Nadie podía esperar una semifinal como la del sábado. Queda acaso el consuelo, para el presunto experto, del acierto. De la anticipación. De la fatalidad, de fatum, destino, no lo tomen como sesgo. Gatland, único neozelandés en liza este domingo por la mañana, anhelaba emular al genio de Jones, ese australiano meticuloso que ha llevado a Inglaterra a su tercera final. Hubiera sido otra muestra de rivalidad entre las islas que limitan el Mar de Tasmania, pero en grado de condotieros al servicio de potencias ajenas.

No era probable que Rassie Erasmus, concienzudo también, y tan acostumbrado como Jones a lidiar con asuntos extrarugbísticos, dejara escapar la ocasión. Al flanker de Free State igualar su tercer puesto en el cajón del podio de 1999 no le bastaba. Para reivindicarse, para reivindicar al rugby que recogió dando bandazos, necesitaba más. Cualquiera que sea el resultado en la final del próximo sábado será un éxito. Llegar era necesario y nos anuncia que la final del día 2 no tiene porqué ser un partido vistoso.

Como no lo ha sido el de ayer domingo. Sabía, no era secreto, del agotamiento galés y, con riesgo asumido, se mantuvo fiel a su plan. Esperar y ejecutar. Agotar y rematar. País de Gales nunca pudo. No tenía con qué. Ni fuelle, ni jugadores. Habían caído antes de llegar a este round Williams y Navidi. Davies regresaba, más por necesidad que por prudencia, que no cabe en contienda como la de ayer. North y Francis lo hicieron en la primera parte. Aun así el Dragón rugió, tanto como podía. Que no era mucho. Pero honra a los 23 de Alun Wyn Jones, gloria nacional de País de Gales.

Es verdad, a los africanos les faltaba Cheslin Kolbe. No hizo falta. El conjunto primaba. Erasmus planteó un esfuerzo colectivo de contención para sobrecarga de los galeses. Menudearon las patadas, dentro y fuera del terreno de juego, más aquellas. Esas que obligan a tomar decisiones, que fuerzan a mover engranajes ya gastados. A North, cuya salida del campo le evitó buenos minutos de desdoro. A Parkes, ayuno del efecto multiplicador de Davies. A Biggar, más activo que acertado en la dirección; también a Adams, anotador, pero inconstante.

Decenas de balones al aire y mucha pelea. Patadas y trincheras. 81 patadas y una lucha sorda entre delanteros en la que, si el tesón fue galés, la calidad ha sido africana. Du Toit, Kolisi, incluso Vermeulen, son mucho más que Wainwright –brillante porvenir- Moriarty y sí, también Tipuric. Como mejores son los ocho Bokke que esperaban su ocasión en el banquillo. Kisthoff, Marx, Mostert sobre todo. En cada contacto, en cada placaje, Gales vacilaba, retrocedía incluso. Nunca ganó tan pocos metros en esas lides, nunca reflejaron sus rostros más resignación. No pudo mantenerse en el envite y solo la inteligencia de AWJ y su acertada elección de una fase de conquista cerrada permitió un atisbo de ilusión. Ese empate hubiera valido una final con gasolina y recambios para el vehículo. Los rallies no se ganan sin repuestos ni combustible. Así fue.

Decenas de balones al aire y mucha pelea. 81 patadas y una lucha sorda entre delanteros en la que, si el tesón fue galés, la calidad estuvo del lado sudafricano. Gales apenas pudo mantenerse en el envite

La primera mitad fue, digámoslo sin ambages, soporífera. Solo a los muy abducidos, empeñados en el detalle, en el fugaz destello, les ha podido interesar. Pero no fueron 40 minutos baldíos. Sudáfrica puso entonces un buen puñado de los clavos que cerraron el ataúd galés. Uno, Lewis por Francis (hombro maltrecho, trabajado sin contemplaciones por Mtawarira desde el primer encontronazo). Dos, North por Watkin: un centro por un ala. Tres: Malherbe y Mbonambi dando tratamiento especial a Owens. Cuatro: Faf niega espacios a Davies y Biggar y derriba gigantes (Ball). Cinco: Halfpenny no llena las botas de Williams.

Suficientes puntas para ese 9 a 6 al término de esa mitad, duelo entre Pollard y el mismo Biggar, como en los cuartos de final de 2015. Las sensaciones, según el cristal de cada cual. Malas para Gales, conforme al guión para los Springboks. Lo que equivale a decir que buenas, porque lo es seguir el plan.

Faf de Klerk, el medio de melé sudafricano, en un momento de tensión con Jake Ball (Foto: World Rugby).

La segunda mitad principia igual. Una patada galesa equilibra el marcador: 9 a 9. Faf y Pollard insisten, juego en corto, pases planos, percusiones, posesión. Desgaste y dolor. A la espera del momento, que Pollard detecta alrededor del minuto 60’ (el plan) para encontrar espacio entre Biggar y Parkes; Faf recicla –mientras Garcès señala ventaja- para que el balón llegue a De Allende quien, pura potencia en ocho metros, posa. Pollard convierte para el 16 a 9. Como Tuilagi el sábado tras un ruck, la virtud de la potencia del centro-ariete.

A Gales le quedaba resuello para menos minutos que partido. AWJ, estratega consumado, alter ego de Gatland en el campo, zorro de los valles, lo sabía. Quiere aproximarse a la marca africana y asegurar un golpe, pero no para patear, que no le basta. Necesita lateral y maul vencedor –donde ya fungen en su papel de mastodontes Snyman y Mostert- o mover rápido el balón desde una plataforma estable con muchos rivales estáticos en defensa. La primera opción no le conviene: sopesa sus cartas y sabe que no es más fuerte. Necesita aferrarse a la segunda. Una sucesión de abiertas (así solíamos llamar a la conquista en el suelo) no resuelve nada. Puedes ganar 22 fases y no avanzar frente a tales rivales. Solamente la melé a cinco le vale.

Alun Wyn Jones, con 132 ‘caps’, fue de nuevo el líder y la encarnación del espíritu resistente de un equipo que gana, es cierto, pero que inevitablemente genera cierta melancolía del rugby que lo definió en sus mejores tiempos

Cuando llega la penalización pide melé. No fue épica, fue inteligencia. La épica hubiera llegado después, con aire en los pulmones y músculos funcionales. La melé se ganó: movimiento veloz al cerrado, superioridad y marca de Adams. A la vieja usanza, cuando había espacios en defensa porque los delanteros se comprometían en otra clase de rucks. Halfpenny, Biggar descansa, se despoja del casco y transforma: 16 a 16. Gales quiere, pero no sabe ni puede. Las posesiones del pack africano se prolongan, Faf mide sus tiempos, patea largo cuando sabe que gana metros o desfonda, más, al Dragón. El tiempo pasa y juegan entre «10» y «22» de Gales.

Los errores allí son fatales a esas alturas. Y llegan. Contra Gales, que había buscado el drop salvador con la bota del pelirrojo Patchell. Dillon Lewis cede un golpe, doblegado por la potencia del pack verde, concentrada en un previsible maul dominante. Pollard pasa el golpe para el 19 a 16 final.

Pollard patea en el minuto 75 el golpe de castigo que lleva a Sudáfrica a la final (Foto: World Rugby).

Uno, que tiene sus simpatías, lo lamenta por AWJ. El capitán gales reúne 132 caps. Al menos ganará otra el próximo viernes, frente a Nueva Zelanda. Son muchas para el veterano de tres torneos mundiales, que hemos dado en hacer encarnación del espíritu de lucha de un equipo que nos evoca lo que fueron y ya nunca serán. Por más que atesoren victorias sin derrota en el torneo septentrional que comienza cada invierno. Esos que evocamos hubieran arriesgado más. Y nos mentimos, porque la comparación es engañosa, aunque otros sí hayan hecho propia la continuidad con sus cualidades de antaño.

Los Springboks nunca han renegado de las virtudes de su juego de delantera y eso lo agradecemos. Es evidente que Warren Gatland y Shaun Edwards nunca pretendieron hacerse herederos de los artistas de los 70, porque los mimbres que les dieron ya eran los de un rugby diferente. El de los valles había languidecido lentamente durante la década de los 90. Pero no estaría de más que el sucesor del duunvirato salpimentara el rugby galés de alguna de aquellas virtudes, velocidad, habilidad y espacios que nos evitaran errores como el del único atisbo de combinación creativa entre Biggar y Halfpenny ayer. Eso, si sucede, habrá de contarse a partir de 2020.