La nueva Sudáfrica siempre habrá de ser la vieja Sudáfrica. Este ciclo mundialista, tan azaroso y controvertido para ellos, lo demuestra de principio a fin. Y la rotunda victoria en la final de Japón ante Inglaterra (12-32) lo ratificó punto por punto. En Yokohama, los Springboks pusieron en marcha su aplanadora para completar un lento ejercicio de demolición de los ingleses en todos los órdenes del juego. No cupieron dudas en ningún momento aunque el marcador, como era de prever, caminó lento todo el partido. Hasta que los dos alas sudafricanos, Mapimpi primero y Kolbe después, desanudaron la final con sus dos ensayos.

Inglaterra sufrió para mantenerse dentro del choque, en un interminable cambio de golpes que auguraba un destino fatal. Casi nada le funcionó. Casi nada permitieron los Bokke que les funcionara.

Al minuto, Handre Pollard había errado el pateo correspondiente a un golpe inglés. A los ocho capitalizó el segundo, frente a los palos. Antes ocurrió algo aún mucho más preocupante para Inglaterra: Sinckler se golpeaba en un doble placaje a Mapimpi con Itoje y tenía que salir del campo. Malos augurios para la Rosa. La secuencia subrayaba la previsión de que Sudáfrica trataría de construir el partido forzando con su poderío las indisciplinas inglesas. Y de que el choque bien podría convertirse en un parte de accidentes, dada la dureza anticipada en el duelo entre dos equipos hercúleos como estos.

Salió Dan Cole para ocupar el 3. En la Inglaterra de hoy, jugar con Cole no se parece en nada a jugar con Sinckler, cuyo dinamismo en el abierto complementa de manera muy precisa su fiabilidad en la melé. Sinckler es un eslabón del plan de Eddie Jones mucho más importante de lo que parece. Los niveles de actividad de Cole son incomparables. Inglaterra iba a necesitar el auxilio de Mako Vunipola en el abierto… Pero bastante tuvieron los dos ese rato con sostenerse en pie contra Malherbe y Mtawarira. La hormigonera verde los sacaba de cada encuentro hechos filfa.

Kolisi recibe su medalla de campeón del mundo.

La retirada de Sinckler a los dos minutos de partido desarmó a Inglaterra en muchos aspectos: el pilar de los Harlequins ha sido en estos últimos tiempos la clave de bóveda de la melé inglesa en el sentido más amplio del término: en las fases estáticas, en las que Inglaterra sufrió lo indecible en la final, y mucho más en la construcción de su juego abierto

En esos momentos no solo la melé, todo el partido era de Sudáfrica. Etzebeh gobernaba arriba, Kolisi y Vermeulen interrumpían abajo. Y, en el mientras tanto, el equipo de Erasmus seguía atacando y amenazaba con Mapimpi y Kolbe, más las exuberantes acometidas de De Allende en el carril central. Pero los Boks cuecen los partidos a fuego lento, sin excesos escenográficos ni frivolidades. Y eso siempre da tiempo a un equipo que golpea con la pelota como Inglaterra. En la primera salida estructurada de su territorio, los ingleses obligaron a Sudáfrica a la emergencia defensiva y el golpe de castigo con el que se cerró esa incursión lo sumó Farrell al marcador.

Antes del pateo del 10 inglés, De Jager y Mbonambi fueron también reemplazados. Mostert y Marx entraron en el cuadro de la batalla. Más madera, es la guerra. Cada escaramuza aportaba sus víctimas. En este tipo de partidos todos los reemplazos se antojan pocos: los técnicos necesitarían convocatorias de cien hombres. Y un ejército de doctores.

Durante todo el arranque, el partido se movió de golpe en golpe. En todos los sentidos del término. Sería así casi todo el tiempo. El primer tramo grandioso de la final ocurrió sobre la media hora, cuando Inglaterra desató toda su furia ofensiva en más de 25 fases de juego y Sudáfrica defendió la muralla de su línea de cinco como si al final de ese episodio se fuera a acabar el mundo. Cada placaje, cada colisión, cada disputa, recordaba el adagio en el cerebro de los jugadores: tu cuerpo ya no es tuyo, tu cuerpo le pertenece a tu país.

Durante casi todo el tiempo, el partido se movió de golpe en golpe… dicho en todos los sentidos. Inglaterra se mantuvo como pudo en ese penduleo amenazante, siendo inferior en todos los órdenes del juego. Sudáfrica dominó el encuentro de cabo a rabo

Todo lo que obtuvo Inglaterra de esa suerte de ofensiva del Tet que largó sobre la 22 sudafricana fue un golpe de castigo que hizo otro empate (6-6). Un minuto después, Pollard volvía a sumar el tercer penalty para los Boks, una patada a medio camino del fin del mundo, más o menos. Y justo antes del descanso, en otra melé dominante de Sudáfrica, el cuarto. Mako y Cole habían quedado totalmente expuestos.

Nada más empezar el segundo tiempo, Erasmus retiró a Mtawarira y Malherbe para que entrasen Kitsoff y Koch. ¿Cabe una declaración de intenciones más evidente? En la primera melé con ellos en el campo, otra vuelta de tuerca. Otro golpe. Otro pateo monumental de Pollard desde casi el centro del campo. Tres más para Sudáfrica. Jones metió a Marler y Kruis. Necesitaba más carbón. Necesitaba que su melé dejara de ser fosfatina en las manos del cíclope verde. A los 50 minutos, los ingleses le pusieron por fin patines a una formación y, mientras Farrell pasaba el golpe consiguiente, en Yokohama sonó un Swing low, sweet chariot que era un puro desideratum imperial.

Pollard, en un golpe ladeado sobre la línea de 40 inglesa.

Inglaterra había intentado alargar sus posesiones de la pelota. La pelota es la palanca para todo lo demás en el juego inglés: el territorio, la posesión, la dinámica del juego, las rupturas. El equipo de Eddie Jones intentaba recuperar el hilo que habían largado frente a los All Blacks. Ahí quedaban a la vista las diferencias esenciales entre estos dos equipos. Sudáfrica no necesita el balón porque su fuerza es bruta, lo tenga o no. Inglaterra, para ejercer la potencia física de su rugby, precisa de la pelota. Sin ella, le crece la impotencia.

Esto lo subraya un recordatorio: hasta llegar a Japón, Sudáfrica había sido dos veces campeona del mundo sin anotar un ensayo en ninguna de las dos finales.

La tentativa inglesa venía completada por el juego táctico de Ben Youngs, horrible en casi todos sus pases en la primera mitad, dedicado después a recomponer el ataque de su equipo poniendo patadas en territorio contrario. Pero con un matiz: Inglaterra quería dejarlas dentro del campo y subir la presión. Su objetivo era evitar las fases de saque lateral, donde Sudáfrica se estaba comportando con precisión irrefutable, y tratar de presionar con subidas rápidas. Llevar el juego al otro lado, obtener golpes. Y así mantenerse, como un boxeador que aguarda su oportunidad, dentro de la distancia que Pollard no dejaba de alargar.

En un cuadrilatero, sería la distancia precisa para un golpe ganador. Aquí, toda distancia inferior a siete puntos: la que permite que un ensayo aislado voltee una final ajustada como esta.

Sudáfrica celebra el ensayo de Mapimpi, que era el tercer título para los Springboks.

A la hora de juego, Inglaterra se sostenía apenas en ese escenario: por cada instante en el que Farrell rebajaba la distancia, poco después Pollard volvía a estirarla. Inglaterra no encontraba el modo de salir de ese péndulo, amenazante como en el cuento de Poe. Pasada la hora de juego, el marcador era 12-18. Y desde ese momento, como es lógico, todos los jugadores supieron que estaban disputando la final no en Yokohama, sino al borde de un precipicio.

Entonces apareció Mapimpi. El ala es un hombre acostumbrado a bailar en el filo de la navaja. Un funambulista de la línea de cal, a menudo tiroteado por los placajes que buscan descarrilar sus carreras. Sudáfrica salió de otra melé dominante y atravesó la línea de ventaja. Su avanzada plataforma le permitió mover la pelota al cerrado y encontrar ahí, en ese espacio mínimo, una leve superioridad que explotaron con un movimiento primoroso: tres pases en apenas cinco metros. Cada uno eliminó a un rival, como debe ser. Fijar y pasar. Uno contra uno más el apoyo. Los principios esenciales del juego.

Mapimpi invadió el espacio y enfrentó la segunda cortina con una patada a seguir cuyo bote cayó entre las manos de Lukhanio Am como si Erasmus, y media Sudáfrica, lo hubieran teledirigido. El gesto técnico en el último pase de Am, sin mirar, fue otra delicia. Mapimpi entró en la marca como un duque. Esencialmente solo. Esencialmente ganador. Esencialmente campeón.

La comprobación del TMO reveló la validez de todos y cada uno de los pases, así como de la patada a seguir. Sudáfrica había sentenciado.

El TMO comprobó la validez de los pases y la patada a seguir que llevaron al ensayo de Mapimpi.

El epílogo trajo el soberbio ensayo final de Cheslin Kolbe, cuando Inglaterra estaba desangrada y sus contactos se evaporaban en la frustración acumulada de una derrota que ya era inevitable. Kolbe pasó como una luz frente a los defensores que le salían a buscar, y que imposiblemente quisieron detenerlo. Los muchachos de Eddie Jones ya no buscaban hombres, perseguían sombras. La forma ominosa que adquiere el dolor cuando uno pierde.

Sudáfrica había coronado a la generación de su capitán negro, Siya Kolisi, cerrando con la gloria absoluta los cuatro años más inciertos que se hayan vivido en muchísimo tiempo en el rugby sudafricano. Este es el equipo que empezó a construir Allister Coetzee sobre la controvertida estela de los Lions de Johan Ackermann… y que acabó con el temprano sacrificio del técnico.

La instauración de Erasmus recuperó las constantes tradicionales de los Springboks a lo largo de toda su historia: todas expuestas en esta final, punto por punto y sin asomo de duda. Un largo proceso de autoreconocimiento de un país cuya identidad social es aún una batalla en marcha, pero que al menos se reencuentra ya sin dudas alrededor del rugby, uno de sus aglutinantes más fiables.

Los jugadores ingleses, reunidos alrededor de Farrell tras perder la final.

Vermeulen, hombre del partido, licuó todo su esfuerzo en lágrimas emocionadas. John Smit, el talonador y capitán del triunfo de 2007, reía a mandíbula batiente al borde del terreno de juego. Como Etzebeh y otros. A Kolbe lo levantaban por el aire como una hormiga atómica en los brazos de los demás.

Y al fondo… Rassie Erasmus. Su aspecto recuerda al CEO de una empresa de inversiones en futuros, pero en realidad Erasmus conduce una apisonadora. Y sonreía ganador. Era la misma sonrisa tranquila y asegurada que había exhibido justo antes del partido, en la entrevista de ITV, cuando le dijeron que para ganar a Inglaterra tendría que aplicar un plan más amplio del que había necesitado en el triunfo sobre Gales. Rassie sonrió y con toda amabilidad, como si explicara algo obvio, admitió: «Lo tenemos. Seguro que lo tenemos. Pero tendréis que esperar a verlo en el campo».

Lo tenían. Sí que lo tenían. Y el mundo entero lo vio. El desafío lanzado en el Rugby Championship, cuando los Boks expusieron de manera nítida su disposición para derrotar a los All Blacks, había culminado en Yokohama. Con esta verdad, que a menudo se olvida, confirmada plenamente: para ganar una Copa del Mundo no basta con vencer a Nueva Zelanda, aunque los kiwis representan el canon y el Rubicón. Sudáfrica perdió en aquel ya lejano primer encuentro en el grupo. Inglaterra pareció dispuesta a dominar el mundo tras someterlos el fin de semana pasado.

Al séptimo día, Sudáfrica es la campeona.