Las obras de reforma en el vetusto Lansdowne Road llevaron el rugby a Croke Park entre 2007 y 2010. En el templo del deporte gaélico, el recinto de mayor capacidad de la isla, no se había permitido hasta entonces la práctica de disciplinas de origen extranjero. Tanto el fútbol como el rugby, ambos nacieron en Inglaterra, encontraron aquel hogar temporal tras muchas décadas de veto. El juego del oval no tiene génesis irlandesa, como recuerda la Gaelic Athletic Association propietaria de Croke Park. Sin embargo, millones de aficionados asocian hoy rugby con Irlanda y tal binomio explica (también) la simpatía que la selección verde despierta en todo el planeta. La mejor versión histórica del quince del trébol, la que más gana, coincide con un equívoco histórico que le es favorable.

El rugby no nació en la isla Esmeralda y allí no hay tal reserva espiritual en la que buscar mitos, valores y hazañas fundacionales. Irlanda es rugby, sí, del mismo modo –y en niveles comparables– que lo son el resto de home nations o Francia en el hemisferio norte. La trayectoria del trébol en el Cinco Naciones es la más pobre de todas las participantes y el despertar del tigre celta lo marcan las dos últimas décadas. Irlanda es un equipo de moda, el combinado sexi del momento, el equipo del que muchos que no tienen selección que apoyar en los grandes campeonatos se ponen la camiseta. Irlanda suena a pub revestido de madera, a pintas de cerveza negra, a vuelos de bajo coste hasta Dublín. Un universo de éxito.

Johnny Sexton, el apertura cuya dirección de juego señala el camino irlandés (Foto: Getty / Rugby World).

El trébol regresó a la élite del continente en los primeros años del milenio y desde entonces no se ha bajado de ahí. La ampliación del torneo, de cinco a seis selecciones, le sentó bien; también el fortalecimiento de las competiciones internacionales de clubes. El despegue deportivo coincidió con años de crecimiento económico y optimismo institucional en el país. Irlanda era el destino de muchas grandes multinacionales y una creciente masa de turistas. La marca proyectada al exterior conjugaba el sabor de la tradición, con el repunte económico y la disolución del problema en el Ulster tras los acuerdos del Viernes Santo. Aquella idea mezclaba progreso y desarrollo con el aroma bucólico que la isla guarda. De ese plus de interés –y dinero– se aprovechó su combinado nacional de rugby.

La confluencia de coyunturas positivas la coronó una generación de jugadores que elevó considerablemente el nivel respecto a camadas pretéritas. Coincidieron con la verde figuras de la talla de Brian O’Driscoll, Ronan O’Gara, o Gordon D’Arcy, entre otros. Llegaron las gestas, los partidos sobre los que se asientan trayectorias, tal vez hegemonías. La victoria en Twickenham en 2004; la paliza a los ingleses en Croke Park en 2007. Irlanda mejora en el Seis Naciones, merodea el título en varias ocasiones.

Aquel rugby irlandés de los dos mil y pocos es elegante, bonito, imbuido de ese deseo estético que los tan manida profesionalización de la disciplina parece arrinconar. El trébol sucumbe en el Seis Naciones ante la Francia musculosa de Bernard Laporte, la que reniega de l’esprit du jeu. Aquellos gallos le chafan dos o tres Seis Naciones, tal vez los de 2004, 2006 y 2007.

A Irlanda la hacen fuerte los inturruptus continuados. Por ahí andan O’Gara y O’Driscoll. También el gigante O’Connell en la segunda línea. En 2009, 61 años después, cae el Grand Slam. Cardiff corona al equipo entrenado entonces por Declan Kidney.

Tras el primer Grand Slam en 61 años, el de 2009, la llegada de Joe Schmidt le ha dado vigor al juego irlandés en estos años: ha endurecido su espíritu y le ha dado un juego más coral, menos proclive a la heroicidad individual

Después de la epifanía, la llegada de Joe Schmidt al banquillo vigoriza el juego irlandés. El entrenador neozelandés le quita al trébol resabios poco competitivos, lo endurece también en el espíritu. Irlanda empieza a ser sinónimo de defensa, presión alta y velocidad. Su juego es coral, menos dado a la heroicidad de cada cual que en los años anteriores. El genio individual va decayendo, aunque sigan sobresaliendo cuatro o cinco puntales en la columna vertebral verde. La gloria, ya no esporádica, se hace frecuente.

Esa imagen naíf del país, cosmopolita, abierta y acogedora, choca con el aire industrial que su selección de rugby adquiere. Al equipo le define un rigor cada vez más depurado, poco dado a la sorpresa. La mecanización schmidtiana mejora las prestaciones de los celtas. El sistema germina y alumbra al combinado más reconocible, por estable, en el hemisferio norte. Todos saben a qué juegan pero ninguno de los europeos es capaz de rebasarle con suficiencia.

Healy y Best detienen a Beauden Barrett: los All Blacks son el próximo rival.

La ampliación de cinco a seis naciones en el torneo anual de los inviernos europeos deshace el factor sorpresa: el calendario añade una jornada y una de cada dos ediciones se afrontan tres partidos lejos del hogar. Ningún equipo suma dos Grand Slam consecutivos con el actual formato, vigente desde el 2000. El balance de victorias y derrotas en los últimos años sí confirma una tendencia: Irlanda, la eterna Inglaterra y la espasmódica Gales lideran el rugby continental. En la década en curso, y dentro del marco del tradicional campeonato que las enfrenta, la rosa acumula más victorias (34) en el conjunto de los 45 partidos disputados desde 2011; Gales acumula 32 encuentros ganados e Irlanda suma 27 triunfos –y tres empates– en el mismo periodo. Por detrás quedan la desnortada Francia, Escocia e Italia.

La leyenda irlandesa es contemporánea. El rugby del país no hunde sus raíces en décadas pretéritas gloriosas como el Gales de los setenta o la Francia de los ochenta, tampoco en la permanente cercanía con el triunfo de los equipos de Inglaterra. Los mitos verdes, salvo excepciones individuales y rara vez imbricadas en colectivos dignos de glosa, son de hace pocos días. Pero amamos el color de la camiseta, esa atmósfera del tan pisado Dublín y confiamos en que el talento de las figuras, los Rory Best, Tadhg Furlong, CJ Stander, Cian Healy, Robbie Henshaw, Rob Kearney, Conor Murray o Jonathan Sexton, lleven al país más allá de la última frontera: los cuartos de final, los All Blacks… y, al fondo, un título mundial.