
Los Springboks tomaron Tokio subidos en el carro de combate de su rugby, que es todavía una de las piezas de invasión más fiables de este conflicto que viene a ser la guerra mundial ovalada. En otras ocasiones hemos caracterizado a los equipos sudafricanos como un ejército de bárbaros, dispuestos a la conquista tumultuosa y siempre reconocibles en su estilo de innegociable dureza. Pero para someter a Japón, y a pesar de abrir las hostilidades con el disuasorio ensayo de Mapimpi, durante todo el primer tiempo debieron empeñarse en un prolijo ejercicio de rigor defensivo, resistencia en la inferioridad numérica y arrojo continuado en la defensa del fuerte. Por fin, a la vuelta del intermedio, practicaron un paciente estrangulamiento de los japoneses, descabalgados de su sueño revolucionario.
Que Sudáfrica es superior lo sabe cualquiera. Pero el problema frente al equipo de Jamie Joseph consiste en encarnar sobre el campo la constatación de ese teórico estatus. Y eso no ha resultado fácil en esta Copa del Mundo, como supieron Irlanda y Escocia. En los minutos en que Siya Kolisi dejó el partido por una amarilla, Japón entró en ebullición y Sudáfrica se vio obligada a uno de los ejercicios más feroces de placajes extremos que se recuerden en un campo de rugby.
La explotación de los espacios y la velocidad para llevar la pelota a esos puntos donde aguarda la superioridad ha sido una de las características más envidiables de Japón en estas semanas. Frente a 14 rivales, los claros se multiplican… pero hay que saber crearlos para después explotarlos. Gales, por ejemplo, tuvo graves dificultades contra Francia. La indecente velocidad y la precisión de las combinaciones japonesas, sin embargo, generaron un tramo de partido realmente delirante.
Cuando Sudáfrica se quedó con 14, el partido pareció entrar en un acelerador de partículas y se convirtió en una alucinante escalada hacia el rugby atómico. Los Boks se aplicaron a un brutal ejercicio de placaje de hombres bala y la acción adquirió proporciones irreales: parecían ñúes cazando gacelas
En ese rato, los chicos de Jamie Joseph desataron líneas de carrera como centellas. Invertían la dirección de la pelota y siempre aparecía alguien que la tomaba y cruzaba las líneas enemigas como un spitfire desaforado. O llevaban el balón hasta sus alas, Matsushima y Fukuoka, lo que producía desafíos inhumanos al borde del precipicio.
En ese rato, y después, el árbitro Barnes sufrió un tanto del síndrome de Estocolmo, porque los japoneses pudieron (debieron) ver algún sin bin y algunos de sus pases parecieron claramente adelantados. Pero es la fascinación de la velocidad…
Metidos todos los protagonistas en ese acelerador de partículas, el partido se convirtió en una alucinante escalada hacia el rugby atómico. Un brutal ejercicio de placaje de hombres bala, que por momentos adquirió proporciones irreales: la magnificación épica de una historieta de anime o de una película hongkonesa. Los sudafricanos parecían ñúes cazando gacelas. Un espectáculo de la naturaleza enloquecida.
Durante muchos minutos del primer tiempo los Springboks cometieron el relativo error -aunque más pareció necesidad por el ataque total de los anfitiriones- de combatir el vértigo con más vértigo. Y sin embargo, a pesar de que Japón acumuló cerca del 70% de posesión de la pelota, Sudáfrica no rindió su línea de marca ni una sola vez. Apenas concedió tres puntos en un golpe de castigo que los japoneses ganaron en la melé.
En ese momento, el hecho de que los livianos soldados de Joseph lograran doblarle la mano al gigante springbok en la fase estática por antonomasia pareció un triunfo mayor. Otra acabada muestra de su estrategia de menos es más, un aprovechamiento envidiable de los recursos propios. Visto en la perspectiva del resto del encuentro, ese pasaje quedó apenas en anécdota. Un momento aislado. Sudáfrica acabaría imponiendo la ley del más fuerte.
Porque cuando juegan los Springboks, o cuando se juega contra los Springboks, el tamaño aún importa. Suelen ser los sudafricanos los que eligen en qué términos se dirime la contienda. Ese aspecto resultaba vital contra un equipo como Japón, al que hay que bajarle el diapasón de la pelota y las pulsaciones del entusiasmo.
Un violento choque de estilos entre la expansividad japonesa y la feroz explotación del eje profundo de Sudáfrica, a lomos de su apisonadora humana, el pie de metrónomo de Pollard (un apertura al que habría que cantar más de lo que se hace), y las apariciones repentinas desde el fondo de Willie Le Roux: otro jugador clavado para el tipo de zaguero que reina hoy día (Hogg, Daly, Liam Williams, Beauden Barrett…). En el que no importan tanto algunas concesiones defensivas como lo que suma al contraataque cuando sale de la cueva para hacer de tercer creador de juego y estilete frente a la línea de ventaja.En la segunda parte, Sudáfrica largó el espejo con el que los japoneses les habían tentado y recuperó su propia figura. Se acabó lo de combatir el fuego con gasolina. Guardó la pelota con cuidado y, establecido el teatro de operaciones que más le convenía, el vuelo rasante de los Brave Blossoms se atemperó.
Las estadísticas revelan esa trama básica del partido. En el global, el equipo de Erasmus tuvo la pelota algo menos que su rival (los sudafricanos se quedaron en un 46% de posesión); la ocupación del campo se la repartieron a partes iguales (50%), como si diagramaran con escuadra y cartabón la división de un territorio ganado. Y, a pesar de que todos los números que revelan los niveles de actividad en ataque (rupturas, defensores batidos, metros ganados, pases en descarga, etc.) cayeron del lado japonés… los Bokke construyeron la victoria en las fases estáticas y en el cuerpo a cuerpo: todas sus touches ganadas (10), cuatro robos en laterales ajenas, todos los mauls ganados (una decena, contra ninguno de los nipones) y hasta 10 pelotas recuperadas. Una hemorragia bien reveladora. El indicador más fiable de un equipo físicamente superior.
Que la sentencia la ejecutara precisamente Faf de Klerk, el pequeño gran hombre sudafricano, al final de un hermosísimo ‘maul’ andante, pareció una irónica síntesis de la adaptabilidad de los Springboks para solventar el sudoku japonés
El ajustado 3-5 del intermedio creció en el segundo del lado verde, gracias a los golpes de castigo pasados por Pollard, que eran el zumo de la exprimidora en la que Sudáfrica había convertido el partido. Cuando se impone, el paquete sudafricano actúa como una estación de planchado y resulta altamente abrasivo.
Por esa línea acabaría llegando el monumental maul andante que, pasada la hora de juego, atravesó medio campo, deshaciendo en añicos la impotente resistencia japonesa. Una hermosura de formación en cuña de la que los rivales se desprendían igual que muñecos. Hasta que no quedó nadie que resistiera aquel fabuloso empujón. Cuando la cohorte verde había desbrozado el camino con la impavidez mecánica de una segadora, Marx se desprendió y su descarga en el contacto liberó a Faf de Klerk para el ensayo que aseguraba el triunfo.
Que fuera precisamente Faf, el pequeño gran hombre sudafricano, quien ejecutara la sentencia no dejó de parecer una irónica síntesis de la adaptabilidad de los Boks para solventar el sudoku japonés.
Después, Mapimpi redondeó tras acabar una furibunda penetración de Pollard, que había atacado la línea rival con un cuchillo entre los dientes. Una vez abierta en canal la defensa, el apertura inventó un delicioso episodio de superioridad en el costado, para el esprint ganador de su ala.
Saludo a todo el público de Japón que hizo vivir a todos una hermosa Rugby World Cup 2019
¡Ahora sigue y viene lo mejor, la definición por la Webb Ellis Cup!#RWC2019 pic.twitter.com/EG3ZQn5pTw
— Rugby World Cup ES (@rugbyworldcupes) October 20, 2019
La historia más memorable del torneo había llegado a su fin. L’avventura é finita, sintió Japón. Y el mundo entero. Ahora llega el combate de los jefes. El sábado, los All Blacks habían destazado a Irlanda con un ejercicio de pavorosa excelencia; después, Inglaterra evaporó con su hierática solvencia a los Wallabies; justo antes, Francia se desangró en la orilla de su resistencia ante Gales, después de que Vahaamahina le pegará a Wainwright ese codazo inmundo. Queriéndole volar la cabeza al bravo flanker galés, le había reventado la sien a su propio equipo.
A los Springboks les había quedado, como siempre, el papel de villanos. Su misión consistía en entrar en el romántico paisaje de cerezos en flor y pisotear el jardín japonés hasta que no quedara en pie ni un solo vestigio de la insurrección. Nada nuevo para los chicos de Rassie Erasmus, a los que les encanta presentarse en los nítidos salones de los grandes bailes con las botas empapadas en el barro fresco de la victoria. Y esa sonrisa sobradora de vándalos que saquearán la aldea. Porque en la vida, como en el rugby, lo importante es ser uno mismo.
[Fotos: Rugby World / Getty].