuos se vieron forzados a observar con una ceja enarcada la dictadura del corte entallado y la licra. Que deja, como dirían los anglosajones muy poco a la imaginación. Las camisetas de rugby de hoy, objeto como siempre de adquisición compulsiva y colección interminable, generan encendidos debates, opiniones encontradas y nostalgias recalcitrantes que prometen la revolución, la escisión y el regreso a los orígenes: aquella arcadia en que los rucks eran al mismo tiempo una piscina de barro, una carnicería de hombres y un universo en el que gobernaba el derecho natural, supervisado por un árbitro condescendiente.

Podríamos hablar de las camisetas de rugby y no terminar nunca. En esta galería te presentamos todos los colores que vestirán el ya inminente Mundial de Japón 2019.