Japón llegó al Central de la Complutense una tarde de noviembre de 2013 para que los allí presentes, esos seis o siete mil de costumbre, certificaran que el físico de los asiáticos era muy superior al del combinado local y ahí radicaba la principal diferencia entre las dos selecciones y el escalón que separa la élite de quienes aspiran a sumarse a tan selecto club. España disputó un partido correcto, por encima del aprobado en la primera mitad, y alargó la frontera del partido hasta el descanso. Tras la reanudación, Japón rompió el encuentro y rubricó una superioridad demostrada a lo largo del mismo: los Leones sufrían sin el oval, eran incapaces de jugar en campo contrario y en cada melé o lance con delanteros implicados se hacía patente la ventaja del oponente. Las condiciones atléticas dirimieron buena parte de la suerte de aquel partido de la gira de otoño. Una de las buenas había venido a Madrid para evidenciar cuán lejos quedaban esos horizontes expansivos para los anfitriones. España 7-40 Japón.

Santiago Santos entrenaba ya al quince español. Un año antes, el francés Reggis Sonnes había llevado a los Leones a sus mejores cotas en al menos un par de décadas. Sendas victorias frente a Georgia y Rumania, las dos grandes de la categoría y potencias continentales allende el Seis Naciones, pusieron a España en el camino del Mundial 2015, aunque un mal arranque en el Seis Naciones B en el invierno de 2013 (durante el ínterin de Bryce Bevin en la dirección técnica) alejaba un sueño que se haría imposible al año siguiente. Se debatía entonces sobre identidades y orígenes: qué selección se quería, de dónde tenían que venir los jugadores.

En lo deportivo, se intentaba vigorizar el poder de la delantera, añadir recursos en las fases cerradas y mantener la recobrada fiabilidad sin el oval. Sonnes había hecho de esa España competente ante las buenas un equipo que defendía sin apenas golpes y robaba rauda para sus tres cuartos. Santos trataba de continuar con lo que de positivo había mientras añadía lo que cinco años después cristalizaría en una casi histórica clasificación para el Mundial del lejano oriente. Los franceses, el origen de tanta polémica, volvían. Y los Leones eran mejores con ellos.

El disputado contra Japón fue el tercer encuentro que dirigió Santos desde el banquillo español, tras las visitas a Chile y Uruguay también en aquella ventana. La suya era una España que se buscaba; los japoneses miraban a su entonces lejano Mundial ya entre las diez mejores del ranquin mundial.

Ganó Japón con suficiencia y sin que quedara la impresión de que España había tenido, pese a sus óptimos 40 primeros minutos, opciones reales. Eran los Brave Blossoms un cuadro duro en el contacto, más pesado y en el que ya se atisbaba un talento extra procedente de los asimilados del Pacífico. España combatió y poco antes del descanso ensayó César Sempere. Pasado el ecuador, la superioridad nipona se hizo palpable y los orientales terminaron desbordando a un equipo por hacer y con un técnico recién llegado. Aquel resultado, entonces visto como un correctivo, se daría hoy por óptimo. La diferencia de más de 30 puntos, que se dijo abultada, se intuye corta si el partido se repitiera las próximas semanas.

En aquella selección de Japón que jugó en Madrid sobresalieron los dos ensayos de Michael Broadhurst, un tercera línea de origen neozelandés que aprovechó la superioridad numérica por sendas expulsiones temporales contra España. Destacaron también los pilieres Hisateru Hirashima e Hiroshi Yamashita, el pie del zaguero Ayumu Goromaru y la velocidad del ala Male Sa’u, de ascendencia samoana.

El talonador Shota Horie, autor del último ensayo nipón, el segunda línea Luke Thompson, el tercera Hendrik Tui, el medio melé Fumiaki Tanaka y el primer centro Yu Tamura, todos ellos convocados para la disputa del presente Mundial, ya disputaron aquel encuentro internacional en la capital española.

La federación internacional (IRB) había concedido la organización del Mundial 2019 a Japón en el verano de 2009. Los diez años de diferencia facilitaron a los asiáticos la preparación deportiva de su torneo. Eddie Jones tomó la dirección técnica del equipo oriental en 2012. Cuando visitaron España, mediado este periodo, su nivel apuntaba lo que el paso por Inglaterra dos años después haría evidente: Japón quería instalarse entre los mejores y competirles de tú a tú. La histórica victoria contra la bicampeona Sudáfrica (32-34) en Brighton fue su carta de presentación.

El rugby japonés otea la élite mundial. Aspiran los Brave Blossoms a convertirse en la quinta potencia del sur, aunque geográficamente se ubiquen en el hemisferio norte, en los nuevos actores de las islas del Pacífico, sumándose a la triada de Fiyi, Samoa y Tonga, y en un referente del Pacífico norte, por delante de Estados Unidos y Canadá.

En esas coordenadas se mueve el desafío nipón. El proyecto deportivo se examina estos días en casa. 

La semilla del crecimiento está plantada. El del sol naciente es un país rico y poblado; su afición, entusiasta como pocas. El despegue de Japón se fundamenta en una mezcla que reúne fundamentos técnicos y competitivos con el aporte de factores exógenos. La incorporación de jugadores de procedencia diversa, especialmente de la Polinesia y Nueva Zelanda, supone un extra deportivo para su selección y una interesante novedad para una sociedad hermética y tradicionalmente poco permeable por culturas y sociedades ajenas. Las audiencias televisivas se disparan con sus partidos: hasta 25 millones de japoneses siguieron el choque contra Samoa en el pasado Mundial de Inglaterra.  Y la victoria ante Irlanda ha inflamado el entusiasmo y reproducido el efecto multiplicador del milagro de Brighton contra Sudáfrica. Ahora la onda expansiva amenaza a Escocia.